La Transición española: el fin de un mito
Durante décadas, se ha mantenido el mito de la transición española como un proceso ejemplar, que permitió avanzar sin traumas desde la dictadura hasta una sociedad democrática, abierta y plural, pero cada vez se escuchan más voces discrepantes que exigen un nuevo relato.
La corrupción de la clase política y su connivencia con las oligarquías financieras, el fraude fiscal, la burbuja inmobiliaria, la explotación laboral, las intolerables desigualdades sociales, la pervivencia de una monarquía cada vez más cuestionada o el mantenimiento de una legislación antiterrorista que viola todos los tratados internacionales sobre derechos humanos, no han brotado por casualidad. Muchos opinamos que son la herencia de un proceso orquestado por políticos franquistas, sin otra preocupación que garantizar su impunidad y preservar sus privilegios.
La economía
La Transición española apenas afectó a la redistribución de la riqueza. Las élites económicas conservaron el patrimonio adquirido durante la dictadura y continúan tutelando al poder político, que siempre se ha mostrado benevolente con sus intereses. Las grandes familias empresariales (los March, Fenosa, Koplowitz o Meliá) descubrieron en seguida que la democracia parlamentaria no representaba un peligro.
Su percepción fue confirmada por tres décadas, donde los trabajadores soportaron ajustes, reconversiones e imposiciones por decreto, pese a huelgas generales como la del 14-D de 1988, cuyo éxito no logró que los jóvenes, los desempleados y los asalariados con retribuciones más exiguas mejoraran sus expectativas y su precaria calidad de vida. No es fruto del azar que el salario mínimo interprofesional de nuestro país (641,40 euros) se halle entre los más bajos de la Unión Europea, aventajando tan sólo a los de Portugal y Polonia. Las diferencias sociales se han consolidado bajo los diferentes gobiernos de la democracia. Un salario mínimo raquítico, que se utiliza para contener las demandas de los sindicatos en la negociación de los convenios, no ha impedido que nuestros directivos sean los mejor pagados de Europa.
Los consejeros delegados y los altos ejecutivos de las empresas IBEX a veces ganan cantidades que representan 360 veces el salario mínimo. Hace unos días, el Banco de España obligó los directivos de las cajas con ayudas públicas a publicar sus sueldos, creando un enorme malestar entre los afectados. Las cifras son indignantes en un país con una tasa de pobreza del 25% (ingresos anuales inferiores a 16.680 euros en una familia compuesta por dos adultos y dos niños) y con unas perspectivas sombrías, que incluyen a corto plazo una recesión con destrucción masiva de empleo. El presidente de Bankia, Rodrigo Rato, percibió 2,34 millones de euros en 2011. Adolf Todó, presidente de CatalunyaCaixa, intervenida por el Estado después de inyectarle 2.968 millones, cobra 1,55 millones. Mientras tanto, 700.000 personas sobreviven con menos de 3.000 euros anuales.
Los altos salarios de los ejecutivos y los beneficios empresariales sortean con facilidad el control de la Hacienda Pública. El 82% de las empresas del IBEX 35 aseguran el capital acumulado con paraísos fiscales. El billete de 500 euros (el 65% del dinero que circula por el territorio nacional) es la herramienta perfecta para el fraude fiscal. El 25% de estos billetes están en nuestro país. Gracias a ellos, se defraudan 16.000 millones de euros anuales y la economía sumergida, con casi cuatro millones de puestos de trabajo, comete un desfalco de 32.000 millones más.
En Alemania, la economía sumergida representa el 6% del PIB. En España, el 25%. Se estima que el 86% de las fortunas con más de diez millones de euros eluden sus obligaciones fiscales. Las mayores bolsas de evasión fiscal están en capital mobiliario e inmuebles. Se podrían recaudar 21.000 millones de euros anuales, si los inspectores del Ministerio de Hacienda se ocuparan de controlar y supervisar las declaraciones de la renta de las grandes fortunas.
