Deportaciones humanitarias y prisiones en el océano Pacífico
Nònimo Lustre*. LQS. Junio 2021
Hace pocos días, los media españoles recogían una noticia que, desde el 2020, ya había aparecido en los media anglosajones: los 2.000 habitantes de la isla Wagina (provincia Choiseul, Islas Salomón), habían derrotado a Solomon Bauxite Ltd., la multinacional basada en Hong Kong que amenazaba con destrozar el 60% de los 80 kms2 de su minúsculo territorio. Los ‘waginianos’ habían argumentado que esa empresa no les había pedido su consentimiento libre, previo, informado y vinculante. Tampoco había publicado –¿ni realizado?- ningún informe de impacto ambiental. Y, en contra de todos los pronósticos, un tribunal les había reconocido esos derechos elementales.
Obviamente, de haber prosperado el plan de la bauxita, los waginianos habrían tenido que desalojar su hogar. Entre otras razones generales, se negaron a ser deportados por un motivo específico a Wagina que es, precisamente, en el que queremos abundar: porque sólo llevaban 50 años en éste su último territorio. Estos indígenas son micronesios ‘gilberteses’ originarios de las remotas Gilbert Islands. Desde 1937, las autoridades coloniales británicas estaban elaborando planes para su deportación amparándose, huelga añadirlo, en excusas humanitarias –peligros de catástrofe ambiental por tsunamis, ciclones, erupciones, sequías y riadas, agotamiento de la capacidad de carga por sobrepoblación, etc. Después de haberles acarreado en medio del Pacífico de isla en isla, en 1963-1964, fueron finalmente arrojados a Wagina. Y ahora, siendo las Islas Salomón un estado independiente, ¿su gobierno pretendía vender su casa isleña a una multinacional?, ¿había regresado el colonialismo intrínsecamente extractivista? -si alguna vez se fue.
Las sospechas de los waginianos-gilberteses pueden ser acertadas pero el tema es complejo puesto que incluye variables que van desde la insularidad extrema y las prisiones ‘externalizadas’ hasta la ocultación de las pruebas nucleares y las diferencias entre las culturas del Pacífico. Todos ellos son factores que encontramos en medio mundo pero, hoy, los observaremos única y exclusivamente en Micronesia.
Micronesia en Melanesia
Desde la geografía humana –alicaída denominación-, el Océano Pacífico se divide en tres regiones: Micronesia, Melanesia y Polinesia –ésta última, apenas aparecerá en estas notas. La isla de Wagina está situada dentro del mapa de Melanesia pero los waginianos son micronesios. Las considerables diferencias entre unos y otros, constituyen una de las primeras maldades que perpetró el colonialismo británico personificado en la Gilbert and Ellice Islands Colony (GEIC) porque, al deportarlos de las micronesias Gilbert, los incrustó en un territorio melanesio, física y culturalmente muy distinto. Además, la distancia de 3.000 kms. que supuso la deportación (forced relocation) no fue directa sino que, simplificando, antes hubieron de pasar por las islas Phoenix. En esta escala se produjo uno de los muchos engaños que sufrieron los deportados puesto que, en su Wagina Resettlement Scheme (WRS), la GEIC les concedió unas tierrucas pero, años después, cuando les llevaron a Wagina, les prometieron que les canjearían esas parcelas por tierras similares en su nuevo destino –excuso decir que jamás lo hicieron y mucho menos cuando se descubrió que el aparente erial era rico en bauxita. No obstante, en la Historia, el WRS sigue conociéndose como ‘el Experimento’ (el segundo), un proyecto con ínfulas científicas ya hasta utópicas.
El problema de tener que asentarse en Melanesia comenzó con la diferencia medioambiental entre su lugar de origen y Wagina. Los gilberteses vivían en islas rodeadas de atolones mientras que su nuevo destino era una isla rocosa, selvática, pantanosa, sin atolones ni playas… y, lo peor, sin aquellos cocoteros que eran básicos en las Gilbert. En palabras de un ‘trasterrado’: “the trees were too big and we did not know how to cut them down with knives and axes given to us because we have never conducted such heavy labor on the atolls where we came from”.
Pese a las innumerables maravillas que les ofrecieron, los deportados tuvieron que limpiar el monte y construir sus casas con materiales locales que desconocían. Asimismo, les prometieron 3 acres urbanos y 10 agrícolas pero ni lo uno ni lo otro y, para mayor inri, no registraron esos donativos en ningún documento legal –una ignominia que afectó a su reclamación contra la empresa de la bauxita. Estaban cerca de la capital comarcal, Gizo, pero no se atrevían a hacer la corta travesía porque ni conocían ese mar ni disponían de embarcaciones adecuadas.
Además, en Wagina campeaba la malaria, una enfermedad desconocida para los deportados que, necesariamente, atribuyeron la gruesa morbilidad que les aquejaba se debía a que la islita estaba poseída por lo demonios. Hubo una gran mortandad inexplicable. Coligieron, entonces, que les habían transportado con la clara intención de exterminarlos. Por su parte, la GEIC sólo pensaba que, con la enormidad de herramientas que les habían regalado, los waginianos se afanarían en cultivar lo que les habían prescrito –cash crops, claro está-, contribuyendo así a la economía del entonces Protectorado de las Salomón. Hoy, subsisten con la venta del equinodermo pepino de mar o cohombro, del troco (trochus), gasterópodo de nácar, y de las algas –es todo lo que se aproximan a los cultivos no directamente alimenticios sino monetarios.
