Esperanza Pedreño, un monstruo escénico brutal, bello y necesario
Carlos Olalla*. LQSomos. Febrero 2016
Esperanza Liddell o Angélica Pedreño son las responsables de esa maravillosa bofetada escénica en toda regla que es “Mi relación con la comida”. Pocas veces puede darse una simbiosis tan íntima y auténtica entre una actriz y un texto, entre la realidad y la ficción, entre el teatro y la vida. Esperanza Pedreño coge el texto de Liddell y lo devora, lo hace suyo, lo hace nuestro. Hay actrices con presencia escénica y verdaderos monstruos de la escena, monstruos brutales, bellos y necesarios. Esperanza es una de ellos. Una de los más grandes. Vivir, porque eso es lo que ella hace en escena, un texto tan profundo, directo y lleno de matices, como el de “Mi relación con la comida” como lo hace Esperanza está al alcance de pocas, de muy pocas. Todo en ella es verdad, autenticidad, cada golpe que pega al espectador, cada puñetazo escénico con el que se golpea a sí misma, cada martillazo en la conciencia de quien cree que lo que está viendo es una obra de teatro. “Mi relación con la comida” no es una obra de teatro, es auténtica vida, la vida de quien se cuestiona todo y a todos, empezando por sí misma, la vida de quienes mueren a diario para que otros vivan, la vida de todos los que hemos sido traídos a habitar este mundo que agoniza y asesina. El montaje de Esperanza es un espejo, un enorme espejo en el que no tenemos más remedio que vernos reflejados con todas nuestras cobardías y miedos, con todas las mentiras con las que, inútilmente, intentamos negar lo que somos. Imposible huir. Esperanza ha colocado ese espejo en el mismo fondo de lo que somos.
La actualidad de este texto escrito en 2004 es descorazonadora. No hemos aprendido nada, al contrario, nos hemos emponzoñado más y más en la ciénaga que hemos permitido que creen a nuestro alrededor y en la que nos hemos adaptado a sobrevivir. Todas y todos, empezando por la propia dramaturga y la actriz, son cuestionados en esta obra, en ese espejo de vanidades rotas en que hemos dejado que conviertan nuestras vidas. ¿Cuál es el papel de la cultura frente a la barbarie?, ¿Cómo podemos sublimar el placer gastronómico mientras miles de personas mueren a diario de hambre?, ¿Es posible vivir sin tomar partido por los que están más jodidos?, ¿Es el teatro un mero y placentero deleite gastronómico para unos pocos o la medicina capaz de curar los males que nosotros mismos nos hemos provocado al adaptarnos a vivir en el sinsentido de una sociedad criminal que todo lo destruye?, ¿Somos los actores verdaderos médicos capaces de curar a los que a diario mueren frente a nosotros o somos sofisticados chefs que viven de dar placer a los asesinos? Brutal, descorazonadora, y lucidísima reflexión sobre el mundo en que vivimos que huye de maniqueísmos y florituras para ponernos frente al único juez que puede juzgar nuestros actos: nosotros mismos. No hay tema que no aborde este texto imprescindible: la pobreza, el hambre, la desigualdad, la injusticia, el racismo, la xenofobia, la aporofobia, la violencia de un sistema que se alimenta de la muerte, la hipocresía de muchos, la insensibilidad de los más…
Fascinado por la sensualidad de bestia liberada de todas las jaulas con la que Esperanza da vida a su personaje, no puedo evitar que una y mil imágenes de su creación sacudan mi conciencia y golpeen con fuerza en lo más hondo de mi corazón de espectador de algo que sé que más que teatro es vida. La entrega sin límite que mantiene desde que entra en escena hasta que la abandona habla de la inmensa generosidad de una actriz que sabe que solo somos lo que damos. Y ella es de las que lo da todo. Ya son pocas, muy pocas las personas que optan por vivir la vida así. Capaz de decir los textos desde las vísceras, de hacer hablar a los silencios desde ese estado sin espacio ni tiempo que es la entrega total, Esperanza nos conmueve con el más leve gesto de su mano, con esa mirada que todo lo ve, con ese cuerpo brutal en su fragilidad con el que todo lo expresa…
Su forma de jugar con su vestido, un vestido al que convierte en un personaje más, te invita a seguirla en ese poderoso viaje hacia la belleza que existe tras el dolor, hacia la paz que a diario asesinan las guerras, todas las guerras, hacia esa ancestral sabiduría silenciada por los móviles, Ipads, tabletas y demás artilugios de estupidez, juego y huida. ¿Y qué decir de ese océano de palabras que escribe con tiza blanca sobre la negra pizarra del suelo del escenario? No es la pizarra de una clase en la que la profesora enseña a sus alumnos. Todo lo contrario. Esperanza y Liddell jamás han pretendido dar lecciones a nadie. Lo que Esperanza escribe sobre el escenario es un mandala, un mandala a través del que va creando ese mundo que nos desnuda y nos cuestiona, un mandala que, como todos los mandalas, nace para ser destruido por su creadora recordándonos que todo es pasajero, que nada, incluso la injusticia, permanece. La crudeza de este texto nos empuja a pensar que puede que no haya esperanza, pero nos demuestra que siempre, siempre, habrá Esperanza.