El gobierno de Mariano Rajoy tendrá que recortar precisamente 21.000 millones más a lo largo de 2012 para cumplir con los objetivos del déficit impuesto por la Unión Europea. Evidentemente, la mayoría saldrá de las rentas del trabajo y de nuevos recortes en educación, sanidad, investigación, cultura, salarios y pensiones. El incremento del IVA se ha aplazado para no penalizar aún más el consumo, agravando la contracción de la economía, pero ha prevalecido un ajuste regresivo maquillado por una ligera subida fiscal de las rentas más altas.
La violación de los derechos humanos
La transición no sólo mantuvo intactas las estructuras económicas, con su cortejo de fraude y corrupción. Los militares y policías implicados en torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales se beneficiaron de una amnistía sin fundamento jurídico, pues los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad nunca prescriben y no se puede invocar la soberanía de un país para exonerar a los responsables. Nadie ha respondido por las muertes de Julián Grimau o Enrique Ruano, dos repulsivos crímenes de Estado que Manuel Fraga Iribarne justificó y encubrió desde su cargo de Ministro del Información y Turismo. Nadie ha sido juzgado por las más de 300.000 víctimas de la represión franquista durante la postguerra. Ni siquiera se han exhumado las fosas clandestinas donde aún esperan justicia 130.000 víctimas del terrorismo de Estado.
La independencia del poder judicial es dudosa. La Audiencia Nacional se parece de forma inquietante al nefando Tribunal de Orden Público, al que al menos formalmente reemplazó, y no merece una consideración diferente el Tribunal Supremo, que acaba de absolver a los guardias civiles condenados por la Audiencia de Gipuzkoa por presuntas torturas contra los integrantes del comando de ETA que colocó la bomba en la T4 de Barajas.
El diario El País ironizó sobre la sentencia en un valiente artículo de José Yoldi titulado: “Aquellas costillas que se lanzaban contra las porras” (22-11-2011). El texto no tiene desperdicio y refleja la situación de los derechos humanos en España: “La versión del Supremo de que las lesiones fueron causadas cuando los etarras pretendían escapar es similar a aquellas de la Transición cuando las costillas se lanzaban contra las porras. Un delirio. Cuando uno o dos agentes se lanzan encima de alguien le pueden causar una, dos, o media docena de lesiones y suelen ser en el mismo lado. ¿Ha leído el Supremo los dos interminables folios de hematomas, equimomas, eritemas, erosiones, escoriaciones e incluso fracturas de los partes médicos? Sarasola presentaba 18 lesiones distintas, varias de ocho por siete centímetros, en ojo, tórax, abdomen y brazos, y Portu, aparte de una docena de hematomas y erosiones, tenía varias fracturas costales con colapso pulmonar y derrame pleural, además de otras lesiones en un ojo, abdomen y piernas. ¿Semejante cantidad de lesiones al reducir a un fugitivo? (…) Decía Chesterton: ‘Puedo creer lo imposible, pero no lo improbable’. Pero usted, como el Supremo, puede creer lo que quiera”.
La Transición no fue pacífica. El 3 de marzo de 1976 la policía española disparó contra los obreros en huelga que se habían refugiado en una iglesia de Vitoria-Gasteiz. No era una protesta política, sino laboral. Murieron seis trabajadores, uno de ellos con 17 años (Francisco Aznar Clemente) y otro con 19 (Romualdo Barroso Chaparro). Nunca se juzgó a los autores materiales ni a los que ordenaron disparar (Manuel Fraga, Rodolfo Martín Villa y el general Campano, comandante general de la Guardia Civil) y el 6 de junio de 2011 el PP, el PSOE y UPyD impidieron con sus votos en el Parlamento vasco que se reconociera a los trabajadores asesinados como “víctimas del terrorismo”.
Lluis Llach compuso una hermosa canción, “Campanades a mort”, que rendía un homenaje a los caídos, recordándonos una vez más que la poesía es la invención más digna del ser humano, pues su esencia no es ahondar en el yo, sino abrirse a los otros. Si buscamos el yo, debemos perdernos en el otro, pues la existencia humana siempre es una existencia en comunidad.
