Estado, patriarcado y conflictivización social: el mito de Tacita Muta
Zerep Zenitram Anele. LQSomos. Agosto 2016
Cuanto más poderoso es el Estado y, por consiguiente, cuanto más político es un país, menos probable es que busque la base de los males sociales y su explicación general en el principio mismo del Estado. […] Para pensar el mal político en su raíz política hay que salir del discurso político, de las categorías ético-políticas, y situarse fuera, en un lugar desde donde pueda pensarse el estado como no-natural ni necesario.
Karl Marx
¿Es el Estado inherente a la conflictividad social? ¿Qué podemos considerar Estado y qué no? ¿Qué otras formas de conflictividad existían antes de la formación de los Estados tal y como los conocemos hoy?
El conflicto y el Estado siempre han ido de la mano a lo largo de toda la historia, puesto que el Estado ha servido como vehículo de transmisión de los conflictos sociales y, a su vez, los conflictos sociales suponen un reflejo de las contradicciones del Estado, pero también la expresión y el motor del cambio político. Considerando el Estado como toda aquella forma de poder que tenga instrumentos materiales jurídicos, militares, etc., con un organigrama o cualquier forma de administración y sus correspondientes variaciones; es evidente que la existencia en sí misma de un Estado, supone la adopción intrínseca de unos roles de autoridad y la creación de estructuras de poder, que se derivan en jerarquías sociales, dividiendo así a la sociedad en clases.
Clases sociales y conflictividad
Las clases sociales han supuesto el enfrentamiento a lo largo de la historia, ya que la sola existencia de clases es una conflictivización. Ahora bien, ¿por qué la existencia de clases sociales supone el conflicto y de dónde proviene tal conflicto? Podríamos situar el origen de este conflicto en la distribución del poder y de la propiedad privada, puesto que las clases son el resultado del conflicto en base a la acumulación de propiedad privada y al reparto de la misma, es decir, la sociedad está dividida en clases sociales, cada una con sus intereses de acuerdo a sus circunstancias materiales. De este modo, la conflictivización de las clases sociales surge cuando algunos individuos o grupos intentan hacerse con una mayor franja poder dentro de esas estructuras estatales, que repercuten en una mayor acumulación de riqueza, privilegios y, por tanto, status social. Así, el conflicto se vuelve una forma de establecer la identidad de un grupo, mediante el rechazo o la lucha por los intereses de grupo o de clase.
Por lo tanto, podemos establecer las estructuras jerárquicas emanadas del Estado como el origen de las desigualdades sociales y, por ende, de lo que podríamos clasificar como el estado de conflictivización social permanente, inherente a la sociedad. Esta consiste en la continua confrontación de identidades, poderes o clases como respuesta a la legitimación o deslegitimación del poder establecido (y a sus mecanismos de control); que preceden al surgimiento de una nueva clase social acorde al nuevo periodo, acompañado de una renovación y conformación, también, de nuevas identidades (y alteridades).
El patriarcado como germen de la conflictividad social
Pero, ¿cuál es el verdadero germen del conflicto social antes de que existieran los Estados y sobre el que se ha asentado la sociedad, desde los inicios de la humanidad? Durante la historia no siempre se han dado formas de Estado que se puedan encajar dentro de la definición que establecíamos al principio del trabajo. Los Estados y las clases sociales son posteriores a un importante elemento de conflictivización social que no siempre se incluye en los análisis historiográficos: el patriarcado. El patriarcado ha sido el verdadero germen del conflicto social durante toda la historia, pero ha sido la posterior creación del Estado la que ha permitido una vehiculización del mismo a través de las clases sociales. Y es que, como apuntábamos, las prácticas que se derivan del patriarcado son anteriores a la creación de las clases sociales, puesto que “las sociedades patriarcales de clases encuentran en la opresión genérica uno de los cimientos de reproducción del sistema social y cultural en su conjunto” y obviamente la opresión de las mujeres fue uno de los fenómenos que se dieron cita en la conformación de la sociedad de clase, contribuyendo, a su vez, a mantenerla.
La siguiente pregunta que nos surge es: ¿a través de qué prácticas concretas vemos que el patriarcado fuera anterior a los Estados? Gerda Lerner establece varias durante toda la historia, como podemos ver en la siguiente ilustración, que nos demuestran que las relaciones de dominación masculina se impusieron en la sociedad, antes que la conformación de clases; con lo que vemos cómo el germen de la conflictivización social real, anterior a los Estados y las clases sociales, es el patriarcado:
¿Por qué el patriarcado fue anterior a la creación de los Estados?
La devaluación que, en un primer momento, contaba con un carácter simbólico, de las mujeres en relación con lo divino, pasa a ser una de las metáforas de base de la civilización occidental, con lo que la subordinación de las mujeres se ve como «natural» y, por tanto, se torna invisible. Esto es lo que finalmente consolida con fuerza al patriarcado como una realidad y como una ideología. Precisamente, esta devaluación marcaría la subordinación eterna de las mujeres, pero, además, funcionaría como un potente transmisor del orden simbólico patriarcal, al que se le daba continuidad mediante ciertos mecanismos, como los mitos, que funcionaron con una gran efectividad, en el sentido de continuar perpetuando ese orden social construido sobre la subordinación de una parte sobre otra.
El mito de Tacita Muta
Como ejemplo para ilustrar nuestro artículo y como máximo exponente de los mecanismos de reproducción del sistema patriarcal y su capacidad para configurar las relaciones sociales, tenemos el mito de Tacita Muta en la Antigua Roma. Tacita Muta fue una ninfa a la que Júpiter (el paterfamilias) arrancó la lengua por hablar más de lo que debía, convirtiéndose posteriormente en una divinidad, en el referente de la identidad femenina y en un símbolo de cómo el patriarcado romano impuso el silencio a las mujeres.
La historia de Tacita era contada a las romanas para enseñarles el castigo que podrían llegar a soportar si no adquirían un comportamiento acorde a lo que la sociedad esperaba de ellas. Ellas mismas se convirtieron en instrumento de naturalización de esta dominación masculina hegemónica, pues se encargaban de transmitir los valores patriarcales y mitos como estos, sobre los que se construía la identidad femenina del momento; legitimando a su vez ese silencio y mudez de las mujeres.
Aquellas mujeres que transgredían la norma de este silencio, eran públicamente señaladas y atacadas, además de atribuírseles elementos negativos a su comportamiento para demonizarlas y que no pudieran servir de ejemplo a las demás mujeres, como el caso de Juvenal, la charlatana, quien hablaba mucho y además intentaba mostrar su superioridad sobre las demás mujeres y hombres del auditorio, lo que hacía enfurecer a estos últimos.
De este modo, vemos cómo los mitos permiten la transmisión del orden simbólico patriarcal que asigna las funciones de cada sexo en la sociedad clásica y las legitima mediante sus estrategias de imposición. Los mitos, así, son parte del proceso de la construcción de identidades, las cuales vertebran y dan forma a las conductas sociales, a sus experiencias y a sus percepciones; recibiéndolas y, como consecuencia, transmitiéndolas posteriormente. Un discurso que ha sido creado por los hombres y que, en cuanto hegemónico, define el papel social de las mujeres, siempre en desventaja en privilegios, derechos y deberes. Preceptos, normas y valores que acabaron siendo interiorizados por las propias mujeres y de ese modo se transmitieron de generación en generación mediante un fenómeno que se ha dado en llamar de socialización, convirtiendo a las romanas en garantes de la supervivencia de la mentalidad patriarcal.
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