La vuelta de los charlatanes
Quizá muchos se acuerden de aquellos charlatanes que iban de feria en feria ofreciendo lotes de mantas, pócimas milagrosas, peines de carey, palanganas, sartenes, orinales de porcelana y otra aparatosa cacharrería. Hablaban por los codos, con un micrófono de agudos pitidos colgado al cuello y parecía que no respiraban o lo hacían por branquias. Su palabrería era infinita. Su misión era aturdir, no dejar pensar para que no se instalase la duda y el cliente se perdiera. Había que venderle al público el "chollo" y además que se fuera convencido, porque "se lleva usted este cortaplumas de regalo. Todo por el módico precio de…Hoy mi ayudante y un servidor de ustedes estamos que lo tiramos, oigan".
Esa figura del pasado subdesarrollado ya no existe. Los tiempos han avanzado una barbaridad. Los vendedores de crecepelo, ungüentos y otros infalibles remedios populistas, para arreglar la crisis que nos asola, salen por la televisión. Pero hacen los mismo que los chamarileros. Venden ilusiones de humo. Y a cambio quieren votos electorales. Porque las urnas son poder y dinero.
Esa es la única pero importante diferencia con sus antecesores feriantes. Lo suyo es vender lo que sea. Algunos de los más llamativos funámbulos de la palabra pueden ser en la actualidad, por ejemplo, Revilla o Rosa Díez. Tienen éxito. Venden mucho. Venden varitas mágicas luminosas con soluciones infalibles. En tiempos críticos la gente se agarra a cualquier clavo ardiendo. Y se apegan: quieren creer. Los charlatanes lo saben. Los discursos de los partidos de siempre aburren y, en su afán de mirarse el ombligo entre unas elecciones y otras, no sirven para nada. La gente piensa que puestos a tener que soportar este circo inoperante, por lo menos que haya algo divertido.
Parece pues que, por desmemoria, pereza mental, morbo o intoxicación, estamos condenados a seguir acarreando la eterna piedra de Sisifo una y otra vez y vuelta a empezar, aunque cada día más fatigados. Por aquí siempre está pendiendo la maldición española del falangismo primoriverista y de las JONS. Esta doctrina ultracatólica no ceja en su empeño, acechando cualquier debilidad de la coyuntura para volver la vista a la gruta.
Es decir, ahora mismo.
Los populismos son euforizantes y carroñeros. Caudillistas. Se nutren fundamentalmente de despojos ideológicos y desechos de ideas, los rebozan con pan rallado retórico y los calientan para inflamar a las masas descontentas. Vacíos de originalidad, no aportan nunca nada interesante de sustancia y transformación social. Son buñuelos de viento; dependen sobremanera de su sistema de megafonía. Por otra parte, tienen una especial habilidad para llevar el agua a su molino por la vía oratoria. Pero una vez el gato de los votos en el talego, suelen practicar el refranero: “Donde dije digo, digo Diego” o “Si te he visto no me acuerdo”. Sesgan la realidad con filigranas astutas y, al igual que los telepredicadores, ofrecen remedios para todo, a condición de que se crea en ellos como únicos salvadores. Son especialistas en victimismo y halagan al auditorio con sonajeros diversos, fascinándole con lo que quiere oír; preferentemente alimentando los bajos instintos incautos y sin aparente criterio. Lo suyo es la imprecación y la alarma del que persigue más orden represivo y menos "libertinaje". No en vano son adictos de los escuadrones, los uniformes y las medallas.
Sucede que en tiempos hambrientos de pan y justicia los descontentos son más frecuentes y numerosos. En ese caldo gordo medran las perennes plantas parasitarias filofascistas.
Para ahuyentar esta enfermedad protopolítica el mejor escudo mejor es leer y huir de la demagogia como de la quema. Pasar de largo. A palabras hueras oídos sordos. A no ser que queramos volver a los tiempos del fielato y el estraperlo.
* Director del desaparecido semanario "La Realidad"
Imagen http://pisandocharcosaguirre.blogspot.com.es