Desgraciadamente, los crímenes de la policía prosiguieron, con la misma impunidad en años posteriores. El 8 de julio de 1978 los antidisturbios dispararon contra el estudiante Germán Rodríguez en Pamplona, causándole la muerte. El disparo le perforó la frente y se hizo a bocajarro. Por supuesto, no se juzgó a los responsables.
Podría pensarse que han cambiado las cosas, pero los hechos no corroboran esa impresión. El 6 de febrero de 2004, Theo van Boven, catedrático de Derecho Constitucional y relator de Naciones Unidas del Comité contra la Tortura, afirmó que en España no habían desparecido la tortura ni los tratos inhumanos y degradantes. Amnistía Internacional y Human Rigths Watch han denunciado en sus informes anuales de 2010 que nuestro país incumple sus obligaciones en materia de derechos humanos. Entre 2001 y 2008, sólo en Euskal Herria 5.686 personas denunciaron haber sido torturadas mientras se encontraban bajo tutela policial o penitenciaria. Algunos casos han obtenido cierta resonancia mediática.
Martxelo Otamendi, director de Egunkaria, fue detenido con otras diez personas en 2003, acusados de colaboración con ETA. En esas fechas, Egunkaria era el único periódico que se editaba íntegramente en euskera. Su intención era rescatar la iniciativa de Eguna, el periódico editado por el Gobierno Vasco entre enero y julio de 1937. Otamendi y sus compañeros fueron brutalmente torturados por la Guardia Civil: privación de sueño, golpes, amenazas, simulacros de ejecución, humillaciones sexuales y la famosa bolsa, un plástico que se adhiere a la cara, provocando inmediatamente sensaciones de asfixia. Absueltos en 2010 por la Audiencia Nacional, los directivos de Egunkaria no han recibido ninguna clase de reparación.
No quiero dejar de mencionar el Caso Almería. El 10 de mayo de 1981 aparecieron los cuerpos calcinados de tres jóvenes en un barranco de la carretera de Gérgal. La Guardia Civil aseguró en un primer momento que se trataba de tres activistas de ETA, pero en realidad eran tres trabajadores (Juan Mañas Morales, Luis Montero García y Luis Manuel Cobo Mier) que habían sido confundidos con los miembros de un comando. El teniente coronel Carlos Castillo Quero ordena el traslado de los detenidos a un cuartel abandonado en Casafuerte (Almería), donde once agentes participan en una sesión de torturas que finalizará trágicamente. Los tres jóvenes mueren. Después de descubrir el error, se intentan borrar las pruebas tiroteando y quemando los cuerpos. Los cadáveres son descuartizados para introducirlos en el Ford Fiesta que será despeñado. Pese a la versión oficial de Juan José Rosón, Ministro del Interior, según el cual el coche se había precipitado al vacío durante un intento de fuga, sale a la luz toda la verdad, pero sólo se procesa y condena a tres agentes, incluido el teniente coronel Quero, que en 1987 ya disfruta del tercer grado y en 1992 queda en libertad condicional. La familia de Juan Mañas ha solicitado inútilmente a diferentes organismos que los tres jóvenes torturados y asesinados por la Guardia Civil sean reconocidos como víctimas del terrorismo.
La memoria histórica
España no ha liquidado las cuentas con su pasado. Aún hay calles, avenidas, plazas y estatuas dedicadas a Franco y sus generales, pero más de cien mil víctimas de la represión aún siguen enterradas en carreteras, cunetas o barrancos. Los restos de García Lorca aún siguen en paradero desconocido. Ni siquiera se ha creado una Comisión de la Verdad para hacer un relato objetivo de los hechos. Ningún país europeo consentiría que se mantuviera en pie un mausoleo dedicado a un criminal de guerra, pero en España sigue en pie el horripilante Valle de los Caídos.
