Llegó la pandemia y mandó a parar

Llegó la pandemia y mandó a parar

Juan Gabalaui*. LQS. Noviembre 2020

Te quieren haciendo cosas todo el rato porque pararse amenaza su mundo. La pandemia no solo hizo desaparecer durante un tiempo los coches de las carreteras sino que permitió atisbar otro tipo de sociedad…

Se escuchaba el trinar de los pájaros en el silencio de las mañanas. Aunque parezca una frase cursi, revela cómo la dinámica normal de una jornada laboral ahoga cualquier sonido que no sea el ruido del motor de los coches. En esto que llegó la pandemia y mandó a parar. Los coches dejaron de ocupar las carreteras. Era una ciudad distinta. La pandemia, sin pretenderlo, nos mostró lo que podría ser vivir en un entorno sin ruido excesivo y sin niveles de óxido de nitrógeno y dióxido de carbono perjudiciales para la salud y el planeta. También demostró que en muchos trabajos no era necesaria la presencialidad de los trabajadores ni las jornadas laborales extensas y que algunos de los más denostados socialmente, como el personal municipal de la limpieza, eran, en realidad, de los más necesarios. Otros reforzaban su conocida utilidad social como el personal sanitario y los bomberos. Así como los que garantizaban el agua potable o la recolección, producción y distribución de alimentos. Todos los trabajos en los que se cuidaba a las personas salieron reforzados. Permitió que nos quedáramos en casa y nos obligó a romper con un ritmo de vida frenético en el que apenas podíamos mirar tranquilamente a los que nos rodeaban.

Nos colocó en una situación inesperada. Tuvo que venir una pandemia para mandar parar. Parar permite mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta de aspectos que de otra manera pasan por nuestros ojos sin posibilidad de aprehenderlos. Lo absurdo del estilo de vida que hemos construido. Una vida dedicada al trabajo donde las relaciones personales quedan en un plano secundario, casi inexplorado. Madres que se dedican a trabajar en empleos precarios durante jornadas eternas a costa de la relación con sus hijas e hijos. Hijas sin padres y padres sin hijas. Parejas que apenas se reconocen cuando se reencuentran en la hora de la cena, cansadas y frustradas. Problemas de salud y emocionales que se superponen y se retroalimentan. Dificultades relacionales provocadas por la angustia de no tener trabajo y de no poder pagar las facturas a fin de mes. Nuestra estabilidad material y psicológica depende de un salario. Y a veces ni siquiera es suficiente. Si pudiera expresar un deseo sería el del reparto del trabajo, la valorización de los trabajos dedicados al cuidado, la disminución de las horas trabajadas a la semana y el aumento de las dedicadas al ocio y a todo aquello que nos gusta hacer.

De la misma manera que nos ha demostrado la importancia y la necesidad de determinados trabajos, nos ha mostrado la insustancialidad y lo prescindible de otros. ¿Para qué sirve un corredor de bolsa o de seguros, una abogada de empresa, un presidente de un país o una directora de recursos humanos? El reciente y tristemente fallecido David Graeber ya respondió a esta pregunta en su libro Trabajos de mierda. En realidad no hacía falta una pandemia para ser conscientes de la inutilidad de determinados trabajos, que o son trabajos de mierda o una mierda de trabajos. En este libro se menciona un principio que no nos costará demasiado reconocer. El principio de que cuánto más beneficia un trabajo a los demás, menos se paga por él. Este es el principio que se encuentra detrás de los salarios precarios de una barrendera o basurera, una cuidadora, una profesora asociada, una investigadora científica o una reponedora de supermercado y de los generosos salarios de una abogada corporativa, una directora financiera o una ejecutiva bancaria. Hay excepciones. Por supuesto. Pero podríamos afirmar que hemos construido una sociedad en la que los que menos hacen por los demás se encuentran en la cúspide social y económica, y se les convierte en referentes y ejemplos a seguir en un mezquino ejercicio que persigue el mantenimiento del estado de las cosas. Es estúpido pero es real.

De todo se puede extraer un aprendizaje y especialmente de las situaciones más difíciles. La pandemia nos ha enseñado que no es verdad lo que todo el mundo piensa que es verdad. Nos han dicho que hay que trabajar duro y sin parar, que es la clave del éxito, que hay que sacrificarse, si es necesario tu vida personal y tu familia, y que hay determinados empleos a los que es mejor no acercarse si se quiere triunfar en la vida. Nos decían que no se podía parar y sí se puede. Se puede pasar menos tiempo en el trabajo y más en tu casa con tu familia y en tu barrio. Aunque hacen todo lo posible para que no sea así, para que no se sienta y se viva de esta manera, poniendo múltiples tareas innecesarias e inútiles que solo sirven para construir la apariencia de estar trabajando. Te quieren haciendo cosas todo el rato porque pararse amenaza su mundo. La pandemia no solo hizo desaparecer durante un tiempo los coches de las carreteras sino que permitió atisbar otro tipo de sociedad, donde los tiempos permitan priorizar las relaciones humanas, la salud y la felicidad. Y esto en un contexto de muerte, enfermedad y distanciamiento social y familiar. Incluso en las peores situaciones podemos y debemos entrever algo de luz. La inercia del sistema nos llevará por otro lado pero hay cosas que ya no forman parte de la imaginación. Han sido reales durante un breve tiempo, escondidas entre la preocupación, el miedo y la incertidumbre.

Graeber, D., (2018). Trabajos de Mierda. Barcelona, España: Editorial Ariel.

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* El Kaleidoskopio

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