La dirección escénica: aspectos profesionales y laborales
Por Aitana Galán*
El artículo que comparto se publicó hace unos meses en papel en el nº 193 de la revista ADE Teatro, dentro del monográfico «40 años después: el cambio en el teatro en España». Como dicta el título, estas líneas se refieren a las condiciones laborales de las directoras/es de escena y a su situación actual, que no ha variado nada, por cierto, desde que las escribí (hace casi un año): ni se han dado pasos en el Estatuto del Artista para paliar las dificultades de los autónomos culturales (las elecciones, el cambio de gobierno, las nuevas comisiones interministeriales, etc.) y ni se ven -ni se esperan- indicios de propuestas de políticas culturales diferentes a las que ya conocemos. Dado que los sueldos anuales de las direcciones de los teatros públicos suelen ocupar espacio en la prensa generalista y son, por tanto, conocidos por el público, me veo en la necesidad de especificar que esas no son -¡ni por asomo!- las retribuciones del común de la profesión. Según los datos del 5º Informe Sociolaboral de la Fundación AISGE correspondiente a 2023 -que acabo de recibir- «el 77% de los artistas españoles ingresan al año menos de 12.000 euros. La mitad de los profesionales del sector gana menos de 3.000 euros al año. Un 72% se encuentra por debajo de la línea de pobreza (un 44% si computamos incluso otras fuentes alternativas de ingresos) y el 46% de los desempleados carece de cobertura.» Aunque este informe se refiera, fundamentalmente, a la situación de los actores, creo que puede ser extrapolable a otros ámbitos del sector cultural: No hace mucho, en la última entrega del Premio de Traducción Esther Benítez, que organiza ACE Traductores, los asistentes escuchamos los discursos de las dos traductoras premiadas (Rita da Costa y Julia Osuna) sin poder evitar la emoción y la rabia al conocer las situaciones de precariedad de un oficio que hoy no les da para vivir y se estaban planteando abandonar. Hablo de dos traductoras premiadas, con 30 y 20 años de carrera profesional.
Las directoras/es de escena, a pesar del hermetismo con el que el sector afronta los asuntos referidos a su oficio, tampoco nos escapamos del sinvivir diario que supone asegurarse un sustento. Como decía, frente a los sueldos anuales que las administraciones destinan a los directores de teatros públicos, la inmensa mayoría de nosotros sobrevive como puede -y como le dejan- mientras sigue en el empeño de crear nuevas realidades escénicas y de tender vasos comunicantes con eso que hasta hoy llamamos «sociedad». Más paciencia ( y esto va para la clase política) no se nos puede pedir.
Vivimos en un país difícil para desarrollar el trabajo de directora o director de escena. No por falta de creadores, talento, ganas o necesidad de investigar. El asunto es económico: La puesta en escena de un espectáculo exige presupuesto más allá de los sueldos de los equipos artísticos y técnicos (imagínense: ¡más allá de los sueldos! ¡con lo difícil que es aún para muchos asumir que el trabajo cultural es trabajo y se debe remunerar!) y la creación artística escénica no se reduce sólo a la puesta en escena de una obra concreta: tiene que ver con la posibilidad de formar equipos cómplices y la posibilidad de proponer un lenguaje escénico personal, que articule la interpretación de los actores, el espacio escénico, las herramientas tecnológicas o las líneas estéticas. Y todos estos factores requieren de un proceso que se extiende a lo largo del tiempo; muchas veces, toda una vida. La gran diferencia entre el trabajo de un director de escena y el de un escritor es que el nuestro, aunque parte de una fase previa de estudio y soledad, se concreta alrededor de un colectivo de gente y la coordinación de ese colectivo (incluido el número de personas que lo integran) depende, en buena medida, de las condiciones materiales con las que contamos en ese momento concreto. Seamos o no productores – además de directores- vamos a convivir siempre con la palabra ‘presupuesto’.
Se ha dicho hasta la saciedad (y así seguiremos hasta que cambien las tornas) que la inversión pública económica española en artes escénicas ha sido y sigue siendo insuficiente. Generosa en la construcción de espacios teatrales públicos, sí, pero muy deficitaria – rácana, diría – en las ayudas a la creación y a los creadores.
