El zapatismo y la reinvención de la política. Una invitación a celebrar su (no) cumpleaños
Por Hernan Ouviña*
Hace tres décadas, en plena oscuridad neoliberal, el EZLN tomaba las principales cabeceras municipales de Chiapas y se daba a conocer públicamente con la lectura de su Primera Declaración de la Selva Lacandona. En ella afirmaba ser “producto de 500 años de lucha”, dando cuenta del largo memorial de agravios y resistencias que cobijaba en sus filas. De ahí en más, sus vaivenes y recorridos no harían sino ratificar que ese estruendoso ¡Ya Basta! lanzado aquel primero de enero era resultado de una conjunción de apuestas y urdimbres, que nada tenían que ver con la política de lo previsible ni tampoco con malmenorismo alguno
Si algo ha caracterizado al zapatismo desde su génesis misma, es precisamente el haber logrado escamotear esa tendencia a la resignación y al conformismo, a la que nos tiene tan acostumbrados/as este sistema de muerte que no da de comer ni de amar. A contrapelo, como constelación armada de verdad y de fuego, el EZLN ha hecho de la radicalidad, el asombro y la osadía una constante de su praxis subversiva, combinando tradiciones emancipatorias que van desde la prolongada lucha anti-colonial del pueblo maya y la rebelión campesina liderada por Emiliano Zapata y Francisco Villa, a la reapropiación activa del guevarismo y la teología de la liberación, pasando por las luchas estudiantiles signadas por la masacre de Tlatelolco y las guerrillas de los años ’70 y ‘80 en México y Centroamérica.
La reinvención de la política efectuada por el zapatismo ha desconcertado una y otra vez al conjunto de intelectuales que intentaron encorsetarlo dentro de las frías categorías de las ciencias sociales: “revolución posmoderna” de acuerdo a algunos, “reformismo armado” en palabras de otres, la dinámica que el EZLN fue asumiendo escapó en todos los casos a estas clásicas definiciones académicas o de pizarrón, e incluso a las lecturas realizadas por no pocos marxistas ortodoxos, que intentaron encasillar su novedosa propuesta en fórmulas de manual y añejas teorías. “Lo que le pedimos a la izquierda del mundo es que nos comprenda”, respondieron desde la comandancia zapatista, “que entienda que este es un movimiento nuevo, que no pierda el tiempo tratando de meternos en esquemas”.
Su abrupta irrupción en el lugar y momento menos sospechado, cagándose en la adversa correlación de fuerzas existente en ese entonces y al grito de ¡Aquí estamos!, nos hizo recordar que el deseo y la posibilidad de la revolución (con minúscula, como les gusta aclarar) aún latía y perduraba en el subsuelo más profundo de nuestras sociedades, aunque no faltaran falsos profetas anunciando “utopías desarmadas”. Pero lo que venían a proponer esta pléyade de encapuchados irreverentes era algo más audaz: una revolución que hiciera posible la revolución, ya que en sus propias palabras “una revolución ‘impuesta’, sin el aval de las mayorías, termina por volverse contra sí misma”. Despojarse de ciertas certezas incuestionables que oficiaban de axioma y mantra para las izquierdas más dogmáticas, equivalía a asumir una posición crítica con respecto a los proyectos de corte vanguardista.
El discurso y la práctica zapatista abogó desde su alzamiento por construir una nueva cultura política, que concibiera a la escucha y la pregunta como columnas vertebrales: “No sabemos qué sigue, pero sí sabemos que los pasos que siguen no los podemos decidir ni tampoco encontrar solo nosotros. Para lo que sigue tenemos que escuchar otras voces, y necesitamos que esas voces se escuchen entre sí”, expresaron tempranamente, aunque también se encargaron de aclarar que “las preguntas sirven para caminar, no para quedarnos parados. Y se van respondiendo en el transcurso mismo de la lucha, es decir, de nuestro andar cotidiano”. El caminar preguntando y al paso del más lento, lejos de negar la urgencia de la revolución, busca resignificar la lucha en términos pedagógico-políticos y a partir de la vida cotidiana misma.
Han sido muchas las virtudes de este multitudinario movimiento insurgente que, sin dádivas estatales y a pesar de los sistemáticos ataques sufridos, se ha mantenido en pie y hoy nos convoca a no perder la esperanza festejando su cumpleaños al ritmo de corridos y marimbas. Una no desdeñable es el haber anticipado, al igual que a su modo lo hizo el ’68 a escala global, las nuevas radicalidades políticas emergentes en Abya Yala durante las últimas décadas. A riesgo de sonar excesivo, podríamos incluso afirmar que para las y los de abajo, el siglo XXI tiene como fecha fundacional el primero de enero de 1994 y como lugar de nacimiento las montañas del sureste mexicano.
