El largo camino a casa en el norte de Gaza

Por Ahmed Abu Artema*
En la mañana del lunes 27 de enero de 2025, no pude evitar unirme a los cientos de miles de palestinos desplazados que regresaban a sus destruidos hogares en el norte de Gaza…
Yo no tengo casa allí. Mi hogar, antaño en el sur de la Franja de Gaza, fue destruido. Pero fue la sensación de desafío y el deseo de formar parte del espíritu colectivo lo que me conmovió.
Antes de la guerra, viajar a la ciudad de Gaza era un viaje rutinario y sin complicaciones.
Me desplazaba allí por trabajo casi a diario, y el trayecto no duraba más de media hora. La última vez que fui fue el jueves 5 de octubre de 2023.
Pero la reapertura de la carretera, que había estado cerrada y bloqueada durante tanto tiempo, presentaba nuevos retos.
Salí de la zona de Mawasi, en Jan Yunis, y me dirigí al punto más cercano de la calle Al-Rashid, que lleva a la ciudad de Gaza. Encontrar transporte se convirtió en otro reto complejo.
Caminé durante más de una hora, intentando hacer señas a cualquier vehículo que pasara, pero fue en vano. El número de personas agolpadas en las calles superaba con creces la capacidad de cualquier transporte disponible.
A pesar de mis esfuerzos, no pude encontrar ningún transporte y continué a pie hasta llegar a las afueras de Deir al-Balah.
Transporte improvisado
Se recomienda precaución al utilizar el término «medios de transporte».
No son los vehículos seguros que conocíamos antes de la guerra, que ha destruido miles de vehículos, junto con todo lo demás.
Antes de la guerra, viajar a la ciudad de Gaza era un viaje rutinario y sin complicaciones. La última vez que me desplacé allí fue el jueves 5 de octubre de 2023.
Como la necesidad es la madre de la invención, la gente se ha visto obligada a rehabilitar todo lo que podía rescatar de los escombros.
No sorprende, pues, ver extrañas estructuras metálicas vagando por las calles. Son los restos de coches destruidos pero reparados posteriormente por sus dueños, que sustituyeron motores o armazones metálicos construidos a toda prisa para transportar pasajeros.
También es posible encontrar un pequeño coche remolcando uno o dos carros -generalmente tirados por burros- o una motocicleta con una caja de madera o metal acoplada para transportar pasajeros. También puede encontrarse con un camión, utilizado originalmente para el transporte de mercancías, que ahora transporta a cientos de pasajeros, ya sea en su interior o colgados de los laterales.
En circunstancias normales, la gente no habría aceptado medios de transporte tan incómodos y peligrosos. Sin embargo, oponerse ahora es un lujo, ya que sencillamente no hay alternativa.
Después de caminar durante más de una hora y saludar a todo lo que pasaba, vi un coche que remolcaba un carro. Un niño montado en el capó del coche gritó: «Ven y monta con nosotros. Rápido».

Al mirar a los pasajeros hacinados en el interior, respondí: «No veo sitio dentro». Él me contestó: «Ven y monta a mi lado en el capó».
Era una oferta insólita. Nunca me había subido al capó de un coche. Acepté rápidamente, sabiendo que no había otra alternativa. Si lo hubiera rechazado, probablemente habría tenido que recorrer a pie toda la distancia.
Normalmente, esta parte del coche me resultaría aterradora e insegura. No hay protección, la superficie es resbaladiza y no hay asideros a los que agarrarse mientras el coche está en movimiento. Nunca se diseñó para que la gente viajara en ella.
Sin embargo, lo que me dio una sensación de relativa seguridad fue el hecho de que el coche avanzaba despacio debido al intenso tráfico y a que las carreteras habían sido arrasadas.
El coche no podía ir más rápido que una persona caminando. A pesar de la incomodidad, sentí una extraña alegría al experimentar esta nueva aventura: montar en capó.
El ritmo lento permitía a los pasajeros y a los vendedores ambulantes de ambos lados de la carretera regatear sin necesidad de que los vehículos se detuvieran.