Soportamos una monarquía que actuó de forma incomprensible el 23-F. Estamos muy lejos de conocer lo que sucedió realmente y cuál fue el papel desempeñado por Juan Carlos I, que ha acumulado una notable fortuna personal desde su subida al trono, a veces realizando negocios con figuras tan execrables como Mario Conde, Javier de la Rosa, Manuel de Prado o José María Ruiz Mateos, todos ellos procesados y condenados por diferentes delitos financieros. La revista Forbes atribuye a la Corona una fortuna de 1.790 millones de euros.
El supuesto consenso entre las fuerzas políticas implicadas en la Transición se produjo en un clima de coacción, donde el margen de maniobra casi era inexistente. El hecho de que Manuel Fraga fuera uno de los siete padres de la Constitución sólo pone de manifiesto la concurrencia de notables irregularidades. La presencia de la izquierda (Gregorio Peces-Barba, Jordi Sole Tura) fue minoritaria y, en algunos aspectos, simbólica. No se consultó a ningún partido vasco y, por supuesto, ni siquiera se planteó su intervención en la elaboración del texto constitucional. El PCE sólo logró su legalización, acatando la monarquía y renunciando a cualquier planteamiento revolucionario. No creo que se pueda hablar de traición, pero sí de claudicación. La Constitución se aprobó en un clima de miedo. Se planteó el “no” como un gesto de irresponsabilidad que podría desembocar en una guerra civil.
Treinta años después es imposible afirmar que España ha transitado hacia una democracia real, efectiva. La división de poderes nunca llegó a materializarse, pues en nuestro país hay un régimen parlamentario y no presidencialista (como el de Francia o México), donde se mezclan el poder legislativo y ejecutivo hasta confundirse y desaparecer cualquier diferencia. El Consejo General del Poder Judicial, la Fiscalía General del Estado o el Tribunal Constitucional están sujetos a decisiones políticas que comprometen gravemente su presunta independencia. Esta anomalía sólo es un reflejo más de una Transición deficitaria.
El balance no es menos desolador en otros ámbitos. El régimen de las autonomías no ha resuelto el problema de España como nación histórica. Ni siquiera se planteó la posibilidad de reconocer el derecho de autodeterminación y se crearon graves desequilibrios territoriales. Los partidos políticos no reflejan la voluntad real de los ciudadanos, con su modelo de listas cerradas y verticales. El sistema D’Hont propicia el bipartidismo y contiene el avance de la izquierda real. Se fomenta el personalismo al permitir la reelección indefinida de los cargos públicos y se malogra de raíz el pluralismo político. Se afirma que la Constitución permite tanto una economía de mercado como una economía planificada, pero en las condiciones sociales e históricas en que se gestó la apuesta por un capitalismo liberal era inequívoca. La concentración de la información en unos pocos núcleos empresariales ha contribuido a frustrar la aparición de medios de comunicación verdaderamente independientes. La aparición de la red ha posibilitado la circulación de medios alternativos, pero la vigilancia de la policía y de un poder judicial concertado con el poder político ejerce una coacción silenciosa sobre los periodistas digitales. Siempre se puede cerrar un blog, una página web o un perfil de Facebook con argumentos difusos o acusar de terrorismo con cualquier pretexto. La doctrina impulsada en la Audiencia Nacional por el juez Baltasar Garzón, según la cual “todo es ETA”, ha convertido en terrorismo a cualquier iniciativa a favor del socialismo o la autodeterminación en Euskal Herria.El pueblo, viento de libertad
A estas alturas, es ridículo sostener que la democracia llegó a España gracias a la corona y los políticos reformistas (Suárez, Areilza, Fraga). Los cambios se produjeron gracias a las movilizaciones populares. Todos los que vivimos los años de plomo de la Transición, con manifestaciones multitudinarias donde la policía y la ultraderecha colaboraban estrechamente para reprimir las ansias de libertad, nunca olvidaremos a las víctimas, algunas abatidas por pistoleros de Fuerza Nueva o los Guerrilleros de Cristo Rey; otras, por la policía, como María Luz Nájera, de 21 años, que perdió la vida cuando un agente le disparó a bocajarro un bote de humo, apuntando a su cabeza.