Los gilberteses se identifican por su lugar de origen como I-Kiribati pero sus vecinos melanesios les apodan en bloque como neiko –mujer en lengua gilbertesa-, un mote que es fuente eterna de roces inter-étnicos. Y el problema subyacente es que los i-kiribati no querían dejar sus tradicionales atolones. En ocasiones era por el respeto a los antepasados, como cuando declaraba un joven que ‘my family refused to leave Orona because of the graves of our loved ones that would be left behind on the island’. Y en otras ocasiones, por la rabia que sienten al constatar que habían sido engañados. Una anciana protestó contra la GEIC argumentando que fueron expulsados porque ‘the crowns of the coconuts trees fell after that thing [the bomb] fell on Christmas Island. Yes, it was their doing, that’s why we moved here. They lied to us that our land is dead… we saw that the coconut trees were on fire because of that thing that fell, it’s like fire . . . so when the crown of the coconut trees fell, the place become dead’.
Dicho de otro modo, los deportados estaban seguros de que su éxodo se debía a que el Reino Unido quería ensayar bombas nucleares en la cercana Chirstmas Island. ¿Paranoia indígena?; ninguna. Entre 1957 y 1959, el RU estalló en esa isla varias bombas de hidrógeno. Quizá para ocultar esta y otras marramucias, la investigadora de la que tomamos estos datos se queja de que el archivo que contiene la mayor parte de la colonización del Pacífico –sito en la universidad de Auckland, ha sido destruido o censurado y su acceso es difícilísmo.
[Buena parte de los anteriores datos, han sido copiados o inspirados por: Tammy Tabe. 2019. “Climate Change Migration and Displacement: Learning from Past Relocations in the Pacific”, en Soc. Sci., 8, 218; doi:10.3390/socsci8070218]
Por lo demás, en Micronesia, el caso de Wagina es uno más en la tradición colonial de deportaciones masivas. Como dijimos al comienzo de estas notas, las excusas empleadas por las administraciones fueron siempre humanitarias: había que salvar a los indígenas de las consabidas catástrofes ambientales y/o de la sobrepoblación –las explosiones nucleares, ni aludirlas. Veamos varios ejemplos que involucran no sólo a melanesios sino también a polinesios, aborígenes australianos ¡y hasta kurdos!:
En 1945, los indígenas de Banaba –relativamente cercana a Wagina- fueron deportados por los colonialistas británicos a Rabi Island para que la British Phosphate Co. (BPC) pudiera continuar su explotación sin el incordio de los banabenses. La BPC agotó el fosfato y se fue dejando arrasado el 90% de la isla y abandonando in situ 22 millones de tns. de tierra contaminada. En 2011, regresaron a la islita algunos banabenses sólo para encontrar que ya no existían los te bangabanga –red subterránea de cuevas que almacenaban el agua- y que, por ende, su antiguo hogar se había vuelto absolutamente inhabitable.
En 1946, los 166 habitantes del atolón Bikini fueron deportados a Rongerik y después a Kwajalein y, finalmente, a Kili. Su hogar iba a ser atacado con bombas nucleares y menos mal que fueron avisados porque las grandes potencias no siempre tuvieron ese detalle –entre 1956 y 1963, los británicos estallaron siete bombas nucleares encima de las cabezas de los aborígenes Anangu-Pitjanjatjara que habitaban los 3.000 kms2 de Maralinga, antes nuclear test site y ahora nuclear waste site por los siglos de los siglos.
En 2016, la empresa Broadspectrum –antes Transfield Services-, contratada por Australia para impedir que los refugiados pisaran suelo australiano gerenciando a tal fin los campos de concentración en Manus (Papúa Nueva Guinea) y en Nauru, fue absorbida por la multinacional española Ferrovial. En 2017, tras infinidad de suicidios, motines y abusos a mujeres y niños documentados en Manus –isla favorita de Margaret Mead-, Ferrovial pasó la patata caliente a otros dos holdings -hablamos de contratos cercanos a los mil millones de la divisa que sea. Por su parte, Nauru, la otrora próspera mina de fosfato, tenía en la prisión para refugiados su principal fuente de ingresos. Ambas aberraciones habían pasado desapercibidas para los media hasta que aparecieron en 2017 y 2018 las obras de unos presos kurdo-iraníes. En concreto, la película de Behrouz Boochani Chauka, Please Tell Us the Time (2017, codirigida por Arash Kamali Sarvestani), grabada durante 6 meses con un teléfono móvil clandestino y, al año siguiente, el libro autobiográfico No Friend but the Mountains: Writing From Manus Prison, ganador de varios premios literarios importantes.
