Jeff Buckley, la eternidad y un día
Carlos Olalla*. LQSomos. Enero 2017
Murió con treinta años, aunque había vivido más, mucho más, que la mayoría de los mortales ¿o es que, acaso, sirve de algo contar las veces que la tierra da la vuelta al sol para medir lo que vivimos? La eternidad vive en cada segundo, nosotros vivimos en cada segundo. Podemos contar las horas, tachar los días o arrancar las páginas de los calendarios. No sirve para nada. La eternidad nos enseña que el tiempo no existe. Son muchos los que se han ido jóvenes dejándonos lo mejor que llevaban. Y más, muchos más, quienes retrasan su muerte durante décadas sin haber vivido un solo día. No es lo que vivimos, sino la intensidad con la que lo vivimos lo que marca nuestras vidas. A él la muerte se lo llevó pronto, sí y quiso llevárselo con una aureola de misterio que permanecerá siempre. ¿Qué le impulsó a adentrarse de noche cantando en un río? ¿Por qué ni siquiera quiso quitarse la ropa o los zapatos? ¿Sabía que tenía esa cita que todos tenemos en aquel momento y en aquel lugar? ¿O creyéndose inmortal decidió adentrarse en aquellas oscuras aguas que se lo llevaron para siempre? Su cuerpo apareció desnudo cinco días después. La autopsia demostró que no había rastro de drogas o alcohol en su sangre.
Hubo algo, algo que solo sabía él, que le impulsó a dar aquel paso que le arrastraría a la muerte. Lo único que sabemos es que lo dio cantando como solo él sabía hacerlo. Y si los años no sirven para medir nuestra vida, tampoco la cantidad de cosas que hacemos sirve para medir nuestro legado. Él solo grabó un disco, “Grace”, un disco que le hizo inmortal. A nosotros nos queda el inmenso vacío de no poder escuchar jamás todo lo que su canto nos habría podido contar.
No tuvo una infancia fácil. Su padre, Tim, era músico, como él, y tenía una voz incomparable, como él. Una sobredosis tras un concierto se lo llevó para siempre cuando solo tenía 28 años. Jeff casi ni le conoció. Solo se vieron una vez. Aún así, no quiso renunciar a llevar su apellido y fue precisamente en el sepelio de su padre donde Jeff cantó por primera vez en público en lo que para él fue su manera de rendirle su homenaje personal. La forma en la que Jeff hacía llorar a la guitarra y su inigualable voz capaz de expresar la melancolía más profunda han marcado la música de quienes han venido después. Hoy aquel lejano “Grace” es considerado por muchos como uno de los mejores discos de la historia de la música moderna.
Su cara de niño y la tristeza de su mirada le conferían un aura de misterio que le acompañó siempre, como también le acompañaron siempre una profunda inseguridad en sí mismo y su personalidad bipolar. Era buen compositor, un compositor que con sus canciones no pretendía llevar mensajes grandilocuentes a la gente, sino cantar desde su intimidad todo aquello que, como tantos, él sentía. Ni siquiera consideraba que hubiera creado canciones, sino que simplemente las había descubierto porque siempre habían estado ahí. Sin embargo fueron las versiones que hizo de otros temas que le llegaban al alma las que siguen siendo más visitadas en la red. Su versión del Allelujah de Cohen es, posiblemente, la mejor que se ha hecho jamás.
Su profunda sensibilidad y su irresistible atracción por la independencia y la libertad le llevaron a tener que intentar salir adelante compaginando lo que él quería hacer con las exigencias de la discográfica. Tras una gira que le trajo a Europa presentando “Grace”, ansiaba recuperar las sensaciones que experimentaba tocando solo con su guitarra en pequeños bares y clubs perdidos en ninguna parte. Para hacerlo no dudó en salir a la carretera escondiendo su fama tras cualquier seudónimo que le permitiera mantener el anonimato. Fueron muchos los conciertos que dio así, y fueron muchas las personas que le escucharon en directo sin saber siquiera quien era en realidad aquel joven espigado que susurraba sus canciones abrazado a su guitarra: “Hubo una época en mi vida no hace mucho tiempo en la que podía llegar a un café y simplemente hacer lo que quería, tocar música, aprender tocando, explorar lo que ello significa para mí, esto es, divertirme cuando aburro y/o entretengo a una audiencia que no me conoce o que no sabe a qué me dedico. En esta situación me puedo permitir el precioso e irremplazable lujo de equivocarme, de arriesgarme, de rendirme. He trabajado muy duro para conseguir todo esto, este entorno donde trabajar. Lo amaba y ahora que lo he perdido lo echo de menos. Lo único que estoy haciendo es reclamarlo…”
Fue precisamente la grabación del que iba a ser su segundo disco lo que le llevó a Memphis el 29 de mayo de 1997. Él no lo sabía, pero su vida entonces iba a durar la eternidad y un día. Mientras esperaba la llegada del resto de los músicos que iban a grabar con él decidió salir a pasear por las calles de la ciudad junto a su amigo Keith Foti. Se perdieron y a Jeff no se le ocurrió otra cosa que ir a la orilla del río con su guitarra. Mientras Keith la tocaba, Jeff se acercó a la orilla y empezó a adentrarse en el agua cantando “Whole Lotta love” de Led Zepelin. Poco después Keith dejó de escucharle y, al acercarse al agua, ya no le vio. La búsqueda fue inútil. Tenía una cita a la que no podía faltar.
Que la vida acabe pronto es algo que les ha pasado a muchos y grandes artistas (Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Kurt Cobain, Jim Morrison, Amy Winehouse, James Dean…). En la mayoría de los casos accidentes, drogas o su simple voluntad de morir se los ha llevado por delante. Un mundo que criminaliza y esconde la vejez en ese irracional y marketiniano culto a la juventud halla en ellos sus totems predilectos. Son la encarnación de la eterna juventud. Se les idolatra por lo que hicieron y sus imágenes empapelan paredes de bares de todo el mundo. Nos contentamos con pensar que la muerte se los llevó demasiado pronto y nos consolamos viendo su eterna imagen de juventud.
Nuestro mundo les ha hecho inmortales por lo que hicieron, sí, pero también porque la vejez no pudo con ellos. Es el pequeño gran triunfo de un mundo que oculta deliberadamente la vejez y el paso del tiempo. Sin embargo, cuando veo sus rostros, no puedo dejar de pensar en todo lo que no llegaron a crear, en todo lo que no pudieron hacer, en lo que habrían hecho de haber vivido más. No conozco un solo artista al que el paso del tiempo le haya robado el talento, al contrario, los ha hecho más grandes incluso. Y no hace falta irse muy lejos para comprobarlo: ahí están casos como los de nuestros Alfredo Landa o Pepe Sacristán. Sus verdaderas grandes interpretaciones solo llegaron con la madurez. Por eso, cuando miro los rostros de todos esos jóvenes que se fueron antes de tiempo no me contento contemplando la belleza de su eterna juventud, sino que me rebelo al pensar en todo lo que dejaron por hacer…. Y en el caso de Jeff son tantas, tantas cosas…