El rey gorrón, los republicanos borbónicos y la gerontocracia constitucional
La “república independiente de tu casa” no es solo un eslogan comercial de una conocida multinacional que emplea trabajo infantil y vende tartas con defecaciones a sus clientes, desde ahora también podría ser la divisa del duopolio dinástico gobernante que integran PP y PSOE para solaz de la Casa de Borbón y su juego de tronos. Y todo ello en nombre del padre (el rey saliente Juan Carlos I con un aforamiento sobrevenido que ya quisieran los banksters para sus jubilaciones de oro); el hijo (el rey-soldado entrante Felipe VI) y el espíritu santo (la santa compaña franquista a la que ambos deben su parasitaria entronización).
Cuando hace unos meses, Jordi Evole dedicó un episodio especial de su programa “Salvados” a difuminar la responsabilidad del Rey en el 23-F, dramatizando un golpe que nunca existió sobre las huellas del otro realmente existente, algunos líderes políticos aceptaron complacidos participar como extras en el esperpéntico simulacro. Poco tiempo después, esa misma ganadería saltó en tromba contra la pía periodista Pilar Urbano por publicar un libro que insistía en señalar a Juan Carlos como factótum del “tejerazo”, con la excusa de que su autora utilizaba diálogos recreados. Y ahora, ante el espectáculo de una abdicación que supera en teatralidad a ambos episodios juntos, de nuevo los caciques de la Marca España salen al quite para ponderar los beneficios que esa renuncia del Rey presuntamente traerá al país.
La impostura ha sido la verdadera naturaleza del sistema político español canibalizado como monarquía parlamentaria desde su pronunciamiento por el dictador Francisco Franco Bahamonde. Una ilegitimidad de origen y un despotismo de ejercicio que alcanzó su cenit con la reciente votación para ratificar la renuncia a la corona de Juan Carlos I como paso previo para entronizar sin consulta ciudadana al príncipe Felipe como nuevo Jefe del Estado y “caudillo” de las Fuerzas Armadas. De esta forma, los mismos que por tierra, mar y aire el pasado 25 de mayo peroraban contra el diabólico abstencionismo y llamaban a votar en masa en las elecciones europeas como supremo ejercicio de democracia, se confabulaban en el Congreso de los Diputados para negar al pueblo soberano el derecho a decidir en referéndum, según las previsiones del artículo 92 de la C.E., la continuidad de dicha monarquía como modelo de Estado.
Eso que llaman democracia, no lo es, porque han pervertido los principios que fundamentan la demo-cracia como gobierno del pueblo. Se ha pasado del consentimiento de los gobernados (representados) sobre los gobernantes (representantes) a que son los gobernantes quienes consistentes a los gobernados. En la España del duopolio dinástico gobernante eso se traduce en una especie de acordeón con doble acorde: uno que dice “abre la muralla” y “vota pueblo vota”, cuando acudir a las urnas sirve para apuntalar el statu quo, y su revés para pedir “cierra la muralla” y que “te den”, cuando el derecho a decidir puede comprometer los designios de la oligarquía dominante. Con semejante ley del embudo no es raro que 39 años después de la muerte en la cama del dictador, y tras otros 39 de Monarquía del 18 de Julio, los hemofílicos linajes que trenzaron el atado y bien atado sigan impasible el ademán. La consigna es votar para someterse; jamás para emanciparse.
Semejante aberración, aplaudida sin rubor desde todos los medios de comunicación, con el diario El País a la cabeza -convertido ya en el ABC de la monarquía del siglo XXI, y por un puñado de historiadores y constitucionalistas empeñados en dejar su propia muesca en el ranking de la infamia, tiene como eximios copuladores a la derecha conservadora del Partido Popular (PP) y a la sediciente izquierda del llamado Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Escuchar a Alfredo Pérez Rubalcaba regurgitar que el alma del PSOE es socialista pero que por lealtad constitucional respalda a la monarquía (¿por imperativo legal?), es un esperpento de la misma calaña que oír a Felipe González sentenciar que el partido socialista siempre ha sido “accidentalista”, que es una suerte de oportunismo de cuello blanco. Principios los indispensables: gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones. Puestos a decir sandeces podríamos argumentar que la verdadera monarquía democrática fue la visigótica porque sus cargos eran electos.
