Marionetas enfadadas
Juan Gabalaui*. LQSomos. Enero 2018
Si preguntas qué alternativa hay al capitalismo, la mayor parte contestará que ninguna. De hecho muchos pensarán que el capitalismo siempre ha estado ahí. En las tertulias televisivas y radiofónicas no aparecen expertos defendiendo teorías económicas diferentes. Todos defienden lo mismo, con matices que pocas veces llevan a la polémica salvo por cuestiones de ego. No siempre ha sido así. Hubo un tiempo en el que se podían escuchar otras opiniones sobre la política, la economía y la sociedad. El mundo contemporáneo ha ido acallando las voces disidentes. Las han convertido en objeto de mofa, irrelevantes y vacuas. A las que se permite expandirse a través de un micrófono, se las invalida con un torrente de desinformación, condescendencia y descrédito. Se las coloca en una posición defensiva que impide poder debatir en las mismas condiciones que aquellas que defienden las doctrinas aceptadas por el sistema. Lo que llega a la sociedad es que no son fiables y, sobre todo, que no hay alternativa.
De esta manera, la mejor forma de gobierno es la democracia liberal que, en el caso español, se traduce en monarquía parlamentaria y el sistema económico es el capitalismo. Defender la república, la democracia directa y cuestionar los principios y valores capitalistas es simple palabrería que no aterriza en hechos concretos. Ni siquiera somos capaces de entender una sociedad en la que la transformación social no sea dirigida por los partidos políticos. Esta ausencia de alternativas, de debate, de reflexión y de análisis empobrece a la sociedad y la condena a seguir las directrices de sus gobiernos y partidos políticos. Situamos la capacidad de decisión lejos de nosotros con la ayuda del propio sistema que nos obliga a dedicar mucho tiempo a tareas que nos impiden participar y decidir activamente. Como no podemos, creemos que la opción de dar ese poder a otros, que llamamos representantes, es una buena idea, de tal manera que puedan decidir por nosotros en función de nuestros intereses. Una ilusión que sostiene el sistema.
Deciden y nos dicen cómo y qué pensar. No es extraño participar en debates con amigos o conocidos que defienden las mismas ideas que aparecen en El País, El Mundo, ABC y otros medios del Régimen. Esos argumentos ya los hemos escuchado en los debates y tertulias políticas. No son producto de una reflexión personal. Es cómodo y no supone un gran trabajo. Además esas ideas son coherentes con las que ya tenemos gracias al esfuerzo de las élites políticas y económicas en controlar los medios de comunicación y los planes educativos. Está tan bien hecho que hasta nos parecen propias. Los que defienden otras ideas son etiquetados como extremistas o terroristas, es decir, un peligro para la sociedad, por lo que cualquier medida punitiva de control va a ser bien recibida por los acomodados del sistema. La actual ley española de seguridad ciudadana es un ejemplo de cómo se puede perseguir al disidente en un contexto de democracia liberal y de supuesto respeto a las libertades de expresión y opinión. La contestación social ante una ley de naturaleza represiva es mínima teniendo en cuenta sus implicaciones prácticas que ya no solo es que pueda llevarte a la cárcel sino que te hace pasar por un proceso judicial y mediático dirigido al amedrentamiento y la autocensura.
Las dificultades para que otros modelos económicos, políticos y sociales puedan ser presentados a la sociedad como alternativas dignas de debate y reflexión junto con las dificultades para armar un novedoso discurso convincente, la construcción de individuos pasivos e inconscientes y la persecución legal de la disidencia son elementos que imposibilitan la existencia de una democracia como tal. La aprobación de leyes que violentan los derechos fundamentales y la mediatización de la opinión pública son posibles en un contexto de renuncia a la reflexión, al pensamiento y a la toma de decisiones. El individuo consumista que forma parte del engranaje capitalista no necesita pensar. Solo tiene que consumir. Andar por la calle solo tienen sentido para ir a comprar a un comercio. Estar en casa implica consumir televisión o internet. El capitalismo no solo nos convierte en seres que consumimos. También somos productos privativos. El estado al que nos condena nos incapacita para pensar y reflexionar sobre otras alternativas.
En la era de la inteligencia artificial, la filosofía se convertirá en un anacronismo. No necesitaremos leer a Castoriadis o a Rancière. Siri responderá a todas nuestras preguntas. Si necesitamos informarnos, leeremos los hilos de twitter o nos bastará con leer los títulos de los artículos para crearnos una opinión sobre su contenido y reaccionar como autómatas. Más de cuatro líneas escritas nos parecerá un exceso. Confiaremos en la palabra del ungido en confianza, siempre y cuando nos evite el trabajo de informarnos por nuestra cuenta. Podremos pasar todo el día delante del televisor, siguiendo la campaña electoral de Catalunya, asimilando el bombardeo argumental de forma acrítica. Nuestra capacidad crítica ha disminuido en la misma medida que ha aumentado nuestra indignación. Estamos enfadados. No pensamos, no reflexionamos, no decidimos y estamos enfadados. Un enfado que proyectamos en el otro, en sus ideas y en sus diferencias. Una proyección que es dirigida. El Estado aplica sabiamente el refrán de en río revuelto, ganancia de pescadores. La élite sí piensa, reflexiona y decide y mientras no recuperemos estas capacidades seremos enfadadas marionetas enfrascadas en batallas que no ganaremos nunca.
Más artículos del autor
* El Kaleidoskopio
@gabalaui