Hermosos y malditos

Hermosos y malditos
Mi mujer es nieta de un minero condenado a muerte durante la posguerra franquista. Su abuelo se llamaba Ángel. No se conserva ninguna foto, pero se le recuerda como un hombre de talla mediana, con los pómulos ligeramente adelantados, cejas espesas y la nariz achatada. Delgado y con la piel morena, casi chamuscada por el sol, nació en un pequeño pueblo de Jaén, casi una aldea. Pasó su infancia entre olivos, campos de trigo y cebada, vientos africanos, calimas y largas sequías, apedreando pájaros, bañándose en un río de aguas verdes y peleándose con los chicos de los pueblos más cercanos. Su familia era muy pobre, como casi todas las que vivían en una tierra de amos y esclavos. Los jornaleros eran el escalón más bajo de una economía que aún conservaba los hábitos del feudalismo.  A partir de los seis o siete años, Ángel recogió aceitunas, alimentó a las gallinas, participó en la siembra y la cosecha, cuidó ovejas, cabras y vacas, limpió establos, enjalbegó fachadas y realizó cualquier clase de recado o encargo, soportando las vejaciones de los manijeros, capataces brutales con los peones y serviles con los terratenientes. Se acostumbró a bajar la mirada al cruzarse con las parejas de la Guardia Civil, los enemigos naturales del campesino y el obrero. Aprendió a distinguir su silueta en la lejanía, con el instinto de un pequeño animal que lucha por sobrevivir en un entorno hostil. Los tricornios flotando en el horizonte parecían una bandada de cuervos, anunciando una marea de calamidades.
Cuando creció, logró un puesto en una mina de cobre. El trabajo en las galerías, con las paredes rojas y amarillentas, o en las excavaciones al aire libre, de color del bronce oxidado, a veces casi verdes y con escalones concéntricos, hundiéndose en la tierra como un gigantesco embudo, le endureció poco a poco, pero sin aturdir su conciencia ni apagar una rabia que se expandía por su interior con la obstinación de la madreselva. Escuchando a los más mayores, comprendió (o pensó) que las cosas podían cambiar. Se hizo comunista y se implicó en huelgas y manifestaciones. No se dejó intimidar por la violencia de la Guardia Civil y los Guardias de Asalto, que mostraban el mismo desprecio hacia mineros, jornaleros y peones, hostigándoles sin descanso. Un maestro de ideas socialistas le enseñó a leer y escribir. No lo hizo en la escuela, sino en el patio trasero de su casa, cuando Ángel finalizaba su jornada de trabajo. De vez en cuando, le regalaba gacetas sindicales y periódicos de orientación socialista o comunista, que el joven minero conservaba como valiosas reliquias.
Durante la Segunda República, las letras que aprendió del maestro y la cultura adquirida en la prensa obrera le ayudaron a convertirse en juez de paz. Sus dotes de mediador le permitieron resolver disputas y conflictos vecinales, con grandes dosis de equidad y sentido común. Se casó con Ana, una mujer laboriosa y menuda, y engendró ocho hijos. Los padres de Ana se opusieron a la boda, pues aventuraban que la rebeldía de Ángel le enviaría a la cárcel antes o después. Sin embargo, los novios se fugaron y lograron que un párroco les casara. Después, regresaron al pueblo y levantaron una casa humilde en las afueras, con un corral y un patio, que Ana llenó de flores. Durante unos años, experimentaron algo parecido a la felicidad. Ana aceptaba la pobreza con resignación, pues percibía sus estragos como una fatalidad ineludible. Es absurdo enfadarse con el cielo porque escatima la lluvia o descarga granizo. El punto de vista de Ángel era diferente. La pobreza no era algo natural, sino una forma de violencia impuesta por los terratenientes, con un corazón duro e insaciable de poder y riquezas. Cuando se sublevaron los militares, Ángel utilizó su cargo de juez de paz para obligar a las hijas y esposas de los amos a trabajar en el campo, recogiendo aceitunas. Además, ordenó que la Iglesia se convirtiera en Casa del Pueblo y los aposentos del cura en establo. El cura huyó la noche anterior, amedrentado por la ira y el afán de desquite de sus antiguos feligreses, que ya no parecían dispuestos a humillar la cerviz y mantener los labios sellados, mientras afirmaba desde el púlpito que la pobreza era una bendición de Dios y la obediencia ciega una virtud. Durante unas semanas, los campesinos ocuparon las tierras, gritando que ya no había Dios ni amo. La revolución –efímera, caótica, hermosa- finalizó cuando la columna del general Varela asaltó el pueblo. Apenas hallaron resistencia, pues las milicias sólo disponían de escopetas de caza, navajas y hoces. Después de una breve escaramuza, comenzaron las represalias. Los falangistas, los legionarios y los regulares compitieron en barbarie y crueldad. Se fusilaba a pleno día y se dejaban los cuerpos expuestos en las cunetas o pegados a la tapia del cementerio. Las moscas acudían enseguida y el hedor resultaba insoportable. Por eso, se quemaban los cadáveres con gasolina, añadiendo al triste espectáculo de las balas el crepitar de unas llamas que evocaban las hogueras de los autos de fe. Ángel se libró del pelotón de fusilamiento, pero no de un campo de concentración, donde conoció la tortura, el hambre y la enfermedad. La necesidad de avanzar de la columna de Varela les impidió fusilar con un criterio selectivo. Pasaron por las armas al maestro que le enseñó a leer, un viejo que levantó el puño desafiante antes de ser destrozado por las balas. En cambio, Ángel sólo recibió una paliza, que le hizo perder varios dientes y la visión del ojo izquierdo. Después fue encarcelado con otros vecinos en los sótanos de un palacio en ruinas, situado a las afueras del pueblo.