Si al principio de la transición lo que marcó tendencia borbónica fue la madrugadora y entusiasta aceptación de la monarquía por el Partido Comunista de España (PCE), con redoble de tambores en la firma del Pacto de La Moncloa y presencia de La Pasionaria en el sitial mayor del Congreso constituyente, hoy el mérito de su re-entronización para responder únicamente “ante Dios y ante la historia” pertenece en exclusiva al PSOE, partido en donde, igual que ocurriera con las huestes de Santiago Carrillo, nadie osa cuestionar la obediencia debida. Quien se mueve ni sale en la foto ni se menciona en la orla del político aplicado.
Queda por ver si, aprendiendo de las desgracias, los herederos de aquella heroica saga comunista, hoy integrados con afán de mando en plaza en las filas de la coalición Izquierda Unida (IU), zanjan de una vez por todas sus deudas con aquel relato. Porque no es de recibo intentar ponerse al frente de la manifestación por la III República sin haber pedido perdón por “el error” cometido, y mucho menos formar parte de un gobierno en Andalucía junto a los mismos que acaban de renovar sus votos con la denostada monarquía. La memoria permanece, y aún está fresca la tinta de aquel pacto entre el PSOE e IU para concurrir a las elecciones generales del año 2000, teniendo como líderes al hasta hoy Comisario de la Competencia de la UE Joaquín Almunia y al ex secretario general del PCE Francisco Frutos, que terminó en una derrota sin paliativos a manos del aznarismo. Pero, aunque aquel PSOE matara a su padre para gobernar, saboteando la legalidad republicana del socialismo histórico en el exilio, y el PCE devorara a sus hijos para prosperar, ciñéndolos a las cinchas del Borbón designado por Franco, nadie con dos dedos de frente, milite en la izquierda que milite, debería verse concernido hoy por ese suicida reminiscencia de la devotio ibérica.
Pueden ponerse supremos, pero el acto de martes 11 de junio en el Congreso no significó el comienzo de algo nuevo sino el penúltimo espasmo de un fin de ciclo. La unidad de España, que aparece como la clave de bóveda para justificar la monarquía, fue lo que precisamente esa ceremonia dejó en flagrante evidencia. Porque si en 1978 solo el nacionalismo vasco estuvo al margen del pacto constitucional, en esta ocasión han sido también los partidos catalanistas en bloque (CiU y ERC) los que han dicho adiós a todo eso junto al galleguismo más espabilado. Eso en el plano ideológico y como muestra de la des-unión que provoca la corona más allá de las consignas que dicta la propaganda.
Más grave si cabe es el cisma democrático-demográfico que con semejante trágala se ha consumado al negar a los ciudadanos un referéndum para legitimar el tracto sucesorio. Un acontecimiento por el que se designa una jefatura de Estado vitalicia, inmune y heredable mantenida a costa del sacrificio de una sociedad sumida en la precariedad y la provisionalidad existencial. Una dominación parasitaria que la sabiduría popular denomina “vivir como Dios”, “vivir a cuerpo de rey”.
Así las cosas, el reinado que a partir de ahora se inicia con la sindicatura de PP y PSOE (tanto monta monta tanto) arropando a Felipe VI solo compromete de jure a las personas que en 1978 hubieran cumplido la mayoría de edad legal de 18 años y tuvieran capacidad para votar aquella constitución. Es decir, a los que a día de hoy tienen más de 53 años. Apenas un cuarto de la población total del país. Pura gerontocracia constitucional.