Por ejemplo, se entabló una conversación entre el chico que iba sentado a mi lado y un joven que caminaba junto a nosotros llevando dos perros con correa. El chico preguntó: «¿Me venderías ese perrito por cien dólares?», a lo que el joven respondió: «No quiero venderlo, ni siquiera por mil dólares».
Todavía divertido, me uní a la broma. Le pregunté al dueño del perro: «¿Qué te parece si me lo vendes por 10 shekels (unos 3 dólares)?». Respondió amablemente: «Quédese con su dinero».
Dimos por terminada la conversación y continuamos nuestro extraño viaje.
Luchas interminables
El coche llegó al cruce de az-Zawayda, a unos 10 km de la ciudad de Gaza. El atasco había empeorado hasta el punto de que los vehículos estaban completamente parados.
«La carretera está cerrada. Os dejo aquí», dijo el conductor. Los pasajeros se apearon. De su discusión deduje que el conductor les había cobrado un precio elevado por llevarles a un destino concreto.
Cuando les dejó allí, exigieron un descuento, alegando que no habían llegado a la parada prevista. El conductor insistió en que la carretera estaba cerrada, mientras que la familia argumentó que no les había dejado en el lugar acordado.
Me compadecí de la familia. Le dije al conductor: «Debería haber sido sincero con los pasajeros desde el principio. Sabía que la carretera iba a estar cerrada. ¿Por qué no se lo explicó?».
Yo era el menos agobiado de todos. La mayoría de la gente volvía a sus casas, o a lo que quedaba de ellas. Llevaban niños y pertenencias, mientras que yo caminaba solo con nada más que una pequeña botella de agua y mi cartera.

Era un espectáculo desgarrador: ancianos, niños, enfermos, mujeres y hombres cargados con sus pertenencias, todos caminando lentamente. La multitud se extendía interminablemente en la distancia. Por el camino, la gente se sentaba cuando se sentía agotaba.
No había carreteras ni aceras. La gente buscaba cualquier piedra en la que sentarse o se tumbaba en la arena y el barro.
Testigos de la devastación
La carretera de Al-Rashid, en Sheij Ijleen, estuvo antaño flanqueada por viñedos. Las uvas eran una característica distintiva de la zona, y la cosecha llegaba incluso a los mercados extranjeros.
Un joven que caminaba a mi lado me preguntó: «¿Dónde han ido a parar todos los viñedos?». «Los han arrasado», le respondí. Sólo quedaban ruinas.
Las torres de viviendas y los edificios habían sido destruidos. El ejército israelí había arrasado con todo, sin dejar más que destrucción total y escombros.
Cuanto más caminaban, más agotada parecía la gente.
Vi a una anciana tendida sobre una manta en medio de la carretera, incapaz de continuar. No había encontrado ningún vehículo que la llevara. Vi a un hombre mayor que llevaba una bombona de gas y que, agotado, la arrojó delante de él y la dejó rodar.
Vi a otro hombre que había perdido una pierna, que se apoyaba en una muleta de madera mientras llevaba una bolsa en la cabeza caminando con la multitud.
Vi a una mujer joven que caminaba sola. Al principio de la guerra, se había desplazado con su marido y sus dos hijos. Pero toda su familia murió en una incursión israelí en el sur.
Ahora regresaba sola para reunirse con sus padres. Lloró amargamente durante todo el camino, rogando a Dios que quemara los corazones de quienes habían destrozado el suyo con la pérdida de sus hijos y su marido.
Vi a miles de mujeres cargando pesadas bolsas mientras sus hijos se aferraban a sus ropas. El cansancio y el polvo cubrían sus rostros mientras caminaban. Tenían los ojos humedecidos por las lágrimas mientras luchaban por el abrupto terreno, agobiadas por el peso. Pero no tenían otra opción.
Vi a madres sentadas a lo largo del camino, amamantando a sus hijos. Vi a cientos de familias tumbadas en la arena, esperando recuperar fuerzas tras un breve descanso.
Vi a niños llorando de agotamiento. Oí a una madre decirle a su hijo: «¿Estás cansado de caminar, mi amor? Sé que estás agotado. Yo te llevaré». Decía esto mientras llevaba dos pesadas bolsas. A su lado, su marido llevaba cuatro.
