Libertad para matar
Gabalaui*. LQSomos. Agosto 2015
Libertad… esa palabra. Cualquiera puede defender su posicionamiento, por muy dantesco que sea, echando mano de esta palabra. Sirve igual para un roto que para un descosido. No es la única palabra de la que se extrae su significado para que signifique lo que uno quiere, pero sí es de las que más se zarandean cuando se defienden opiniones y comportamientos. Es una defensa ante los cuestionamientos y, en muchos casos, un parapeto contra la reflexión personal sobre lo que uno piensa y hace. La derecha política la ha izado como bandera con respecto a Cataluña considerando que las aspiraciones independentistas amenazan la libertad de las personas de bien, secuestradas por el avance de un pensamiento que amenaza la indisolubilidad nacional. Medios de comunicación la han utilizado como denominación, como carta de presentación ante sus lectores, defendiendo ideas que atentan contra los derechos humanos y civiles, regímenes dictatoriales de naturaleza fascista, como el español, o mentiras y difamaciones dirigidas contra oponentes políticos o ideologías antagónicas. En las convocatorias de huelgas generales se ha defendido la libertad para ir a trabajar y en las acampadas del 15M se habló de la libertad de tránsito que era violentada por un movimiento social, político y reivindicativo que impedía que se pudiera pasear por donde se quisiera. Cada vez que se intenta avanzar en la construcción de un estado laico, se avienta la agresión a la libertad religiosa y, por supuesto, si quiero matar planifico una operación llamada Libertad Duradera.
La libertad de matar a personas y, también, a los animales. Según puntuemos la secuencia de los hechos podremos defender una posición u otra. Si ante la muerte de un animal, nosotros nos centramos en la lucha entre el hombre y la naturaleza, en la creación de belleza cuya cima sublime es la muerte del animal, seremos defensores de lo que llamaremos el arte de la tauromaquia. Si ante la muerte de un animal, nos centramos en la crueldad innecesaria, en el sufrimiento y el dolor, seremos defensores del toro, de su derecho a la vida y a una muerte digna. El aumento de la sensibilidad pone en peligro una práctica centenaria que es considerada patrimonio cultural en el estado español y ante su más que probable desaparición los toreros responden gritando ¡libertad, libertad!…para matar. Evidentemente si nosotros pensamos que creamos belleza no hablaremos de matar sino de armonía, inspiración, sentimiento, emoción y arte. Convertiremos un acto violento que finaliza en muerte en un modo de entender la belleza. Convertiremos el hecho cruento en una abstracción, adornada por los más bellos epítetos. Nadie resistiría considerarse a sí mismo como un matarife, un amante de la sangre y un acólito de la muerte por lo que agarrarse al argumentario que les convierte en artistas y personas de refinado gusto cultural es psicológicamente lógico y coherente.
Así, los toreros morirán sintiéndose ultrajados y su libertad agredida por el buenismo. Las decenas de familias que viven de la tauromaquia sentirán que les han arrebatado miserablemente su modo de vida. Morirán siendo víctimas. Puntuar la secuencia de hechos de otra manera les convertiría en alguien que no reconocen, que no les gusta. Cuando se ha vivido en un ambiente de normalización del acto de matar, de justificación de un modo de vida alrededor y por la muerte de un toro, es difícil sustraerse, liberarse de las ataduras psicológicas, económicas y sociales. La violencia con la que muchos actúan contra los activistas animalistas se entiende desde la defensa de una manera de ser, de una naturaleza que se ve amenazada. Se entiende aunque evidentemente no se puede en ningún caso justificar. La violencia en el ambiente taurino está normalizada cuando cientos de aficionados asisten durante más de dos horas al acoso y derribo de un animal. Está normalizada cuando obvian el cadáver que yace en la arena y piden las orejas y el rabo para el matador mientras agitan alegremente los pañuelos. Está normalizada cuando no muestran apenas empatía ante el sufrimiento de un ser vivo. Si, en algún momento, comenzaran a fijarse en la mirada del toro, en su respiración acelerada, en la sangre que le sale de la boca o que corre por sus costados, estarían poniéndose en cuestión a sí mismos. Los activistas les muestran lo que ellos no son capaces de reconocerse.
Puntuar la secuencia de los hechos de diferente manera suele provocar problemas de comunicación y malentendidos pero en el caso de la tauromaquia la diferencia radica en optar por la abstracción, decorada con bellas palabras, o el hecho de la muerte cruenta de un ser vivo. No hay tradición ni libertad que puedan sustentar el apoyo a la muerte por muchos trajes de luces y fiesta que se haga alrededor. Los aficionados a los toros y, especialmente, los toreros y otros profesionales de la tauromaquia son un ejemplo de lo difícil que es renunciar a aquello que define tu vida, a aquello por lo que uno es quién es. El sentimiento de injusticia, probablemente, les acompañe siempre pero esto no deja de ser un problema que tengan que afrontar ellos mismos. Por encima de todo está la defensa de la vida de un ser vivo y esto pasa por la desaparición de un modo de vida claramente fuera de lugar en los tiempos actuales. Mal que les pese. Si en algo tiene que ver la libertad con todo esto es en relación al toro, liberarlo del sacrificio cruento para el regocijo de unos pocos con ínfulas de artistas y amantes de la belleza.