El poder de las cosas sobre las personas
Juan Gabalaui*. LQS. Febrero 2020
La lógica del sistema permite convertir los espacios de reunión y de asociación en espacios dirigidos al gasto y al consumo para una mayoría y al lucro para una minoría
Hace años si preguntabas a alumnas de Hong Kong qué les gustaba hacer en su tiempo de ocio, la mayoría contestaba que ir a los centros comerciales. Si miraras al cielo hongkonés verías las pasarelas aéreas que conectan un centro con otro, sin necesidad de pisar la calle. En esos grandes espacios se concentra todo lo que una puede hacer una tarde con sus amigas. Una ciudad construida para consumir y unas residentes obedientes programadas para consumir. Hoy, alguna de ellas, afortunadamente sabe cómo hacer un cóctel molotov o construir una barricada. Hong Kong es un ejemplo del ultracapitalismo pero ya no muy diferente a lo que se vive en cualquier otra ciudad del mundo occidental o en ciudades de países que se denominan comunistas como China. Nuestra vida gira alrededor del consumo.
En el centro de Madrid se inaugurará en unos meses el Complejo Canalejas. Si se hubiera preguntado a las vecinas, ninguna habría defendido que la zona necesitaba 22 viviendas de lujo, un centro comercial con la presencia de 40 prestigiosas firmas de joyería, moda y complementos, y un hotel Four Seasons. No lo hubieran defendido porque no se necesita. Nadie necesita esto salvo los que pretenden enriquecerse con esta operación. El proceso de transformación del centro de Madrid está en marcha desde hace años con la expulsión de las vecinas, que no pueden hacer frente a los precios de los alquileres ni pueden plantearse la compra de una casa, la gentrificación y la turistificación. Los fondos buitres compran edificios que convierten en pisos turísticos y/o en hoteles. Cada edificio que se convierte en un hotel es una herida mortal a la idea de comunidad y de vecindad.
La lógica del sistema permite convertir los espacios de reunión y de asociación en espacios dirigidos al gasto y al consumo para una mayoría y al lucro para una minoría. Las vecinas que conviven se sustituyen por personas que consumen, aunque no tengan mucho que gastar. Cuando se les expulsa a barrios donde pueden acceder a alquileres más baratos, de los cuales serán expulsadas con el tiempo a otros más baratos, ocupan su lugar otras personas que vienen en exclusiva a gastar dinero por lo que el contexto se modifica constantemente para satisfacer sus deseos. El proceso de expulsión forzada no descansa. El contexto continúa modificándose, como en el caso del Complejo Canalejas, para intentar atraer a determinadas consumidoras, normalmente de alto poder adquisitivo, con la consecuencia del alza de precios en la zona que destierra a las vecinas que quedaban y que no pueden adaptarse a los nuevos costes.
La conversión en personas consumidoras no es posible sin que se haya producido un proceso de desvalorización de la persona, de tal manera que las cosas adquieren un valor tan fundamental que sirven para completarnos. La imagen de cientos de personas caminando como autómatas por la calle Preciados de Madrid, rodeadas de luces y atractivos escaparates, es representativa del control que ejerce el sistema sobre nuestra voluntad. Miramos a nuestro alrededor e identificamos necesidades que no necesitamos, pero nos han convencido de que sin ellas no podemos estar. Este proceso ha ido más rápido en las últimas décadas, en paralelo al desarrollo tecnológico. Nos deslumbra la luz que desprenden los objetos que podemos poseer y los utilizamos como signo de reputación. Nos hacen ser mejor de lo que somos. O eso nos han hecho creer.
Algunos economistas afirman que uno de los efectos positivos que puede tener la subida del salario mínimo interprofesional (SMI) es que incentive el consumo. Pero cuando conectamos el consumo con la despersonalización y el automatismo, difícilmente se puede encontrar algún aspecto positivo en el acto de gastar de forma compulsiva. No podemos obviar que nuestra forma de consumir es compulsiva desde el mismo momento en que sentimos un impulso incontenible hacia la posesión de cosas provistas de un atractivo construido. Y si no podemos contener ese impulso, hay otras fuerzas que no dominamos y, por lo tanto, nos controlan. El primer paso es ser conscientes de este hecho, el segundo es identificar las formas en que nos inducen a consumir y el tercero es reducirlo a lo estrictamente necesario. Todo esto formando parte del mismo sistema que nos incita y nos reduce al vacío, aburrido, solitario y esclavo Homo Consumens de Erich Fromm.
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* El Kaleidoskopio
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