La hija de Lucía
Por Rosa Burgos
La sala donde se celebra el juicio con jurado por la muerte de su madre, revestida de madera, es desangela e impersonal. A la derecha, las defensas y los acusados —su padre y un sicario—, les siguen las defensas y el fiscal. Enfrente, el magistrado ponente y la letrada judicial; en el lado opuesto, los jurados y, a continuación, la prensa. En medio de la sala, sentados en bancadas grises parecidas a las salas de espera de los ambulatorios y de las sucursales bancarias, familiares y curiosos observan y opinan entre sí en voz baja.
—¿Jura usted decir la verdad?
—Lo juro.
—Puede contestar a las preguntas del Ministerio Fiscal. Señor fiscal, tiene usted la palabra.
—Con la venia, señoría. ¿Podría usted informar al jurado la forma en que su padre amenazaba de muerte a su madre?
Detrás de un biombo, una voz débil y emocionada, relata con firmeza, a pesar de todo, las presiones que ambas recibieron para que se marcharan de la finca donde vivían, de cómo les cortó el agua y la luz, de cómo aparecía el coche de su madre con las ruedas pinchadas, de cómo hizo desaparecer de la casa los dos perros poco antes del asesinato, de cómo su padre le dijo a su madre que de la finca tendrían que salir por las buenas o por las malas metidas en una bolsa de basura y de cómo su madre le pidió a su hermana —su tía— que si a ella le pasaba algo, por favor, se hiciera cargo de su hija, su única hija, una menor de edad, de doce años.
Mientras habla la hija de Lucía su padre escribe unas notas en un papel y se las pasa al abogado. Los hombres y mujeres que conforman el jurado la escuchan con la respiración entrecortada. Toda la sala permanece inmóvil como una fotografía pues no se oye ni una rozadura de las sillas ni un ajuste de togas ni tan siquiera moverse un papel sumarial.
Desde la casa —continúa— oían los rugidos de los leones y tigres que su padre, adrede, los mantenía hambrientos sin saber con certeza si las jaulas estaban abiertas o cerradas, tampoco sabían si las serpientes venenosas podían deslizarse por el jardín y enrocarse en algún rincón de la casa, por eso su madre cuidaba que las ventanas y puertas estuvieran bien cerradas siempre. Si aquellas fieras estaban en la finca era porque su padre guardaba allí las que incautaba la Guardia Civil con la que mantenía estrechas relaciones, además de compartir negocios de drogas o de armas.
Es breve y preciso su relato. No cuenta, al no haber razón judicial alguna, cuando en las sombras de la casa, ella y su madre, con las manos unidas, esperaban juntas alcanzar un día más con vida. Tampoco, cuando durante las clases de matemáticas o de literatura, su alma se ausentaba y sentía unas punzadas como si le avisaran que los presentimientos iban a convertirse en una cruda realidad. Después vendrían los hechos, esos de que los que nunca más podría aislarse de ellos: el asesinato, en 2008, de su madre por un sicario en colaboración necesaria con su padre y, a continuación, para más castigo, quince años de maltrato institucional, de corrupciones policiales, de ineptitudes judiciales y políticas. Los mismos quince años que su tía y dos o tres guardias civiles, no más, han batallado para reabrir el caso.
Ahora, la hija de Lucía, a sus veintisiete años, ha escuchado el veredicto de culpabilidad de su padre y del sicario a los que se les condena a veinticuatro y veintidós años de prisión, respectivamente, tal como solicitó el fiscal. Sin embargo, en la sentencia no se acuerda su ingreso inmediato en prisión por no haber riesgo de fuga, en contra de la petición fiscal.
La sala donde se ha celebrado el juicio ha quedado vacía. El magistrado, la letrada judicial, el fiscal y los abogados vuelven a otros asuntos; los miembros del jurado retornan a su vida cotidiana. Al padre de Lucía se le ve por la calle hablando por el móvil en dirección a su coche. La hija de Lucía baja las escaleras de la Ciudad de la Justicia con una herida que le acompañará toda su vida. Lucía: tu hija.
* Rosa Burgos López. Nació en Cúllar (Granada). Reside en Málaga. Es licenciada en Derecho por la Universidad de Granada. Perteneciente al Cuerpo Jurídico Superior de la Administración de Justicia, ha ejercido como Letrada de la Administración de Justicia (los antiguos Secretarios Judiciales) toda su vida profesional.
Figura en la Antología Escritoras y artistas contemporáneas andaluzas, Instituto Andaluz de la Mujer, 1997, donde le publican el poema “La difamación”.
Fue finalista del Premio de Poesía del Ateneo de Málaga en 1998, con la obra Fuga de voces. En 1999, el mismo Ateneo le publica, en sus Hojas de Cortesía, Sigue las pisadas de mis tacones rojos.
Figura en la Antología de poemas, canciones, visuales y cómics, Aldea Poética II, 2002, donde le publican el poema “Madrugada del 7 de febrero de 1995” o “carne desvenada”.
Como investigadora de nuestra historia reciente, es autora de los libros: La muerte de García Caparrós en la transición política, 2007; El sumario Fernández Quesada, ¿una transición modélica?, 2008; La bala que cayó del cielo, 2012; Las muertes de García Caparrós, 2017. En 2019 publicó su poemario “Palacio de Justicia”.
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