El imposible pacto entre el lobo y el cordero
Post Festum, podemos decir: el documento final de la Río+20 presenta un generoso menú de sugerencias y propuestas sin ninguna obligatoriedad con una dosis de buena voluntad conmovedora, pero con una ingenuidad analítica espantosa, diría que hasta lamentable. No es una brújula que apunta hacia «el futuro que queremos», sino en dirección a un abismo.
Tal fallido resultado se debe a la creencia casi religiosa de que la solución a la actual crisis sistémica se encuentra en el veneno que la produjo: en la economía. No se trata de la economía en un sentido transcendental, es decir, como aquella instancia -poco importan los modos- que garantiza las bases materiales de la vida, sino de la economía categorial, la realmente existente, la que en los últimos tiempos, ha dado un golpe a todas las otras instancias (a la política, a la cultura y a la ética) y se ha instalado, soberana, como el único motor que hace andar a la sociedad. Es la «Gran Transformación» que ya en 1944 el economista húngaro-norteamericano Karl Polanyi denunciaba enérgicamente. Este tipo de economía cubre todos los espacios de la vida, se propone acumular riqueza a más no poder, sacando de todos los ecosistemas, hasta agotarlos, todo lo que sea comercializable y consumible, rigiéndose por la más feroz competitividad. Esta lógica ha desequilibrado todas las relaciones con la Tierra y entre los seres humanos.
Frente a este caos, Ban Ki Moon, Secretario General de las Naciones Unidas no se cansa de repetir en la apertura de las Conferencias: estamos ante de las últimas oportunidades de salvarnos que tenemos. En 2011 en Davos declaró enfáticamente ante los «señores del dinero y de la guerra económica»: «El actual modelo económico mundial es un pacto de suicidio global». Albert Jacquard, conocido genetista francés, tituló así uno de sus últimos libros: ¿Ha empezado la cuenta atrás? (2009). Los que deciden no prestan la más mínima atención a las alertas de la comunidad científica mundial. Nunca se vio tamaño distanciamiento entre ciencia y política ni tampoco entre ética y economía como actualmente. Esto me remite al comentario cínico de Napoleón después de la batalla de Eylau al ver miles de soldados muertos sobre la nieve: «Una noche de París compensará todo esto». Ellos siguen recitando el credo: un poco más de lo mismo, de economía, y saldremos de la crisis. ¿Es posible el pacto entre el cordero (ecología) y el lobo (economía)? Todo indica que es imposible.
Pueden añadírsele los adjetivos que se quiera a este tipo de economía vigente: sostenible, verde… y otros, que no le cambiarán su naturaleza. Imaginan que limar los dientes al lobo le quita la ferocidad, cuando ésta reside no en los dientes sino en su naturaleza. La naturaleza de esta economía es querer crecer siempre, aun a costa de la devastación del sistema-naturaleza y del sistema-vida. No crecer sería dictar la propia muerte.
Pero sucede que la Tierra ya no aguanta más este asalto sistemático a sus bienes y servicios. Añádase a esto, la injusticia social, tan grave como la injusticia ecológica. Un rico medio consume 16 veces más que un pobre medio. Y un africano tiene treinta años menos de expectativa de vida que un europeo (Jaquard, 28).
Frente a tales crímenes ¿cómo no indignarse y no exigir un cambio de rumbo? La Carta de la Tierra nos ofrece una dirección segura: «Como nunca antes en la historia, el destino común nos convoca a buscar un nuevo comienzo, que requiere un cambio de mente y de corazón, un nuevo sentido de interdependencia global y de responsabilidad universal… para alcanzar un modo sostenible de vida a nivel local, regional y global» (final). Cambiar la mente implica una mirada nueva sobre la Tierra, no como un «mundo-máquina» sino como un organismo vivo, la Tierra-madre a quien se le debe respeto y cuidado.
Cambiar el corazón significa superar la dictadura de la razón científico-técnica y recuperar la razón sensible en la que reside el sentimiento profundo, la pasión por el cambio y el amor y el respeto a todo lo que existe y vive. En lugar de la competencia, vivir la interdependencia global, otro nombre para la cooperación; y en lugar de la indiferencia, la responsabilidad universal, o sea, la decisión de enfrentar juntos el peligro global.
Valen las palabras del Nazareno: «Si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13,5).