Se recuerda a los abogados de Atocha, asesinados el 24 de enero de 1977, pero han caído en el olvido los nombres de Carlos González Martínez, Arturo Ruiz, Yolanda González o Arturo Pajuelo. Arturo Ruiz era un estudiante de 19 años que murió cuando un ultraderechista argentino, que militaba en la Triple A, le pegó un tiro en un callejón de la Gran Vía. En esa época, los grupos de extrema derecha se movían por España a sus anchas, confraternizando con las Fuerzas de Seguridad del Estado. El 13 de diciembre de 1979, la policía asesina en una manifestación a los estudiantes José Luis Montanes Gil y Emilio Martínez. Podría citar los nombres de otras víctimas de la Transición, pero creo que la tragedia de Yolanda González simboliza el sufrimiento de toda una generación de jóvenes que lucharon por la libertad y el fin de la dictadura.
Yolanda González nació en Bilbao el 18 de enero de 1961. Hija de una familia obrera, militó brevemente en la Liga Comunista Revolucionaria. En octubre de 1979 participó en la fundación del Partido Socialista de los Trabajadores. Se trasladó a Madrid, buscando un porvenir. Se matriculó en el Centro Profesional de Vallecas y consiguió trabajo como empleada de hogar. Delegada de la Coordinadora Estudiantil de Madrid, adquirió en seguida el reconocimiento de sus compañeros de lucha política, que apreciaron su capacidad de liderazgo. Secuestrada por Emilio Hellín e Ignacio Abad, aparece con tres disparos en la cabeza en una cuneta cerca de San Martín de Valdeiglesias. Los asesinos pertenecen a Fuerza Nueva. Ambos son detenidos quince días más tarde. Hellín declara que la orden ha partido de Martínez Lorca, ex guardia civil, jefe de seguridad de Fuerza Nueva y estrecho colaborador de Blas Piñar. El atentado es reivindicado por el “Grupo 41” del Batallón Vasco Español, una de las hidras del terrorismo de Estado. Algo más tarde, se descubre la implicación de Juan José Hellín, hermano de Emilio y miembro de la Guardia Civil, y del policía nacional Juan Rodas Crespo. Emilio Hellín relata que antes de matar a Yolanda, le dijo al oído: “Aquí se acabó el paseo, roja de mierda”, no sin haberla torturado previamente por el camino. Después de golpearla salvajemente, la obligó a bajar del coche y le disparó dos tiros en la cabeza. Ignacio Abad le propinó un tercer tiro de gracia. Yolanda acababa de cumplir 19 años.
El entonces diputado Juan Barranco declaró: “Este asunto se achaca en su superficie a elementos de la extrema derecha, pero va más allá y se relaciona con instituciones del Estado“. Siempre se sospechó que detrás del crimen se encontraba la Brigada Especial Operativa, dirigida por el comisario Manuel Ballesteros, un brutal torturador de la dictadura franquista rescatado por el ministro socialista del Interior, José Barrionuevo, para colaborar en la guerra sucia contra los independentistas vascos.
Franco murió en la cama, pero España no era un país resignado a la dictadura, sino una de las naciones de Europa con más agitación social y con unos movimientos obreros y estudiantiles más reivindicativos. Conviene recordar que en 1976 hubo 1.438 días de huelga por cada 1.000 trabajadores, cuando la media en la Comunidad Europea era de 390 días. En los sectores industriales, la cifra se disparó hasta los 2.085 días. Estos números se repitieron en 1977. El economista y ensayista Vincenç Navarro apunta que las protestas de los trabajadores se habían agudizado a partir de 1973 y alcanzaron su punto más alto en 1976, cuando el ministro de Gobernación, consciente de que se habían perdido 150 millones de horas de trabajo a consecuencia de 17.731 huelgas, advirtió del “gran peligro que representaba tal movilización para la continuación del orden constitucional”.