El largo camino
Vi a una niña de pie entre la multitud, mirando a su alrededor, llorando y llevando una pesada bolsa.
Le pregunté qué le había pasado y me explicó que se había separado de su familia mientras caminaba. Le quité la bolsa y le dije: «Caminaré contigo hasta que los encuentres».
Proseguimos más de medio kilómetro antes de que ella señalara al frente y dijera: «Ese es mi tío, y a su lado está mi madre».
Llevar la bolsa de la niña me agotó rápidamente, y no paraba de cambiármela de un hombro a otro. Al cabo de medio kilómetro, me preguntaba cómo había podido llevarla durante tanto tiempo aquella joven tan frágil.
La compasión surge siempre en tiempos de penuria.
Vi a un joven que llevaba a su padre a la espalda mientras recorrían el largo camino. Vi a dos jóvenes sosteniendo a una anciana que podría haber sido su madre o su abuela.
Caminaban despacio, agobiados por el cansancio en cada paso. La mujer mostraba claros signos de agotamiento. Uno de ellos le dijo al otro: «Déjala descansar un momento».
Por el camino, oí gritos pidiendo agua.
Niños, chicas jóvenes y hombres miraban a su alrededor, pidiendo un poco de agua. La energía que la gente tenía al principio del día se desvanecía rápidamente, como un coche que se queda sin combustible. Sus pasos se ralentizaban, cada vez más pesados.

La gente empezó a desplomarse en el suelo. El camino parecía interminable. Los rostros se volvían pálidos y cansados por el agotamiento, y vi a niñas llorando impotentes.
La mayoría de esas personas nunca habían pasado por semejantes penurias. Estoy seguro de que estas mujeres nunca imaginaron que podrían soportar circunstancias tan inimaginables. Vi a una mujer que llevaba dos bombonas de gas de seis kilos cada una, una en la mano derecha y la otra en la izquierda.
El camino era yermo y estaba destruido, lleno de profundos baches abiertos por los buldóceres. Evitar que los niños cayeran en estos agujeros se sumó a los muchos retos de este largo viaje.
Secuelas y regreso
La calle Al-Rashid, antaño símbolo de la belleza de Gaza, había sido destruida y arrasada por el ejército israelí.
Los medios de comunicación sionistas publicaron dos fotografías de esta calle -una antes de la invasión y otra después- celebrando alegremente la destrucción. ¿Qué otra cosa puede esperarse de un Estado que libra una guerra alimentada por el odio, la venganza y la satisfacción maliciosa?
Mientras avanzaba por la zona, vi a una multitud reunida en torno a un lugar concreto. Acababan de descubrir un cadáver en descomposición o quizás algunos huesos.
Las autoridades médicas creen que bajo los escombros y la arena aún pueden yacer cientos de cuerpos descompuestos, ya que esta ruta había estado vedada a los equipos médicos durante los meses de guerra.
El regreso de la gente podría haber sido más fácil si el ejército israelí hubiera permitido a los residentes regresar en vehículo o incluso en carros tirados por animales.
Esto habría ahorrado mucho sufrimiento a los enfermos, ancianos, mujeres y niños.
Sin embargo, Israel ha seguido la política de infligir la máxima angustia posible, con el objetivo de extinguir la alegría inherente del pueblo palestino. Sigue negándoles incluso las comodidades más insignificantes, asegurándose de que nunca crean que su voluntad ha triunfado sobre sus ocupantes.
Hacia el final de la carretera, un coche con altavoces entonaba canciones nacionales. Banderas verdes y negras ondeaban para celebrar la victoria y la firmeza.
Luego vi algunos camiones que distribuían agua potable mientras voluntarios de organizaciones benéficas locales repartían comidas, felicitando a los retornados por su llegada sana y salva.
Ese día caminé como nunca antes lo había hecho: unos 15 km sin parar. Entré en la ciudad de Gaza, un sueño largamente acariciado durante los días de guerra, ahora hecho realidad.
