El Plan B que oculta la Ley de Seguridad Ciudadana
Hay victorias holgadas que pueden incubar pírricas derrotas. Todo depende de si los derechos han sido conquistados desde abajo o, por el contrario, otorgados desde arriba. Sobre la Ley de Seguridad Ciudadana planea ese conflicto.
Impedir que vea la luz es un imperativo ético que implica a toda la sociedad. Pero la iniciativa compete directamente al 15-M, cuyo desmantelamiento es el propósito inconfesable de la totalitaria norma. El riesgo, sin embargo, radica en que las mismas organizaciones institucionales que trajeron el austericidio pretendan abanderar en exclusiva su refutación para reinventarse políticamente. De suceder esto, como el Cid después de muerto, la aborrecida ley habría alcanzado sus últimos objetivos militares: acabar con las raíces de la protesta.
Los tahúres de la política, y los dirigentes gubernamentales, los parlamentarios y los líderes de partidos lo son por elevación, no suelen enseñar todas las cartas del juego que se traen entre manos. Y cuando se ven obligados a mostrarlas, siempre se guardan un comodín en la manga. No hay propuesta política de calado que no valla precedida de un globo sonda para pulsar la opinión de la ciudadanía. Ni existe proyecto estructural que no contenga un Plan B para usarlo como alternativa en caso de que el inicial, el visible mondo y lirondo, fracase. Bien porque al ponerlo en marcha se busquen efectos no declarados, o bien porque se incite el éxito por meandros y carambolas a varias bandas. Alfonso Guerra, en su etapa de referente de los “descamisados”, hizo época al calificar al presidente Adolfo Suarez de “tahúr del Misisipi”, tal era la habilidad en la política y en el mus del ex jefe del partido único franquista.
No hay oferta contractual o propuesta política que no incluya en sus adentros un Plan B de emergencia. Al menos no en asuntos de gran importancia. Hasta el punto de que si alguno no lo incorpora podemos estar seguros de que el tema no tiene demasiada trascendencia. Como un estudio de viabilidad que no lleve anexa su memoria económica. Estamos hartos de verlo, por ejemplo, en los conflictos laborales. Lo que pasa es que no se revela a las primeras de cambio. Cuando una empresa plantea un ERE a los miembros de un comité de empresa, puede darse por hecho que está escenificando condiciones mucho más leoninas que las que en realidad lleva como oferta final. De esta forma, a la patronal siempre le queda margen para rebajar su oferta al óptimo buscado y venderlo como si se tratara de una hazaña de trabajadores y directivos. Y todos contentos.
En el anteproyecto de Ley de Seguridad Ciudadana (LSC), que el Consejo de Ministros acaba de dar el visto bueno para su recorrido parlamentario, una norma que de concretarse en sus actuales perfiles supone el fin del Estado de derecho y el inicio de otro policial, existe también un Plan B oculto. Pero antes de intentar describirlo, convendría detenernos un momento en el contexto en que ha surgido esa disposición, propia de regímenes autoritarios y dictaduras, que pretende sancionar hasta el pensamiento. Está meridianamente claro que la LSC nace para reprimir al 15-M, entendiendo por tal todos los movimientos del activismo social que se rebelan contra el actual statu quo y sus políticas austericidas, incluidas plataformas, mareas, sindicalismo alternativo, colectivos ciudadanos, etc. En ese sentido, contra lo que pudiera parecer a simple vista, la medida revela la extrema debilidad del gobierno y por ende del sistema. La oligarquía dominante es consciente, como señalan continuamente las encuestas más serias, que el movimiento de los indignados le “hace pupa”, y que no se puede permitir la sangría de credibilidad que ello supone cuando además se enfrenta a un largo y azaroso periodo electoral.
Así, esta ley mordaza llega después de una campaña de hostigamiento contra algunos de los iconos del activismo social que han secundado al 15-M desde su irrupción hace ya más de dos años, con la aviesa intención de tumbarlo mediante una especie de “apagón total”. Hablamos de los extraños ataques cibernéticos sufridos hace semanas por muchas web antisistema desde los cuatro puntos cardinales de la globosfera, y de la no menos curiosa aparición de grupos violentos (el Comando Mateo Morral o el asalto a una asociación integrista en la Facultad de Derecho de la Complutense), que tratan enturbiar la percepción de resuelta rebeldía democrática que la opinión pública tiene del 15-M y afluentes. (Stop Desahucios, 25-S, etc.). Es un sucedáneo de la estrategia de la tensión que se aplicó con éxito en la Transición para evitar la ruptura democrática con el franquismo.
