Kenzaburo Oé: ¡Adiós, libros míos!
La literatura de Kenzaburo Oé (Ose, 1935) carece del aliento lírico de Kawabata o Tanizaki. Oé admite que nunca ha experimentado la vocación poética, pero eso no ha impedido que sus novelas y relatos aborden cuestiones como el amor, el sexo, la paternidad, el fracaso o la muerte, con una extraña mezcla de belleza, timidez, sinceridad y desgarro.
¡Adios, libros míos!narra la vejez del novelista Kogito Choko, un reputado escritor que reproduce la peripecia personal de Oé, con ligeras variaciones. Ambos han concebido su obra como “una literatura del yo”, un género habitual en Japón y que en el caso de Oé ha inspirado una trilogía, que se completa con Renacimiento (2000) y El niño de la triste mirada (2002). Además, Kogito aparece en otras novelas, ejerciendo de moralista que combina las enseñanzas de Confucio y el humanismo cervantino. Su mirada no es meramente introspectiva, pues también se aplica al pasado totalitario de una nación que aún no ha asumido sus crímenes de guerra. Ese espíritu crítico le ha costado a Oé varias demandas judiciales y el odio de la ultraderecha. Ese perfil inconformista explica que ¡Adios, libros míos! comience con Kogito, recuperándose de una gravísima herida en un hospital. Su participación en una manifestación le ha situado al borde de la muerte. Durante su convalecencia, sueña con sus personajes y recuerda a su cuñado Goro, un brillante director de cine que murió en circunstancias nunca aclaradas, si bien las apariencias apuntaban a un suicidio. Goro es la reinvención literaria de Juzo Itami (1933-1997), cuñado en la vida real de Oé. Su ausencia nunca dejará de gravitar sobre el presente, planteando enigmas y dilemas morales.
Shigeru Tsubaki, famoso arquitecto y compañero de infancia, invitará a Kogito a pasar sus últimos años en “Gerontion”, una hermosa casa que surgió de un proyecto común, adoptando el nombre de un poema de Eliot. “Gerontion” es algo más que un espacio arquitectónico. En cierto sentido, recuerda al hospital de La montaña mágica, pues sus ocupantes dedicarán su tiempo a hablar sobre literatura, política, filosofía o moral y a ordenar sus emociones y recuerdos. A pesar de su antagonismo desde la niñez, Kogito y Shigeru se han reconciliado en la distancia, convirtiéndose en una especie de Vladimir y Estragon, que aguardan a un inexistente Godot, pero sin identificarse con su nihilismo. Ambos son artistas, creadores y, aunque son escépticos con la posibilidad de hallar un sentido a las cosas, reconocen la existencia de la belleza en el orden natural o en las obras humanas. Los últimos poemas de Eliot son la evidencia de que ser hombre significa poetizar sobre el misterio de la existencia, aceptando que las preguntas esenciales casi siempre quedan sin respuesta.
Kogito y Shigeru hablan sobre Mishima, Nabokov o el desarme nuclear, conscientes de que los libros son una pieza esencial en la trama de la vida. La “novela del yo” no es una prospección en “el yo íntimo y subjetivo”, sino una subida hacia “un yo altamente subjetivo”, donde otros pueden reconocerse y reelaborar sus experiencias. Kogito entiende que la escritura siempre desemboca en la niñez, pues las palabras incitan a las palabras, excitando el deseo de un nuevo comienzo. ¡Adiós, libros míos! es una novela brillante, más europea que japonesa, pues nunca abandona el terreno de la duda, la perplejidad y el asombro. Su retrato de la vejez recuerda levemente la atmósfera de La casa de las bellas durmientes de Kawabata, pero esta vez relato no es una evocación del amor, el sexo y el desengaño, sino de los libros escritos, leídos o aún sin terminar. No cabe sorprenderse. A fin de cuentas, el verdadero escritor ama a los libros más que a la vida y su único legado son las palabras.
¡Adiós, libros míos! De Kenzaburo Oé. Traducción de Terao Ryukichi. Seix Barral, 2012.