No sería justo pasar de largo por esa frase tan socorrida, que seguro que muchos de ustedes han tenido, como yo, la ocasión de escuchar, ya que se pronuncia con alegría en los despachos o ventanillas de cualquier administración cultural, o se suelta en tono amable en una conversación relajada cuando alguien osa mencionar a la bicha (léase la guita, la plata): “La imaginación es un recurso más eficaz que el dinero para dar con soluciones escénicas soberbias”.
Nada que objetar si no fuera porque la intención que subyace tras esas palabras es la de culpabilizar al creador, al profesional, y eximir a los responsables de que sus condiciones materiales sean insuficientes: Si el problema no es económico, sino artístico (o imaginativo) pasa de ser “su” problema, a ser el nuestro. Entienden la perversión, ¿verdad?
No busquen nombres españoles porque no los encontrarán: esa revolución escénica no tuvo lugar en los escenarios patrios. Nuestros antepasados sobrevivieron como pudieron en sistemas que les imposibilitaron cualquier intento de renovación de la escena, y no por falta de talento o de ganas: no hay más que leer a Pérez Galdós, Valle-Inclán, Azorín, Rivas Cherif, Max Aub o al propio Lorca para darse cuenta de que en diversas situaciones históricas la posibilidad de que nuestra Historia de la Representación Escénica sufriera algún cambio estaba cerrada: nuestro autores podían tratar de revolucionar en la escritura -aunque sus textos no se llegasen a estrenar- pero no en el escenario, que exige el ‘aquí y ahora’ y un desembolso económico importante.
No sabemos cómo será el teatro que nos viene en esta nueva revolución tecnológica que vivimos; quién sabe si tocará que sean los teatreros españoles los pioneros de un nuevo y necesario devenir escénico en un mundo donde las manifestaciones culturales parecen haberse convertido en meras réplicas de sí mismas; lo cierto es que nuestro retraso histórico nos ha mantenido en un ‘fuera de juego’ de la escena internacional y nos ha hecho ‘llegar tarde’ tanto a determinadas corrientes estéticas como a las distintas propuestas estructurales que han favorecido el sistema de trabajo del teatro occidental.
Aún hoy en día el sistema del país nos impide aspirar a realidades que para nuestros vecinos son inseparables del hecho teatral: no aspiremos a mantener una compañía estable (al menos, en Madrid) porque no la podremos sostener y además de dinero, perderemos amigos; tampoco a establecernos como compañía residente de un teatro – realizando, además, la gestión del mismo- (como sí lo llevan haciendo nuestros vecinos franceses o portugueses desde hace años) y tampoco aspiremos, con las normativas impuestas en los últimos años, a funcionar de manera independiente en un local autogestionado o a poner un teatro en el salón de nuestra casa (a no ser que seamos millonarios y estemos dispuestos a asumir multas, que nos cierren u otros inconvenientes legales). Nuestras opciones -no me digan que no es irónico- tienen más que ver con la aspiración a dirigir alguna unidad de producción nacional (CDN, CNTC, Teatre Nacional de Cataluña, etc..) o -siendo un poco más modestos y realistas- a liderar proyectos que nos permitan realizar con los grandes teatros públicos alguna colaboración -como dicta la neolengua- público-privada.