Miré a mi alrededor, intentando familiarizarme con lo que quedaba de las calles y los edificios. Al principio, no podía reconocerlos debido a la destrucción. Pero a medida que me adentraba en la ciudad, empecé a distinguir algunos rasgos familiares.
La destrucción era generalizada, aunque no tan catastrófica como en Rafah, adonde había regresado una semana antes.
Cada vez que mi mirada se posaba en un edificio que había sobrevivido, mi corazón se hinchaba de alegría. Estas estructuras supervivientes son todo lo que queda de esperanza de que la vida en Gaza aún no ha llegado a su fin.
Las estadísticas revelan la espantosa magnitud de la destrucción, y los expertos predicen que se tardará décadas en reconstruir. Esta realidad pesa mucho en nuestros corazones, pero incluso en medio de ella, hay alegría al ver que la vida ha resistido.
Encontrar refugio
Agotado, sabía que ya no era posible regresar al sur ese mismo día. Sin embargo, no tenía dónde quedarme en la ciudad de Gaza.
La casa de mi hermana había sido destruida, al igual que su otra casa en Rafah. Intenté recordar los nombres de amigos, con la esperanza de que alguno me ofreciera un lugar para pasar la noche.
Sin embargo, todos los que recordaba habían muerto o se habían desplazado al sur. Finalmente, conseguí ponerme en contacto con un amigo y me reuní con él en el hospital donde trabajaba.

Al entrar en el hospital, me froté los ojos ante la visión, una escena que me recordaba a la vida antes de la guerra: tranquilidad, iluminación adecuada y una ventanilla.
Le dije: «Si pudieras entender lo que esta simple escena me hace sentir en el corazón. Anhelamos volver a la vida normal, una vida que casi hemos olvidado bajo la presión de enfrentarnos al genocidio».
Mi amigo me llevó a un apartamento que se había salvado de los bombardeos, donde podría pasar la noche.
En Gaza, describir cualquier edificio como «a salvo de los bombardeos» significa que puede haber sufrido la demolición de algunas paredes, la rotura de ventanas y la destrucción del mobiliario de su interior.
Tal era el estado del piso donde pasé la noche. Una de sus paredes había sido derribada, y todas sus ventanas y muebles estaban destruidos.
Naturalmente, no había ni electricidad ni agua; estas redes habían sido completamente destruidas. A pesar de todo, seguía siendo una opción de lujo, teniendo en cuenta las terribles condiciones de Gaza. Bastaba con tener un techo, un colchón y una manta.
Dormí mi primera noche en la ciudad de Gaza. Sentí un profundo consuelo al saber que cientos de miles de personas habían conseguido por fin regresar a ella, una ciudad que Israel se había empeñado en despoblar durante toda la guerra.
La población sigue enfrentándose a grandes retos: escasez de alimentos, colapso de los servicios esenciales y destrucción de viviendas. Pero no está de más tomarse un momento de alegría para reconocer que se había roto una de las líneas rojas de Israel.
Mi sensación de consuelo se enredó con mi agotamiento, y pronto caí en un profundo sueño.
A medianoche, me despertó el zumbido incesante de un avión no tripulado, una presencia constante en el cielo de Gaza. Es un recordatorio de que la vida bajo la ocupación es implacablemente perturbadora. El sonido me inquietó, pero al final volví a dormirme.
Por la mañana, los rayos del sol penetraban en la habitación y parecían abrazarme. Me sentí vivo y cálido, como si la luz de la mañana hubiera reavivado una chispa de esperanza en mi interior, devolviendo la vida a mi alma cansada y apesadumbrada.
* Nota original: The long walk home to northern Gaza.
Ahmed Abu Artema es un escritor y activista palestino. Es el fundador e iniciador de la Gran Marcha del Retorno en Gaza. Nacido en Rafah en 1984, Abu Artema es un refugiado de la aldea de Al Ramla. Ha escrito cientos de artículos en sitios web árabes e internacionales. Ha viajado por Estados Unidos y Europa para hablar sobre el derecho al retorno de los palestinos.
– Traducido por Sinfo Fernández en Voces del Mundo.
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