Loreak
Carlos Olalla*. LQSomos. Octubre 2015
¿Puede algo tan humilde y sencillo como unas flores cambiar tu vida? Desde luego que sí, como nos demuestra Loreak, una película también humilde y sencilla que puede cambiar vidas. Desde el aparente no pasar nada en el que transcurre la película vas adentrándote, como en una novela de misterio, en el mundo del solitario ser que, anónimamente, regala flores a una casi desconocida. ¿Quién es?, ¿Qué relación tiene con la mujer que las recibe?, ¿Por qué lo hace?, ¿Qué pretende?, ¿Por qué las envía siempre desde el anonimato? y ¿Por qué los jueves, precisamente todos los jueves?, ¿Se dará finalmente a conocer…? Loreak nos cuenta la historia de tres mujeres relacionadas de una u otra manera con el mismo hombre, un hombre que, en el fondo, es un desconocido para las tres, aunque una de ellas sea su mujer y la otra su madre ¿Qué sabe nadie de lo que en realidad somos, sentimos o amamos? Nuestro mundo interior, nuestro yo más profundo, a veces solo puede expresarse a través de un anónimo y sencillo ramo de flores, es demasiado grande como para poder hacerlo en otra cosa.
Loreak nos habla del placer de recibir, de recibir ese ramo de flores que, puntual a su cita semanal, acabas por esperar y extrañas si se retrasa o no llega. No se ha convertido en una rutina, sino en un nuevo lenguaje que día a día, jueves a jueves, vas descubriendo. No hay dos ramos iguales, tamaño, color o perfume varían con cada envío. Solo hay dos constantes que permanecen inalterables: el anonimato y el amor con el que ha sido enviado. Y también es una película que nos habla del placer de dar sin esperar nada a cambio, de dar para, simplemente, alegrar la vida de otra persona, hacer que se sienta querida, que sepa que hay alguien que piensa en ella, que para alguien, sea quien sea, ella es importante. Recibir una sorpresa anónima puede alegrarnos el día, pero lo que sin duda lo hace, es regalar algo desde el más absoluto anonimato, pensar la sorpresa que se llevará la persona que la reciba, imaginar la cara que pondrá, intuir las cavilaciones que hará dándole vueltas a quién puede habérselo enviado, por qué… Es precisamente ese anonimato el que permite que toda la poesía de nuestros sentimientos se exprese en un simple ramo de flores. Se establece un diálogo íntimo en el que no tienen cabida las palabras, solo los sueños y las intuiciones, en el que tampoco caben otras personas, solo quien envía y quien recibe…
¿Cuántas veces habrás pasado por una carretera donde ves un ramo de flores atado a algún árbol o a alguna protección? Ese ramo te dice que allí, precisamente allí, murió alguien alguna vez, eso lo sabes, estás acostumbrado a escuchar las cifras de muertos en accidentes de tráfico, a ver espeluznantes imágenes por la televisión… Solo cuando te toca de cerca, cuando conoces a la persona que ha muerto, le pones cara a esas muertes, entiendes lo desgarrador que es perder de una forma tan inesperada a un ser querido, te parece mentira que se haya ido para siempre, que haya dejado tantas cosas por hacer… Cuando ves uno de esos ramos de flores en la carretera para ti tan solo es una muerte más, un número, un ser sin rostro que ha desaparecido sin que tú siquiera supieras que había existido… pero ese ramo nos dice muchas más cosas, nos habla y, si aprendemos a escucharlo, llegaremos a conocer a esa persona anónima que murió allí. Ese solitario ramo nos dice que alguien le quiso, que hay quien le recuerda, quien sigue llevándole en su corazón, que fue una persona importante para otra, que no hay odio o rabia en su recuerdo, sino amor, que hay personas que siguen viviendo sin él, que él sigue viviendo dentro de esas personas…
Sí, son muchas las cosas que unas simples y humildes flores pueden decirnos, cosas que nos llegan muy dentro porque tod@s, de una u otra forma, entendemos el secreto lenguaje de las flores, aunque no muchas veces nos atrevamos a hablarlo. Viendo Loreak no pude dejar de recordar lo que me pasó cuando rodaba la película Lasa y Zabala en Donostia. Colgué una foto de la bahía en mi muro con el comentario de que estaba allí rodando la película y que era feliz por ello. Alguien a quien no conozco personalmente, una de las cinco mil personas con las que comparto “amistad” en Facebook, me envió un mensaje. Me preguntaba si ya habíamos rodado las escenas del entierro en el cementerio de Tolosa. Yo no participaba en ellas pero sabía que ya se habían rodado y así se lo dije. Le pregunté por qué quería saberlo… y me contó su historia. Ella era de Barcelona, donde había vivido siempre una vida como tantas otras, el novio de siempre, la rutina, los hijos… pero un día había conocido a un chico de Tolosa, Juan Carlos se llamaba. Se enamoró locamente de él. Mantuvieron durante muchos años una relación mágica y llena de poesía que consistía en encontrarse un día al año, estuviesen donde estuviesen. A veces un solo día da sentido a toda una vida. Llegó un día en el que ella le propuso irse a vivir juntos, dejarlo todo para estar con él. Él no quiso. Tenía leucemia, le quedaban muy pocos meses de vida y no quería que sufriera viéndole morir cada día. Ella, destrozada, siguió con su vida en la lejana Barcelona. Nunca se volvieron a ver. Él murió poco después. Habían pasado muchos años desde entonces, pero ver la foto de la bahía que yo había colgado y saber que íbamos a rodar en el cementerio donde él está enterrado, la empujaron a escribirme y a pedirme el favor de que le llevara un ramo de flores de su parte. Le pregunté si quería que leyese algún poema ante su tumba. “Sí, por favor, si puedes léele la Elegía de Miguel Hernández, era nuestro poema” Un nuevo mensaje me decía que ya lo había organizado todo por teléfono: consciente de que la única hora en que me podía escapar del rodaje era al mediodía y que a esa hora todo estaría cerrado, ella habló con el enterrador de Tolosa y con el dueño de una floristería para que me esperasen. Y así fue. Bajé del tren que me llevó de Donostia a Tolosa y el buen hombre que me esperaba en la floristería me entregó el ramo que ella había encargado por teléfono y me comentó que le había añadido una cinta al ramo con unas palabras de recuerdo. No conocía a Juan Carlos. Cogí un taxi para llegar al cementerio. El taxista era un hombre mayor. Le pedí que bajase conmigo y que, por favor, me grabase con el móvil mientras recitaba la Elegía. Al entrar en el cementerio me encontré con el enterrador. Me estaba esperando. Le pedí que me llevara a la tumba de Lasa y Zabala, con quienes quería compartir un momento, y luego a la de Juan Carlos. Él tampoco conocía a Juan Carlos. Deposité el ramo en su tumba, le leí la Elegía que, pacientemente, grabó el taxista. Le pedí que me llevara a la estación para coger el tren de vuelta. En el camino le conté la historia de Juan Carlos y de aquella mujer que me había pedido que le llevara unas flores. Cuando quise pagarle él se negó a cobrar y me dijo que esa era su forma de contribuir a una historia tan bella. El amor de aquella mujer a la que ninguno conocíamos nos enseñó el lenguaje de las flores a un florista, un taxista, un enterrador y un actor que, desde aquel día, siempre que vemos un ramo de flores también vemos las historias de amor que hay detrás…