Exaltación fascista con [sin] disfraz rojigualdo
El 12 de octubre no ha sido nunca una fiesta nacional en el sentido estricto. No ha aglutinado a la mayoría en el estado español porque ha sido y es una fiesta fundamental del nacionalismo español, por lo que todos los que no somos nacionalistas, nacionalistas gallegos, catalanes, vascos, castellanos y andaluces, independentistas, internacionalistas y aquellos que tenemos una memoria histórica que va más allá de la simbología alienante que representan las banderas y otros objetos y el orgullo patrio, digo, todos no nos sentimos integrados en una fiesta glorificadora de lo militar, de la fuerza bruta y de las armas y de los hechos más vergonzantes de la historia de este estado. La fiesta que Franco bautizó como de la hispanidad es una jornada donde se da una profusión de banderas españolas y una exaltación del orgullo patrio que lleva a la emoción a no pocas personas, que miran arrebatadas el despliegue militar que el estado español exhibe en este día. Familias enteras, con hijos pequeños ondeando pequeñas banderas españolas, el rojo y el amarillo como colores por antonomasia, gente subida a las farolas para ver pasar el desfile en el que el paso de los legionarios es, con mucho, el más aplaudido y vitoreado. Familias enteras, muchas de ellas cortadas por el mismo patrón, ese aire a barrio Salamanca, a barrio privilegiado. Y no, no es un prejuicio. Es un hecho que se puede observar fácilmente.
Las banderas rojigualdas aparecen por todos los lados. Colgadas al cuello, atadas a la cintura, ondeadas al viento, colocadas en las vallas que separan al gentío de la zona de la parada militar, impresas en camisetas, en los tirantes que sostienen los pantalones, en los cuellos de los polos, en gorras, en definitiva, visibles hasta el hartazgo. Y entre estos colores, la estanquera, el aguilucho, el pollo. Exhibido sin ningún impedimento, a la vista de todos, de los asistentes, de la policía. Nadie dice nada si no que se convive con naturalidad al lado de la bandera que representó la dictadura más sangrienta y opresora de Europa. No en vano pueden pasar desapercibidas ante ojos poco agudos por la asimilación con la bandera rojigualda. El único cambio que se realizó durante la transición fue retirar la águila de San Juan y colocar el escudo de la monarquía. Un cambio meramente cosmético que simboliza la actual pervivencia del franquismo en la sociedad del siglo veintiuno.
Lo llamativo es que muchas de las personas que exhiben sin vergüenza algunas banderas franquistas y fascistas son muy jóvenes, muchas de ellas adolescentes que no tienen ningún reparo en hacer el saludo nazi como hizo un grupo de chavales, nada más terminar el desfile, en la plaza de Colón. Algunos con estética nazi, con sudaderas de la marca Three Stroke. También, por supuesto, hay nostálgicos del franquismo. Personas mayores con la estanquera, vestidas de domingo, con esa estética rancia y olor a alcanfor. Esa mezcla es grotesca pero real. Los jóvenes cachorros y la vieja guardia, una distancia generacional salvada por el fundamentalismo y la reverencia al fascismo. Niños pequeños corretean entre banderas y otros símbolos fascistas y personas que van desde las ingenuas hasta los fanáticas pero que todas ellas, consciente e inconscientemente, colaboran en el mantenimiento de una ideología del odio, del enfrentamiento, una perversión de la razón muy peligrosa. Un niño le decía a su mamá nada más terminar el desfile militar: Mami, cómpranos una escopeta. Es una anécdota, nada más, pero también un ejemplo de lo que este tipo de jornadas transmite a los más pequeños. Es una jornada de glorificación de la fuerza, de las armas y del fascismo. Una jornada oficial apoyada por el gobierno y las fuerzas más retrogradas y reaccionarias del estado español. Una jornada casposa, grotesca, inquietante y vergonzosa.
La vergüenza de estos días no acaba aquí. La iglesia española Ha beatificando en Cataluña a 522 supuestos mártires muertos durante la guerra civil, que provocaron los golpistas de Yagüe, Franco, Mola, Queipo de Llano y demás generales del ejército traidor. No es la honra a los muertos sino la honra al invento de la cruzada, a los golpistas y, por extensión, a la dictadura. Una honra que olvida y desprecia a los miles de muertos enterrados en las cunetas del estado español. El segundo estado en el mundo con más desaparecidos tras Camboya. La Iglesia sigue colaborando con los protagonistas de la historia negra y sangrienta que aún no hemos, porque no nos dejan, exorcizado. Los mismos que acudieron al desfile militar en Madrid, aplauden este insulto a la democracia.