Sin duda la evocación de “mitos fundantes” y fechas emblemáticas como estas son por demás saludables, siempre y cuando no se ritualicen y pierdan su capacidad de estimular emociones utópicas y convocarnos a la acción. No obstante, quizás haya que celebrar, como proponía Lewis Carroll en aquel surrealista país visitado por Alicia, el no cumpleaños zapatista. Es decir, dejar de priorizar el evento-1-de-enero, para adentrarse en el proceso cotidiano y subterráneo que tejen, con una temporalidad más cercana a los ritmos de la siembra y la cosecha que al de las manecillas del reloj, esos hombres, mujeres, ancianos y niñes que habitan cada resquicio de los territorios rebeldes, y sin prisa pero sin pausa ejercitan una política “muy otra”.
Ello supone desprenderse de la arraigada concepción “espectacular” que por lo general se tiene de las prácticas militantes. Mal que nos pese, nuestra cultura política parece encontrarse aún permeada por una lógica que tiende a privilegiar la dimensión espasmódica y de confrontación abierta de la lucha de clases, olvidando que este tipo de situaciones no son sino excepcionales. Resulta difícil sustraerse a la fascinación que provocan combates frontales como los vividos entre el 1 y el 12 de enero de 1994 en Chiapas, o entre el 19 y el 20 de diciembre de 2001 en Argentina; más aún para quienes participamos en una u otra de esas jornadas, sea físicamente o brindando una solidaridad internacionalista a pesar de la distancia geográfica. Sin embargo, consideramos que deberíamos hacer foco en la praxis cotidiana que aspira al despliegue de formas de construcción autónomas, más que en estos episodios mediatizados. Aquella que, de forma silenciosa e intersticial, permitió que fueran posibles no sólo resonantes rebeliones populares como las mencionadas, sino también profundas metamorfosis en la subjetividad de masas durante los últimos años en nuestro continente.
Esta dimensión subterránea de la política ha sido por lo general descuidada por buena parte de las y los investigadores académicos, pero también por algunos referentes de los movimientos populares y organizaciones de izquierda, que tendieron a restringir las nuevas dinámicas de autodeterminación social surgidas en América Latina, a ciertas manifestaciones callejeras o a determinadas gestas populares, desmereciendo los actos y experimentaciones cotidianas realizadas de manera colectiva y por fuera del “escenario público” del poder y de los formatos propios de la democracia liberal burguesa.
Partimos del supuesto de que aquel tipo de insurrecciones o formas de resistencia explícitas no pueden entenderse sin tener en cuenta, en paralelo, estos ámbitos invisibles de socialización en los cuales dicha disidencia se alimenta y adquiere un sentido disruptivo. Por ello, si más allá de los 30 años de su alzamiento, de destacar los aciertos del zapatismo se trata, tres de ellos ofician como “faros” para potenciar el crisol de prácticas anti-sistémicas que hoy se ensayan día a día en nuestro continente y el sur global.
En primer lugar, su enorme capacidad de territorializar nuevas relaciones sociales no escindidas de su vida cotidiana al interior de las comunidades que habitan. Ella se evidencia en el ejercicio de una pedagogía liberadora en cada una de las Escuelas Autónomas Rebeldes; en la construcción de Clínicas, hospitales y casas de salud autogestivas, donde el rol principal lo desempeñan tanto jóvenes promotores/as provenientes de las propias comunidades, como mujeres indígenas que ofician de “yerberas” y “hueseras”; en la creación de cooperativas, colectivos y tiendas autónomas que apuestan a fortalecer la economía solidaria, el comercio justo, la “no propiedad” y lo común; en la impartición de justicia distante del punitivismo y que apela a lógicas reparatorias; en la “desprofesionalización” de la política a partir de la consolidación de instancias de autogobierno popular como han sido los Municipios Autónomos y las Juntas de Buen Gobierno; en la capacitación de agentes de agro-ecología, que efectúan prácticas de reforestación y resguardan la biodiversidad que cobija Chiapas; en la conquista de derechos a través de la sanción de diversas Leyes Revolucionarias, como la de Mujeres, que reconoce sus justas demandas de igualdad de oportunidades y denuncia las múltiples formas de opresión a las que se ven sometidas; en la proliferación de diversas iniciativas de creación artística (como el Festival “CompArte”) y espacios de comunicación alternativa, entre los que se destaca Radio Insurgente, y en un sin fin más de formas de vinculación opuestas a la dinámica de despojo, represión, desprecio y explotación que pretende imponer el capitalismo como hidra de mil cabezas.