En ese momento, el orden constitucional estaba representado por la monarquía. Los documentos del Ministerio de la Gobernación manifiestan claramente la profunda inquietud desatada por las movilizaciones obreras. Juan Carlos I decidió despedir a Carlos Arias Navarro y reemplazarlo por Suárez para garantizar su propia continuidad al frente del Estado español. Carlos Arias Navarro había presidido uno de los gobiernos más represivos de la dictadura, generalizando la tortura y el asesinato extrajudicial. En ese período, muchas huelgas y manifestaciones se resolvieron con disparos de la policía, que mató a varios obreros con una mezcla de crueldad e impunidad, capaz de justificar el rechazo que aún despiertan en amplios sectores de la sociedad unos cuerpos comprometidos durante décadas con la represión de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
La brutalidad empleada con los indignados de Barcelona y Madrid en las concentraciones del 15-M pone de relieve que ha cambiado el color del uniforme de los antidisturbios, pero no su espíritu. El Tribunal de Orden Público trabajó sin descanso entre 1970 y 1975, abriendo 12.000 procesos. Esa tendencia represiva aún está presente en el primer gobierno de la Monarquía, cuando el Consejo de Ministros aprueba la militarización de todos los empleados de Correos, Telégrafos, Telefónica, Ferrocarriles, agua, gas y electricidad. A pesar de la medida, prosiguen las movilizaciones y el rey comprende la necesidad de un cambio para no repetir el destino de Alfonso XIII.
El aperturismo de Suárez hizo todo lo posible para marginar a las fuerzas más reivindicativas de la izquierda y establecer una democracia limitada, según ha reconocido Miguel Herrero de Miñón, uno de los colaboradores más cercanos del nuevo presidente. El PCE aceptó pasar a segundo término y el PSOE, con un papel irrelevante en la lucha clandestina contra la dictadura, se comprometió a desviarse del marxismo para no crear problemas. El gobierno de Felipe González continuó con la tradición de la guerra sucia, creando los GAL y recurriendo a militares de la dictadura, como el general José Antonio Sáenz de Santamaría. Falangista de primera hora, Saénz de Santamaría se ocupó de exterminar al maquis durante la postguerra, empleando sistemáticamente la tortura y las ejecuciones clandestinas. Fue el responsable de organizar los últimos fusilamientos de la dictadura el 27 de septiembre de 1975, desafiando a la opinión pública internacional, que protestó contra un nuevo crimen de Estado. Director general de la Guardia Civil y de la Policía durante el gobierno socialista, no reconocería hasta 1995 la implicación de las Fuerzas de Seguridad del Estado en la creación de los GAL y en sus últimos años ironizó sobre la campaña contra Felipe González, señalando que el presidente socialista se limitó a imitar a sus antecesores. La reaparición o permanencia de ciertos nombres asociados a la dictadura y la represión cuestiona el espejismo de un país democrático, sin violaciones de los derechos humanos y una libertad sin coacciones ilegítimas. España necesita una segunda transición o, mejor dicho, un cambio que nos aleje definitivamente del franquismo, pero nada indica que se esté gestando nada semejante. En 1975, el pueblo español luchaba en las calles por la democracia, mientras los políticos reformistas y la casa real realizaban ingeniería institucional para asegurar sus prebendas.
El 15-M representó la primera movilización popular de un nuevo período, donde los perdedores de la crisis económica exigen el fin de los abusos y las desigualdades. No se ha conseguido nada, pues no existía una conciencia política con unos objetivos claros y se agitó la bandera del apartidismo, sin advertir que las banderas son necesarias para asaltar los cielos. El 15-M detuvo los desahucios, pero de inmediato el poder judicial envió a los antidisturbios para garantizar que las familias sin recursos acabaran en la calle y se restableciera el orden público.
No pierdo la esperanza de que las protestas renazcan, con otro signo, rescatando el espíritu de los que se manifestaron en los años de plomo de la transición. Ellos y ellas, especialmente los que murieron asesinados por la ultraderecha o las Fuerzas de Seguridad del Estado, son los verdaderos protagonistas de un cambio político boicoteado por las instituciones heredadas del franquismo. Su espíritu aún circula por las calles y las plazas, recordándonos que los pueblos a veces se adormecen, pero nunca renuncian a la libertad y la dignidad.