A la espera de juicio, los presos sufrieron malos tratos e incontables vejaciones. Las raciones de comida eran tan escasas que sus cuerpos no tardaron en adquirir un aspecto famélico, casi espectral. La ausencia de higiene y atención médica propagaron los piojos, la sarna, la tiña, el tifus, la tuberculosis. Casi todos los días se producían muertes. Los cadáveres eran entregados a las familias envueltos en una sábana. De vez en cuando, se escuchaban descargas. Las ejecuciones se realizaban en un patio, después de un proceso a puerta cerrada, que incumplía cualquier principio de justicia o equidad. Era imposible matarlos a todos. Por eso, algunas penas de muerte se conmutaron por cadena perpetua y, más tarde, por 30 años de reclusión. Ángel se hallaba en ese grupo. No entendía por qué el azar (o el caos) le había salvado del pelotón de fusilamiento. No sabía nada de su mujer y sus hijos, pues no se habían autorizado las visitas de los familiares. Ignoraba que Ana había sufrido represalias, al igual que otras mujeres sospechosas de “desafección al Movimiento”. Los falangistas le raparon el pelo al cero y le obligaron a beber aceite de ricino. Después, le apuntaron a la cabeza y le recomendaron que hiciera unas flexiones, si quería volver a reunirse con su hijos. Incapaz de contener las lágrimas, Ana comenzó a agacharse. Su estómago no pudo soportar la combinación del movimiento y el aceite de ricino. Sus intestinos se vaciaron delante del grupo de matones que disfrutaban del espectáculo, intercambiando risotadas y comentarios obscenos. Ana se mordió los labios y se dejó caer de rodillas, invocando la intervención divina, pero una vez más Dios permaneció al margen. O tal vez sí estaba allí, encarnado en esa mujer inocente y martirizada por unos energúmenos que probablemente han envejecido tranquilos, vanagloriándose de sus crímenes. Ángel no creía en Dios. Era ferozmente anticlerical, pero Ana aún conservaba una fe sencilla, seducida por la idea de un niño pobre que nació entre paja y animales para redimir al ser humano de sus pecados. No sé qué habría pensado Ángel si hubiera escuchado que tal vez Jesús de Nazaret fue un preso político, víctima del terrorismo de Estado, que reservaba la muerte en la cruz para sediciosos y rebeldes. Probablemente, habría sonreído con escepticismo o habría lanzado una blasfemia, pues el cura del pueblo regresó con la columna de Varela y señaló con el dedo a los “más obstinados e insalvables”, un eufemismo que invitaba a la ejecución inmediata. No comprendía por qué no le señaló a él. Es cierto que se hallaba en el suelo, con la cara hinchada y el pelo enredado y apelmazado por la sangre, pero aunque no le reconociera en ese momento, podía haberle identificado más tarde. No sospechaba que el cura utilizaría durante años el chantaje con Ana para interceder en su nombre, pidiéndole a cambio que le invitara a su lecho. Ana era menuda, pero con una cara muy atractiva y un físico voluptuoso.
El odio de Ángel hacia la Iglesia Católica se acentuó con su cautiverio. Durante las procesiones de Semana Santa, los presos políticos desfilaban detrás de las imágenes, esposados y con harapos. Sus familias intentaban acercarse a ellos, pero la Guardia Civil los alejaba a culatazos. Los vecinos escupían a los presos. Algunos por convicción y otros por miedo. La brutal represión había matado el espíritu de un pueblo que se había atrevido a soñar con un futuro sin explotación ni desigualdad. Cuatro de los hijos de Ángel y Ana murieron de hambre o de enfermedades derivadas de la desnutrición. Sin dinero para comprar ataúdes, Ana los enterró en cajones de fruta, con la entereza del que está acostumbrado a vivir sin nada y contempla la muerte como una liberación. Ángel no se enteró de las defunciones, pues se hallaba aislado del mundo exterior, al igual que el resto de los presos.  Poco antes de ser trasladado a un campo de trabajos forzados, autorizaron una única visita de los familiares más cercanos. Ana se acercó con los niños que aún conservaba con vida, pensando que podría abrazarle después de tres años, sin otro contacto que las humillantes procesiones de Semana Santa, donde se había limitado a seguirlo, aguantando las burlas y los escupitajos. Sin embargo, el encuentro consistió en un avistamiento entre alambradas, con un pasillo en medio por el que se paseaban los centinelas, con el ceño hundido y los ojos llameantes de desprecio. Hablaron a gritos y por gestos. Los centinelas cantaban con todas sus fuerzas para obstaculizar la comunicación y a veces disparaban al aire, sembrando el pánico. La situación sólo duro unos minutos, pues enseguida obligaron a los presos a regresar a sus celdas y ahuyentaron a los visitantes, advirtiéndoles que cualquier gesto de protesta se interpretaría como un acto de resistencia y se repelería con la máxima dureza.