Lejos de adaptarse a las necesidades del arte escénico, la administración pública española le ha impuesto su propia normativa, opuesta, la mayoría de las veces, a los procesos de creación, trabajo y realización escénica. Y esta cuestión no es, en absoluto, baladí, ya que incide de manera determinante en nuestro día a día y condiciona, de manera más determinante aún, propuestas y resultados artísticos. Porque, aunque las directoras y directores españoles desarrollemos nuestro trabajo fuera de los teatros o centros culturales públicos (lo cual, insisto, ya es raro: los visitamos si nos contratan para dirigir alguna obra concreta o si nos contratan funciones de espectáculos producidos previamente) dependemos casi totalmente de lo público para sobrevivir: Ayuntamientos, Comunidades, Estado, tienen en sus manos los circuitos, las redes, los Festivales… Ayuntamientos, Comunidades, Estado marcan y definen los cachés de contratación tanto de espectáculos (que, por cierto, llevan ‘congelados’ desde el año 2008; es decir, la administración paga lo mismo hoy por una función que hace 15 años, lo cual es escandaloso), como de profesionales y creadores (en este caso no están congelados, ¡son más bajos que hace, por lo menos, 10 años!). Ayuntamientos, Comunidades y Estado son, en definitiva, los grandes productores, directa o indirectamente, de las artes escénicas del país y los que diseñan los modelos de producción, exhibición y distribución de las mismas; y son, por tanto, los responsables del resultado cultural, social y laboral de esos modelos: si aumenta, o no, y por qué, el público de teatro; si hay espacios que están, o no, y por qué, infrautilizados; si la oferta que hacen responde al pulso social; si los artistas cobran, cuándo cobran, o no cobran y por qué; si el teatro se minusvalora o está sometido a una política insostenible de precios… A todo esto deberían contestar nuestras administraciones y explicarnos, también, por qué un 80% aproximado de los profesionales escénicos no pueden vivir de su trabajo mientras el 100% de los trabajadores de la administración sí vive del suyo. No estoy diciendo con esto que se aplique un régimen funcionarial para artistas, nada más alejado de lo que pienso. Pero sí que se asuma la responsabilidad que conlleva decidir sobre sueldos, contrataciones o ayudas públicas, más si se conoce la incidencia que esto puede tener sobre la situaciones laborales y económicas de un colectivo muy frágil, al que a menudo se menosprecia.
Este menosprecio a los creadores se está poniendo de manifiesto -aunque sea de manera no intencionada- en el proceso de implantación que se está llevando a cabo durante estos dos últimos años, del Estatuto del Artista. El simple hecho de que aún hoy – en abril de 2023, cuando escribo estas líneas- no se haya tomado ni una sola medida para los trabajadores en régimen de autónomos o que se cuestione si un director de teatro o coreógrafo es más que un artista, un ‘empresario’ (porque a veces tiene trabajadores a su cargo) cuando es el propio Estado – con sus leyes y normativas- el que le empuja a asumir competencias empresariales para ejercer su profesión, es el colmo de la esquizofrenia paranoide a la que nos somete el sistema estructural del teatro español. Los directores, en general, no quieren producir, quieren dirigir, pero en el contexto en el que nos movemos, lo normal es que en algún momento – si no es en toda su carrera- produzcan sus espectáculos.
Por otra parte, desde el punto de vista profesional, es de agradecer el legado que nos dejaron aquellos que hicieron posible que la Dirección Escénica formase parte de los estudios oficiales del país, entre los que destaco al maestro, investigador y director Juan Antonio Hormigón, que se dejó la piel en defender, entre otras cosas, la especialidad de Dirección en los estudios de Arte Dramático. No sólo le debemos el habernos podido formar y plantearnos cuestiones que o no las da la experiencia, o las puede dar demasiado tarde, también el que exista un reconocimiento oficial de la profesión de Director de Teatro. Tal y como están las cosas no es poco: ¡tenemos un IAE, un epígrafe que nos distingue!. ¡Podemos darnos de alta como autónomos en nuestro oficio y no en ‘otros similares’! ¡y también se nos reconoce como trabajadores de espectáculos públicos!. Insisto: en la triste realidad de los oficios culturales (muchos no existen ni para Hacienda ni para la SS) que el nuestro se reconozca como tal debería emocionarnos.
Bromas aparte, no está de más señalar que los estudios oficiales de Dirección contribuyeron a acelerar, de manera inusitada, la incorporación de las ‘novedades’ de la escena europea a la escena patria, técnica e intelectualmente, y posibilitaron a los estudiantes desarrollar carreras docentes vinculadas a la Universidad o a las propias Escuelas Oficiales de Arte Dramático, lo que ha salvado la vida económica de muchas compañeras y compañeros. (Cuestión aparte -y que merece otros artículos específicos- sería analizar cómo esos estudios se han ido desarrollando y cómo se han estructurado esas escuelas oficiales, que parecen vivir, en muchos casos, de espaldas a la realidad escénica; pero, como he señalado, el tema excede estas notas ).
