De teatros, escenarios, sueños y verdades
Carlos Olalla*. LQS. Abril 2019
Hay un único denominador común entre la vida de los intérpretes y la de los personajes: solo somos lo que hacemos
Pocas profesiones tan contradictorias como la de la interpretación. Actores y actrices nos dedicamos a contar mentiras desde la más profunda verdad y, para hacerlo, debemos “desaparecernos”, dejar que sean los personajes y no nosotros quienes suban al escenario ya que, como bien dice Paco de La Zaranda, el escenario es el espacio donde solo debe haber personajes porque allí los actores lo único que pueden hacer es “cagarla”. Y tiene toda la razón. Un actor en un escenario piensa y actuar es precisamente lo contrario de pensar, es escuchar y sentir, y hacerlo desde el personaje. La utilidad de un vaso no está en el material del que está hecho, en su forma, tamaño o color, está en el vacío que encierra porque solo estando vacío puede llenarse, si está lleno ya no sirve porque nada más cabe en él. Del mismo modo, los intérpretes deben “vaciarse” de todo cuanto son y todo cuanto llevan al llegar al teatro y dejarlo en el camerino para dejar que el personaje entre en ellos, en ese vacío que le han dejado para que pueda “habitarles” Llenar nuestro vaso, llenarnos aferrándonos a nuestros conocimientos, muletas o trucos, a cuanto nos da seguridad para enfrentarnos al misterio del teatro, nos impide adentrarnos en ese camino de la creación que nada sabe, ni debe saber, de techos que nos cubran o de redes que nos protejan. Actuar es “vaciarse” para dejarnos habitar por los personajes y, al mismo tiempo, atrevernos a saltar al vacío del misterio poético que vive en el teatro. Solo si estamos dispuestos a despojarnos de nosotros mismos y a dar ese salto hacia lo desconocido nos encontrarán los personajes, porque a los personajes no los encuentran los actores, son ellos los que nos encuentran a nosotros.
Hay un único denominador común entre la vida de los intérpretes y la de los personajes: solo somos lo que hacemos. En el teatro todo es, y debe ser, acción: la palabra, el silencio, el más leve movimiento… es ahí donde viven nuestros personajes. De igual forma, en la vida “real”, tener un bello discurso bien articulado si no somos consecuentes con él de nada sirve, no nos hace ser quienes de verdad somos. Nunca pasará de ser una simple fachada que puede que, en alguna ocasión, engañe a los demás pero jamás a nosotros mismos. Solo somos lo que hacemos, lo que damos, lo que compartimos con los demás.
El espacio del actor nada tiene que ver con los de sus personajes. Nuestro espacio es ilimitado, el de los personajes el del escenario. Otro tanto ocurre con el tiempo: normalmente nuestra vida se debate, o cuando menos está condicionada, entre la nostalgia de un pasado que no ha de volver y el deseo de un futuro que ni siquiera existe. Rara vez vivimos intensamente y con pasión nuestro aquí y nuestro ahora. Y así nos va. Los personajes, en cambio, solo viven, y con toda la intensidad que ellos quieren, su aquí y su ahora, un efímero aquí y ahora que muere cuando bajan del escenario en el que, sin embargo, son capaces de intuir la eternidad que habita cada instante.
Los personajes viven en el escenario pero el teatro, el hecho teatral, vive en la mente, en la cabeza de cada espectador que, a través de lo que ve, escucha y siente, emprende un viaje imaginario que le lleva a lugares incluso insospechados por autores, actores y personajes, allí donde duermen sus historias y vivencias, donde crepitan sus recuerdos, donde despiertan sus sueños. Por eso la comunión que se establece con los espectadores en el teatro tiene ese componente sagrado para quienes nos dedicamos a él. A través de los personajes que nos habitan vivimos en la mente de quienes han ido a presenciar la función, a dejarse penetrar por cuanto sucede en escena y, si las musas son generosas y no hemos hecho mal nuestro trabajo, a volver a casa llevando consigo una experiencia que quizá puede haber cambiado su forma de ver y entender algunas cosas.
Las palabras nacen del silencio y sin el silencio morirían. Nada hay que diga tanto como el silencio compartido entre público y personajes, esa unión mística capaz de permitirnos intuir la luz que penetra todos los misterios. El silencio lo crean los personajes, sale de sus entrañas para inundarlo todo, para dar sentido a todo. Somos silencio, acción y silencio. Solo viendo a través del velo del silencio llegamos a intuir, que no a conocer, la verdad que habita el misterio. Lo que nos atrae de los demás es lo que no conocemos, lo que se esconde tras su propio misterio, lo que tan solo y en contados momentos, alcanzamos a intuir. Esa es, quizá, una de las grandezas del teatro, que nos invita a intuir los misterios pero jamás a descubrirlos.
Los textos teatrales no pueden ser dichos sino habitados, de nada sirve decirlos si no permitimos que los vivan los personajes. Los actores debemos aprenderlos, buscar en sus entresijos; los personajes tan solo olvidarlos para poder así, desde la permanente incertidumbre, darles verdadera vida. Si en la vida real nunca sabemos lo que vamos a decir dentro de un momento, cómo vamos a decirlo o cuánto durará lo que diremos, ¿cómo podemos pretender encadenar a los personajes a unos textos que ni siquiera han escrito ellos? Deben decirlos, sin duda, pero habitándolos desde sus entrañas, desde lo más profundo de su ser, dejándose sorprender en cada función. Solo así cobrarán vida y serán entonces verdad. Por eso nunca dos funciones son iguales, por eso en el escenario cada noche puede ocurrir lo más sublime o la catástrofe más esplendorosa. Actuar no es ponerse frente a un público y decir un texto, es arriesgarse a vaciarnos para dejarnos habitar por ese personaje que, cada noche, vivirá en nosotros y nos dará la vida.
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