Ángel pasó los siguientes años en diferentes lugares, trabajando como esclavo en obras públicas y sufriendo unas durísimas condiciones de encierro. Nunca habló mucho de esa época, pero una vez contó que fugarse era imposible, pues numeraban a los presos y si alguno se escapaba, fusilaban al que le precedía y al que le seguía en las listas del barracón. “Hacíamos planes, pero sabíamos que era muy difícil. Además, si lo lograbas, tenías que esconderte como un topo y vivir con el cargo de conciencia de haber provocado la muerte de dos compañeros”. Le liberaron sin aviso previo, después de siete años de trabajos forzados. La caída del Eje había infundido en la dictadura una indulgencia que nacía del afán de sobrevivir en un nuevo escenario político. En 1946, Ángel se hallaba en la cárcel madrileña de Carabanchel, donde le encerraron después de participar en su construcción con otros mil presos, muchos de los cuales perdieron la vida durante las obras. Salió de prisión con un mono y sin una peseta en el bolsillo. Tras las vacilaciones iniciales, decidió que regresaría a Jaén a pie. Caminaría de noche y dormiría de día. Mendigaría comida a cambio de trabajos ocasionales. Nadie sabe cuánto tiempo duró su viaje ni qué peripecias se produjeron por el camino. Sólo se conoce su llegada al pueblo. Se produjo a media tarde, pero esperó hasta la noche, pues no quería que nadie descubriera su presencia y su lamentable aspecto. Buscó una sombra y dejó pasar el tiempo. Hacia la medianoche, se encaminó a su casa. Confiaba en que todos durmieran y nadie advirtiera su presencia. A fin de cuentas, era una pedanía pequeña, con algo menos de 300 habitantes y nadie se acostaba muy tarde. No sabía que la guerra había aniquilado a una tercera parte de su población original. Los desaparecidos habían sido sustituidos por familias desplazadas. El hambre de la posguerra obligaba a viajar de un lado a otro, buscando alimentos. Los más desesperados comían hierbas, sin sospechar que algunas especies venenosas hincharían sus cuerpos y les causarían la muerte entre terribles dolores.
Ángel se acercó a su casa silenciosamente, musitando el nombre de su mujer. Ana le escuchó, pero no reconoció la voz de inmediato. Desde que estaba sola con tres niñas y un chaval de nueve o diez años, algunos hombres rondaban la vivienda de noche, invitándola a mantener relaciones sexuales. Le ofrecían comida o la promesa de firmar una carta favorable a su marido, solicitando clemencia. Alguna vez se planteó aceptar para conseguir la libertad de Ángel, pero sabía que él se sentiría profundamente humillado y casi preferiría la muerte.  Por eso, cuando golpeaban la puerta, se limitaba a callar, rezar o llorar, implorando un improbable auxilio, pero esa noche se apresuró a girar la llave y descorrer el cerrojo apenas identificó la voz de su marido. Intentó abrazarle, pero éste se lo prohibió con un grito enérgico: “Tengo sarna y piojos. Puedo contagiaros. Prepárame jabón y calienta agua”. Los niños se habían levantado de la cama y habían seguido a su madre, experimentando la misma frustración de no poder fundirse en un abrazo con el padre recién llegado. Ángel se lavó minuciosamente y se desinfectó con unos polvos blancos. Después, se puso un pantalón y una camisa. Extremadamente delgado, con el pelo rapado y las mejillas hundidas, su deterioro físico y psíquico, delataba sin lugar a dudas sus casi diez años de prisión en las inhumanas cárceles del franquismo.
Ángel volvió a la mina y a los pocos meses engendró otro hijo, que llevaría su nombre. No disfrutó mucho tiempo de su nueva vida. Una vagoneta le arrolló, causándole heridas mortales. Sus últimas palabras fueron para descargar de culpas al responsable del accidente. Siempre se especuló sobre su trágico fin. Algunos pensaron que se trató de algo deliberado. Otros, afirmaron que sólo fue una triste fatalidad…

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