El zapatismo no se cansa de repetir que lo fundamental de su estrategia de lucha no hay que buscarlo en sus discursos y comunicados, sino en sus prácticas cotidianas. Al igual que el resto de las y los integrantes y promotores/as de estas instancias autónomas, ninguna autoridad en territorio zapatista cobra remuneración alguna, debido a que su cargo es rotativo y en beneficio de los pueblos en resistencia. Por ello no estamos en presencia de un grupo de “políticos” que ostentan privilegios por la función de cumplen, sino de una responsabilidad que puede recaer en cualquiera, si la comunidad así lo define. Y en el lapso de tiempo que dure en su función o labor, será esa misma comunidad la que le ayude en la manutención propia y de su familia. Cada uno de estos proyectos plasman así, de manera embrionaria, los gérmenes de la sociedad futura por la que luchan, en la medida en que prefiguran “aquí y ahora” una democracia comunitaria asentada en la transformación integral de la vida misma, donde los pueblos mandan y el gobierno obedece.
En segundo término, su permanente disposición a la articulación y al hermanamiento horizontal y multiescalar con otras experiencias políticas, en particular a lo largo y ancho de la geografía mexicana y de quienes construyen a diario autonomía al sur del Río Bravo, pero también en otras latitudes y horizontes transfronterizos que van desde Kurdistán a la “otra” Europa, con sucesivos y complementarios peregrinajes que han implicado -al decir de María Lugones- un “viajar-mundos”. El zapatismo vino a cuestionar ciertas lógicas recurrentes en el internacionalismo desplegado lo largo del siglo XX. Por eso llegó a ironizar al respecto afirmando que “no queremos un nuevo número en la inútil numeración de las numerosas Internacionales”. A contramano del vanguardismo y la pretensión de homogeneizar identidades y procesos de lucha, pero también criticando aquellas experiencias de articulación dependientes de gobiernos y ONG’s, el EZLN se propuso ensayar una y otra vez apuestas internacionalistas forjadas desde abajo, aunque sin ánimo sustitucionista ni hegemonismo alguno; abogando por una red colectiva, plural y variopinta, sin centro rector, jerarquías ni mando dirigente, en pie de igualdad y celebrando la diversidad.
Además de la Convención Nacional Democrática realizada en agosto de 1994, donde se parió el primer Aguascalientes (espacio permanente de diálogo e intercambio con las organizaciones de la sociedad civil, cuyo nombre rememora el encuentro concretado por los principales líderes de la revolución mexicana en 1914), acaso la primera apuesta en un sentido más global haya sido el Encuentro Intercontinental (conocido como Intergaláctico) a finales de julio de 1996 en la comunidad de Oventik. Luego sobrevinieron muchas otras iniciativas tanto o más osadas por parte del zapatismo: desde el Segundo Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, realizado al año siguiente en el Estado Español y con más de tres mil asistentes (donde se gestará la red Acción Global de los Pueblos), la Consulta Internacional por los Derechos de los Pueblos Indios y la Jornada por los Excluidos del Mundo impulsada en 1999, pasando por un sinfín de sucesivos entrelazamientos trashumantes y de desobediencia civil, de convite mutuo y reciprocidad internacionalista, hasta los más recientes y subversivos Encuentros de las Mujeres que Luchan en 2018 y 2019 en territorio chiapaneco, que contaron con la activa participación y compartida de miles de mujeres de América Latina y otras latitudes del sur global, o la Travesía por la Vida, iniciativa de hermanamiento con el mundo de las y los de abajo a través del Escuadrón 421, cuyo barco partió hacia altamar el 3 de mayo de 2021 (día de la siembra, la fertilidad y la cosecha para los pueblos rebeldes), viajando en dirección contraria al recorrido que supieron hacer aquellos navíos españoles y portugueses que presumieron “descubrir América” hace más de cinco siglos atrás, para encontrarse y tejer alianzas con movimientos, colectivos y organizaciones de la otra Europa, desde un internacionalismo en el que quepan muchos internacionalismos.
Por cierto, no hay que olvidar además la creación y sostenimiento, desde 2003 hasta la actualidad, de los Caracoles zapatistas en Chiapas: “puertas para entrarse a las comunidades y para que las comunidades salgan”, ventanas y bocinas para sacar lejos la palabra zapatista y para “escuchar la del que lejos está”, instancias de encuentro que nos recuerdan “que debemos velar y estar pendientes de la cabalidad de los mundos que pueblan el mundo”. Este complejo devenir que evita el encapsulamiento y la fragmentación, tiene dentro de México un ámbito de enorme relevancia para los pueblos y comunidades no zapatistas: el Congreso Nacional Indígena, creado en 1996 y con presencia en casi todo el país, que ha dado lugar a iniciativas recientes como el Concejo Indígena de Gobierno, compuesto por cerca de 150 concejales y delegados/as de 35 pueblos, que involucran más de 60 regiones de México y del que es vocera mandatada Marichuy, oriunda de Jalisco e integrante del pueblo nahua, con una vasta experiencia en el ejercicio de la medicina tradicional y en la defensa del territorio y los bienes comunes.