El motín de la HMS Bounty, Pitcairn, Norfolk
Para terminar, nos van a permitir copiar parte de un paper que publicamos hace años (ver infra la ref.) A pesar de la auto-cita, creemos útil detallar cómo Wagina puede darse por satisfecha porque no ha caído en la infame utilización de las islas del Pacífico –cf. supra Manus y Nauru- como prisiones o campos de concentración. El ejemplo estudiado parte del caso de amotinamiento quizá más famoso:
En 1977, 24 isleños de Norfolk formaron la Society of Pitcairn Descendants. Todos ellos eran descendientes de aquellas tahitianas que, con los británicos amotinados de la HMS Bounty, llegaron a la isla de Pitcairn el 23.I.1790 escapando de la horca en un islote no cartografiado.
Una muestra de la arbitrariedad de la justicia metropolitana es que, en 1825, uno de los cabecillas del motín, Adams, obtuvo el perdón real -suponemos que el expediente de indulto olvidó el asesinato por degollamiento de los seis varones tahitianos que Adams perpetró unido a tres sobrevivientes ingleses-. Desde ese momento, los pitcairianos pasaron a tener contactos regulares con el mundo exterior. En 1831, la comunidad entera fué deportada a Tahiti, oficialmente por temor a que la exigüidad de Pitcairn -menos de 3 kms2- impidiera su crecimiento. Pero en Tahiti fueron víctimas de numerosas epidemias por lo que, al poco, decidieron volver a Pitcairn.
En 1856, año de la deportación de Pitcairn a Norfolk, habitaban Pitcairn 193 personas. Es decir, que disponían de 1,5 Has. per capita… dada la fertilidad de la isla y olvidándonos de los recursos marinos, aún no se había llegado a la saturación de su capacidad de carga. Por ello -y por sentido común-, podemos suponer que la deportación no fue demasiado voluntaria.
Al igual que a los I-Kiribati o waginianos, les habían prometido el oro y el moro. Pero sólo 18 días después de su llegada a Norfolk, un capitán leyó a la asamblea de pitcairianos-neonorfolkianos la nueva cartilla de obligaciones: nada de títulos libres de propiedad de la tierra pues todos debían ser concedidos y registrados, archivados y permitidos, por la Corona. En los cuarenta años siguientes, los neonorfolkianos sólo consiguieron la titularidad de un cuarto de la tierra disponible. Pero sí construyeron las primeras prisiones y patíbulos.
El entonces Gobernador de New South Wales, Sir William Denison, se maravillaba de la idiosincrasia pitcairiana. Los informes que recibía le proporcionaban “a most wonderful account of their simplicity, single-mindedness, &c”. Ello le animaba a continuar audaz y caprichosamente el primer Experimento: “We are going to put them on an island provided with cattle, which they have never seen, sheep, of which they know not the use, machinery, such as mills, &c, of the application of which they can have no conception. It would be a curious and interesting occupation to watch the development of their ideas under these very novel circumstances”. Tan vanguardista Gobernador era incluso consciente de las amenazas de lo que hoy llamaríamos aculturación: “I am affraid that their simplicity will wear away fast under the operation of the new influences brought to bear upon them”. Frente a ellas, su postura no podía ser más radical: “I have, however, done my best to isolate them”
Por lo tanto, podemos considerar a Denison como pionero de las deportaciones ‘científicas’. Y ello por motivos tanto de método como de objetivo: porque trasladó meditada e íntegramente (lock, stock and barrel) a los pitcairianos y porque su intención declarada era continuar la ‘observación eugenésica’ –hoy, ingeniería genética. Si los deportados nubios habían erigido las pirámides de Egipto y los mitimaes en el Inkario les habían imitado con gloria, Denison planeó superarlos. El capital-semilla estuvo anclado en las prisiones.
[cf. Pérez. 1997. “Experimentos sobre la pequeñez de lo nacido: los indígenas de Norfolk versus el Estado australiano”; en Revista Española del Pacífico, nº 7, año VII; pp. 53-64; Madrid [También publicado en: págs. 10-24, en Casa Tomada, noviembre 1998, año 3, nº 8; Rosario, (Argentina)]
Las cárceles de Norfolk eran tan inhumanas como podemos suponer. Hasta que llegó a dirigirlas el capitán Maconochie. Gracias a un libro que alterna las voces de los presos con la voz del susodicho capitán, sabemos que un recluso narraba en primera persona que “Estuve a punto de escapar. Las celdas de madera y los candados de hierro no eran obstáculos”. Pero “where to go once at large? Escape on the island seemed absurd; escape from the island would require months, perhaps years of difficult planning… a ship to be seized or built and hidden…” Imposible. Y escribe el Nuevo director: “He ordenado que cese el trabajo encadenado… y mejoraré el castigo a pan y agua… Habrá menos azotamientos, menos confinamientos en solitario, menos cadenas y menos horcas”. Poco después, en 1855, se cerraron las mazmorras de Norfolk y los cautivos fueron transferidos a Tasmania. El humanitarismo penitenciario salía demasiado caro. Y un año más tarde, llegaron los pitcairnianos.
[cf. Norval Morris. 2002. Maconochie’s gentlemen : the story of Norfolk Island & the roots of modern prison reform. Oxford univ., Studies in crime and public policy. ISBN 0-19-514607-7]
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