Volviendo a la figura del director de escena, recuerdo a Juan Antonio en su compromiso por dignificarlo, no pasando ni una, como se dice en plata. Porque – cualquiera que haya dirigido seguro que me entiende- “aquí tragamos quina por botellas”. Recuerdo a Juan Antonio y le echo de menos porque hoy deberíamos estar muy alerta ante los frentes que se nos abren a diario y que, al igual que está pasando en otras profesiones por la pasividad de los propios trabajadores, nos pueden conducir de nuevo a las cavernas (tal vez no a la élite, pero sí al resto).
Las directoras o directores de escena como creadores, autores, hacedores de espectáculos (que es el objeto de este artículo) debemos seguir reivindicando el reconocimiento de nuestros derechos de autor y propiedad intelectual, reconocimiento que exige un cambio de la legislación actual: el gobierno debe asumir la situación de desamparo y vulnerabilidad a la que estamos expuestos, más si tenemos en cuenta que en España se compran y pagan derechos a directores de otros países para representar sus obras tal y como ellos las pusieron en escena (éxitos de teatros comerciales, musicales, etc.).
Creo que es importante también continuar el camino emprendido junto con otras asociaciones profesionales para mejorar las condiciones económicas y laborales de los trabajadores autónomos de la cultura, recogidas en las recomendaciones elaboradas por el Congreso de los Diputados para la implantación del EA, e incidir una y otra vez en la distinción entre un empresario al uso y las contrataciones de trabajadores que pueda realizar un autónomo (sean directores, coreógrafos, bailarines, actores, etc..) durante períodos concretos. A esto le sumaría la reivindicación -histórica- de diferenciar a una empresa cultural de una empresa mercantil: diferencia reconocida, por cierto, en toda Europa.
Y, por otra parte, creo que sería oportuno replantearnos por qué, como profesionales, no estamos defendiendo todas y cada una de las competencias que tiene nuestro oficio, que ni es fácil ni puede hacerlo cualquiera.
Cuestionar, por otra parte, que un director de escena dirija un centro público porque es ‘artista’ y confrontarlo con un gestor, por ejemplo, es – improperios aparte- poco constructivo. Nuestro oficio se ha creado y ha crecido gracias a esos directores ‘artistas’ (y artísticos) que, además de dirigir espectáculos, establecían las líneas de programación y gestión de los espacios teatrales que habitaban. Y no lo han hecho, ni mucho menos, solos: a su lado, escritores, dramaturgos, actores y, por supuesto, gestores – que, por cierto, ya están integrados en diversos puestos de trabajo en esos teatros (jefaturas de producción, direcciones adjuntas o gerencias, por citar algunos ejemplos)-. Más constructivo sería poner sobre la mesa cuestiones de ética y deontología profesional en la dirección de esos teatros y solicitar explicaciones a la administración – que es realmente la que diseña el modelo de gestión y define, entre otras cosas, los sueldos-.
Y no se trata ya de que nuestro sector esté más o menos satisfecho con la dirección artística de los teatros públicos (un sector que pasa hambre fuera de lo público sólo estará satisfecho -o menos insatisfecho- si mejora su situación económica y si se le posibilitan herramientas para desarrollar su profesión), se trata de no caer en la vacuidad de «cambiar a unos por otros» sin un análisis previo de un sistema de teatro público que con los años tal vez se ha degradado y, tal vez, debería renovarse.
El error fundamental, en mi opinión, de la estructura que sustenta el sistema de teatro español ha sido, precisamente, el haber creado la ilusión de un «gran» teatro público híperprotegido (que a su vez ha sabido vincularse y generar lazos con las grandes productoras privadas) y descuidar – en muchos casos, maltratar y destruir- los proyectos autónomos, generados por los propios creadores, sustentados en estructuras pequeñas, que son los que conforman el tejido real del teatro de cualquier país.
¿ Y qué hacer ahora, cuando el sistema global está desmontando -a base de externalizaciones, licitaciones, colaboraciones – las estructuras públicas tal y como las conocíamos? Quizá sea el momento de no aflojar y de trabajar en pos de modelos que equilibren las brechas – abismos- de desigualdad tan grandes que se viven en todo el ámbito cultural y, en especial, en las artes escénicas.
* Directora de teatro, dramaturga. Visitar el blog de Aitana Galán, clic aquí
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