Y luego tenemos una sutil incongruencia: ¿cómo es posible que el gobierno del Partido Popular se haya embarcado en aprobar una ley tan bárbara que nadie entre las asociaciones de jueces y fiscales apoya y que incluso cuenta con el rechazo de buena parte de los medios de comunicación? ¿En qué cabeza cabe a estas alturas de la película, cuando hablan de brotes verdes, poner encima de la mesa un obús legislativo que supone una auténtica arma de destrucción electoral? Son fachas, ¿pero tan tontos? Ni la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), ni la Francisco Vitoria (FV), ambas conservadoras, ni la Unión Progresistas de Fiscales UPF), ni Jueces para la Democracia (JD), dan un duro por la totalitaria ley. Y por mucho que el aznarismo y sus halcones hayan vuelto al PP, igual que el PSOE sobre sus pasos, no salen las cuentas. La LSC establece un antes y un después entre las medidas antisociales perpetradas al alimón por los gobiernos de Zapatero y de Rajoy a instancias de la troika. Con ella en marcha, ya no hay equivalencias en el duopolio sino distancias. Con la ley mordaza el PP supera en venalidad al PSOE y encima se convierte en la mejor baza que podía encontrar la oposición para batir a Génova 13 por toda la escuadra, contando con el apoyo de buena parte de la opinión pública. Una jugada fatal de la derecha (por supuesto, acorde con su ADN más rancio) que volvería a dar la oportunidad a la sedicente izquierda para recuperar la confianza perdida y ponerse el frente la manifestación. Como ya barruntaba la “manifestación unitaria” de la izquierda política y sindical del pasado 23 de noviembre en Madrid, jaleada como la mayor habida ese día por los media, a costa de ignorar totalmente la del 15-M. que fue la realmente mayoritaria.
Por eso el Plan B. El sistema cae solo si caen los dos partidos dinásticos hegemónicos, PP y PSOE. Nunca si es uno de ellos el que declina. De ahí la alternancia y no la alternativa. Por eso, salvo el corto periodo de UCD, los restantes 33 años de eficaz y excluyente bipartidismo han sido una carrera de relevos entre el PP y el PSOE o entre el PSOE y el PP. Cambiar algo para que todo siga igual. Ahora mismo, con esa escenificación política a cara de perro entre gobierno y oposición, derecha y sedicente izquierda, PP y PSOE no dejan de cohabitar en temas esenciales para la estabilidad del régimen. Votan igual contra el derecho a decidir; actúan de consuno en el reparto del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), como ya hicieron con el Tribunal Constitucional; convergen en la bondad de la “doctrina Parot”; apoyan la limitación de la Justicia Universal; etc., etc., etc. Por no hablar de cómo uno y otro han sido agentes indispensables para aplicación de las medidas dictadas por la troika (FMI, CE, BCE) para salvar al capital financiero español a cargo del contribuyente y de los trabajadores. Y si quedara alguna duda, tanto en las resoluciones de la reciente Conferencia Política como en la Congreso de la federación andaluza, la cúpula del PSOE ha ratificado como “necesarias” las políticas antisociales del gobierno de Rodríguez Zapatero, al tiempo que celebraban su liderazgo como estadista socialista.
No carece de significado que en un país cultural e ideológicamente conservador (el dichoso franquismo sociológico), el socialismo haya ocupado el poder el doble de años que la derecha. Periodo en el que, al margen de una indudable ola modernizadora (caracterizada por costosas inversiones en infraestructuras y meritorios avances en los ámbitos civil y social, como la reforma de la Ley del Aborto, el matrimonio igualitario, sanidad y educación), se colocaron los pilares para que España pasara a ser una pieza clave en el marco del neoliberalismo y del atlantismo. Incluso al contraluz de episodios que deben ser analizados como concesiones a las castas dominantes, como los privilegios a la Iglesia de la cruzada, el uso del terrorismo de Estado para frenar el independentismo vasco o la doma del sindicalismo de clase (se comprobó en la defenestración del líder histórico de UGT, Nicolás Redondo, estallándole el caso PSV por su “deslealtad” al felipismo reinante). Por eso, ahora causa risa y bochorno por su cínico oportunismo oír que Rubalcaba “exige a Rajoy que rompa relaciones con la Santa Sede”, cuando el ejecutivo de Zapatero, del que el actual secretario general socialista era vicepresidente, aparcó sine die su prometida Ley de Libertad Religiosa.