En tercer y último lugar, su aspiración a construir relevos múltiples y combatir todo tipo de caudillismo, que tiene como contracara una vocación estratégica por sostener su autonomía frente al Estado (cualquiera sea el color de la coalición de fuerzas políticas que “ocupe” transitoriamente la cúspide de su poder decisional), pero también con relación a los tiempos y lógicas de construcción que pretenden imponer algunos actores de la llamada sociedad civil. Respecto del primer punto, el más evidente de los relevos es el generacional, aunque es importante destacar que resultar ser además de clase, étnico y de pensamiento. La experiencia de la Escuelita zapatista, donde las y los “maestros” votanes fueron miles de jóvenes y adolescentes de las propias comunidades, da cuenta de este proceso de recambio y autoformación colectiva. La “muerte” del Sub Marcos y el traspaso de la vocería y jefatura zapatista al Subcomandante Moisés (un indígena tzeltal que integra el EZLN desde 1983) fortalece sin duda esta tendencia. A su vez, la marginación de género se deja atrás en favor de la participación directa y protagónica de las mujeres en ámbitos cada vez más relevantes de autogobierno. “Es nuestra convicción que para rebelarse y luchar no son necesarios ni líderes ni caudillos ni mesías ni salvadores”, afirmó el Sub antes de celebrar su propio sepelio. “Para luchar sólo se necesita un poco de vergüenza, un tanto de dignidad y mucha organización. Lo demás o sirve al colectivo o no sirve”, agregó. La desprofesionalización de la política -y su contracara necesaria: el combate contra “el culto al individuo”- emerge como un faro clave de esta propuesta radical que empezaron a ensayar las y los zapatistas allá lejos en 1994, y que cobró una dimensión regional en agosto de 2003, cuando proclamaron que ya era el tiempo para ejercer y dejar de exigir a los de arriba el cumplimiento de su legítimo derecho a la autodeterminación.
En cuanto a la autonomía frente al Estado como eje vertebrador del zapatismo, la posición asumida por las restantes radicalidades políticas en América Latina no es para nada homogénea. Mientras que muchos movimientos han visto reducido su margen de independencia, llegando a asumir en ciertas ocasiones una acérrima estrategia “estadocéntrica” que tiende a desmembrar históricas experiencias de autogestión con anclaje territorial, transfigurando valiosos proyectos y espacios comunitarios en monopolio estatal y administración burocrática de lo existente, otras organizaciones populares y plataforma de articulación han agudizado su nivel de autodeterminación y antagonismo, luego de un profundo balance autocrítico. La advertencia de no erosionar la autonomía construida por parte de los movimientos sociales frente a los llamados “gobiernos progresistas” hace empatía con este precepto zapatista. Asimismo, el sepelio de los Aguascalientes y el nacimiento de los Caracoles fue producto precisamente de la maduración del propio zapatismo, que abogó por dejar atrás el lastre paternalista de arrastran parte de las ONG’s y del “voluntariado” mexicano e internacional, quienes a pesar de su buena voluntad terminan operando con una dinámica burocrática y externa a la de las propias comunidades en lucha.
Claro que el zapatismo, como cualquier movimiento genuino, ha cometido errores y no deja de batallar a diario contra ciertos vicios que anidan en su propia dinámica de construcción política. Pero más allá de estos inevitables tropiezos y de sus conocidos logros, lo importante es visualizarlo no como un “modelo” a seguir, sino como esa punta de iceberg que, desde hace 30 años de manera pública, permite que otras luchas y problemáticas ajenas a los canales tradicionales del quehacer político, logren asomar su multiplicidad de mundos posibles y tejer desde la afinidad y lo común un polifónico ¡Ya Basta! Entre las pocas certezas que mantienen en pie, vale la pena destacar la alegre rebeldía que irradian a través de sus alocadas prácticas y sus sorprendentes comunicados, que nos invita a asistir y participar activamente en esa infinidad de no cumpleaños que se celebran, a diario y con entrada libre, en el irreverente subsuelo de cada uno de los territorios que habitamos. ¡Brindemos en este nuevo año a su salud!
– A treinta años de la insurrección zapatista
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