De la ira a la esperanza
Sentada frente a mí está una mujer que a los 20 años se unió a la guerrilla en Centroamérica. Hace 50 años ella y millones de personas creyeron que la Revolución armada era el único instrumento para alcanzar la igualdad social. Ella y otros tantos estuvieron en prisión, vieron llegar a los guerrilleros al poder y también les vieron, con cierto asombro y mucho desconsuelo, convertirse poco a poco en tiranos, dictadores, y censores incapaces de transformar el ejercicio del poder.
Esos líderes carismáticos que inspiraban con un discurso socialista o comunista, con el tiempo formaron parte de las élites de gobernantes corruptos que fortalecieron a ejércitos que reprodujeron, a su vez, el racismo contra el que lucharon en las montañas y la selva. Reprodujeron el sexismo que prometieron a sus compañeras de batalla erradicarían en caso de llegar al poder.
Y la Historia está llena de jóvenes que perdieron primero la libertad, después la esperanza y más tarde dejaron, en alguna oficina o en algún bar, la inspiración para mantener vivas sus causas sociales que inicialmente le dieron sentido a sus vidas. Olvidaron que salvar y educar a personas es mucho más poderoso que salvar ideales abstractos o a hombres de poder.
En 2012 los discursos por la libertad siguen abrevando de esos viejos ríos que ya están secos. Defender la democracia para muchos parece ser el único recurso para transitar desde la frustración hacia la acción transformadora. El problema es que esa democracia que se defiende es absolutamente disfuncional.
Nos hemos creído que de todos los sistemas el único que funciona es esta democracia, como si tener elecciones (que a eso se reduce) propagase la igualdad o erradicara la pobreza. Pero lo cierto es que la inspiración revolucionaria de quienes defienden la democracia desde los viejos valores de quitar a unos del poder para poner a otros, casi siempre se queda atrapada entre la ira y la frustración.
Henos aquí, de vuelta al pasado, con un sistema político secuestrado por los más deleznables. Henos aquí, rodeadas de miles de activistas en el desencanto, el enojo y la frustración, buscando su camino entre la ira y el agotamiento.
Dice Gilles Lipovetzki que estamos presenciando el derrumbe de los viejos significados que fundaron la modernidad, como las ideas de progreso y vanguardia, lo mismo que la fe en la ciencia y en la democracia. En una entrevista publicada por Daniel Barrón en Sinembargo, el filósofo francés asegura que el discurso tradicional de la esperanza ha perdido prestigio, y es cierto, cada vez resulta más evidente que la esperanza basada en los liderazgos políticos es un barril sin fondo.
Yo creo que el movimiento #Yosoy132 dará buenas lecciones. De entre ellos se irán a casa los decepcionados y se volverán cínicos los ingenuos, pero en las calles y en las escuelas seguirán aquellas y aquellos que intuyeron hace meses que habría que reinventar el mundo desde la congruencia individual, desde la búsqueda de un consenso que parte del principio de escuchar a todas las personas involucradas, de estudiar los escenarios, de reconocer las habilidades personales, desde el poder para expresarse hasta el don de hacer arte para rebelarse y transformar el sistema educativo. Ellos y ellas parecen coincidir con Lipovetzki en cuanto a que reconocen que estamos frente a una crisis del porvenir, que el modelo económico no funciona, que la desigualdad crece, que la corrupción no cederá el paso hasta que aparezcan nuevos liderazgos que surjan de nuevas filosofías y no de partidos políticos.
Frente a la mujer que fue guerrillera está un joven de #Yosoy132 que desde Londres sueña con juntar dinero y volver a México. Él como muchos otros de sus generación, sabe que hay que reinventar la educación y a los medios; que eso sólo será posible desde la transformación individual. Lipovetski piensa que cuando uno está comprometido en la vida con un cierto número de proyectos que le son emocionalmente significativos, no pierde la confianza.
Pienso que nos corresponde acompañar a las y los jóvenes a desarrollar lo que el filósofo llama solidaridad inteligente, que favorezca a todas las personas que quieran realizar nuevos proyectos humanistas.
El joven que tengo frente a mí no quiere ser el Che Guevara, sino un Mexicano que en su patria pueda vivir la diversidad, la libertad, la igualdad y la paz para reinventar al país que algún día cambiará. Él sabe, afortunadamente, que la violencia no es el camino y que todo cambiará rescatando esperanzas individuales que reinventarán el poder.