Hasta una persona tan moderada como el socialista Ignacio Sotelo acaba de escribir (A qué llamamos franquismo. El País, 30 de noviembre) lo siguiente: “La llegada del PSOE al poder, en vez de ampliar, refuerza el tipo de democracia harto restrictiva de la Transición. Así como en lo económico se aparta de los principios básicos de la socialdemocracia (papel del Estado en las políticas de empleo y de igualdad) y rompe con la unidad de acción de partido y sindicato (movimiento obrero); en lo político, repudia cualquier forma de participación social, empeñado en desmontar los movimientos vecinales y asociaciones de base, con lo que la democracia queda constreñida en su forma más escuálida de votar en los plazos previstos aplicando sin cambio sustantivo, para mayor inri, la impresentable ley electoral heredada. Los resultados están a la vista”.
Con esas credenciales y la garantía de no tocar el statu quo, no choca que la oligarquía económica y los poderes fácticos confíen en la sedicente izquierda para salvar situaciones de emergencia. Conocen bien que la derecha española en el poder siempre remata en opera bufa y acaba suscitando un rechazo tan generalizado que hace prácticamente imposible su tutelaje social. La frase “contra el franquismo luchábamos mejor” no solo refleja una realidad sociológica sino que remite, a la viceversa, al hecho histórico de que los “gobiernos rojos” son los que más desmovilización ciudadana procuran. Por eso, si desde arriba ven peligrar sus intereses fundamentales, no sería extraño que active un Plan B de lucha denodada contra la Ley de Seguridad Ciudadana que sirva para re-legitimar al PSOE y tumbar al incapaz gobierno del PP (Ferraz acaba de crear a tal fin un Consejo Federal de Derechos y Libertades).
No sería la primera vez en que al PSOE se le aparece la Virgen de los Peligros, siendo catapultado milagrosamente al poder por sucesos extraordinarios. Felipe González logró la mayoría absoluta en 1982 al rebañar votos de millones de ciudadanos acojonados por el estruendo del golpe de Estado del 23-F. Y José Luis Rodríguez Zapatero fue aupado a La Moncloa en el 2004 por el síndrome del 11-M. Aunque eso no impidió que la “marca España” siguiera fiel a la hoja de ruta de la Transición que señala Sotelo. Ay, esa provechosa proyección de encuestas de Metroscopia, que aparecía en El País el domingo 1 de diciembre, para alumbrar que el maltrecho PSOE aún puede ser partido de gobierno en las lejanas generales. La misma especie que aireaba el sondeo de la revista Sistema, órgano del guerrismo, en vísperas de la Conferencia Política socialdemócrata.
Sin embargo, hoy nada indica que deba ser igual. Por primera vez existe una fuerza social autónoma, al margen de las direcciones de los partidos y los sindicatos institucionales, comprometida con el cambio en profundidad en la ruptura democrática y la apertura de un proceso constituyente, que goza de un gran arraigo social y experiencia en la lucha proactiva. Y aunque los partidos de la oposición tienen el deber inexcusable de hacer todo lo posible para impedir que la Ley de Seguridad Ciudadana alcance el BOE en cumplimiento de sus atribuciones, corresponde a los movimientos sociales la misión de derogarla in nasciturus y trascenderla. Es el pueblo que ha sufrido las agresiones del sistema quien debe llevar en todo momento la iniciativa en ese combate desigual por un mundo mejor. Con la suprema legitimidad que le da ser la diana de esa ley parafascista, y la serena inteligencia de evitar verse envuelto por ningún “fuego amigo” sobrevenido. Vamos despacio porque vamos lejos.