Matar al mensajero
Sudoroso y agotado tocaba el timbre esperando hubiese alguien en la casa. Era necesario tomar una decisión de vida o muerte. La guerra había comenzado. Las huestes enemigas cruzarían la frontera y había que preparar la defensa. El mensajero, consciente de su labor, no podía permitir la muerte de inocentes ni menos ver su territorio convertido en colonia.
Para evitar el desastre arriesgó su vida. No escatimó esfuerzos, corrió toda clase de peligros, sorteó espías, pasó hambre y sinsabores, tres días con sus noches, estaba a punto de cumplir su cometido. Se encontraba ante la casa del ministro de Defensa, un viejo caserón, mal iluminado; los guardas lo habían dejado pasar y él no soltaba su dedo índice del timbre. No esperaba honores, tampoco ser objeto de recompensa monetaria. Su único deseo era servir al país que le vio nacer y que tanto amaba. Incluso, a pesar de sus años, pensaba incorporarse a filas con el noble propósito de defender el territorio nacional y la dignidad de sus gentes. Nada hacía prever el fatal desenlace.
El mayordomo, tras unos segundos que a él le parecieron horas, abrió la puerta y los ojos del mensajero alumbraron esperanza. ¡Un mensaje urgente para el señor ministro!, exclamó. De forma displicente, el mayordomo lo miró de arriba a abajo y sacó esa conclusión propia de los mayordomos: era un desarrapado, estará pidiendo algún favor, como muchos que se acercaban a la casa. Con tono autoritario, le solicitó la carta. Ya se la entregaría al señor ministro, su amo. Le hizo pasar al primer recibidor habilitado para personas sin honores ni rangos y, lacónicamente, le dijo que en breve tendría la respuesta del señor ministro.
Al cabo de un buen rato, aparecía un sujeto con la cara desencajada, vestido elegantemente. Sin duda sería el ministro, pensó el mensajero, se alegró, sus temores parecían llegar a su fin. Sin mediar palabra, a medida que se aproximaba, sacó una pistola y vació su cargador contra el mensajero. Herido de muerte, mientras agonizaba, exclamó ¿por qué? Ya no escucharía la respuesta.
Mientras yacía en el suelo, el señor ministro sostenía en su mano lo que era la carta, la dobló varias veces y la guardó en el bolsillo pequeño de su chaqueta. Enrabietado y dirigiéndose al cadáver, le increpó: ¡no se pueden traer malas noticias, menos en mi fiesta de cumpleaños…! Dicho lo dicho, dio media vuelta y pensó en la forma de seguir el sarao como si nada hubiese pasado. Ya habría tiempo para dedicarse al noble arte de la guerra.
El problema estaba resuelto. Para sus adentros cavilaba si esa noche podría conciliar el sueño. Antes de llegar al gran salón le dijo al mayordomo que retirase el cuerpo del mensajero muerto y de paso limpiase el recibidor. Así se hizo. Al día siguiente ya no había país, ni presidente, ni ministro, las tropas enemigas habían llegado hasta la capital y transformado el territorio en una colonia. Muerto el perro, pensaba el ministro, se acabaría la rabia. Muerto el mensajero no habría guerra.
Hoy, esta actitud parece una constante en la actuación de los políticos de postín. Bajo el criterio de tirar balones fuera y achacar a otros responsabilidades propias, emprenden una huida hacia adelante. Los ejemplos sobran. Sin rubor, diputados y senadores dicen mostrarse comprometidos con la crisis y en un afán de conciliación con las mayorías sociales pauperizadas y esquilmadas de una parte de sus salarios para salvar a los bancos, se bajan sus sueldos. Lo publicitan y quieren que se considere un ejemplo de buen hacer. Pero dicho acto es más bien propagandístico, no tiene nada de solidario. No es igual rebajarse 10 por ciento de mil euros que hacerlo de 7 mil euros, cifra aproximada que cobran la mayoría de los miembros de ambas cámaras, incluido el plus por trabajar en las comisiones. A lo cual habría que sumar el bono taxi, los descuentos en avión, hoteles y gastos de representación varios, considerados un apartado no vinculado al sueldo.
Cuando se les descubre el pastel, arremeten contra los periodistas, acusándolos de terroristas de la información y de crear alarma social. En este desatino, tampoco las directivas de los partidos se dan por aludidas cuando a sus dirigentes, alcaldes, diputados, senadores o concejales son pillados in fraganti en actos delictivos, corrupción, tráfico de influencias, malversación de fondos públicos, etcétera. Muchos de ellos seguirán apareciendo en las listas electorales y contarán con el apoyo irrestricto de sus cúpulas. Y cuando salta la liebre, lo mejor es culpar a la prensa de promover campañas difamatorias.
Un buen ejemplo de matar al mensajero lo constituye el portavoz de Convergencia y Unión en el parlamento del reino de España, Josep Durán i Lleida, quien acusa a la prensa y los reporteros de ser los responsables de la mala imagen de la clase política. Para él, inmaculado representante del pueblo catalán en las Cortes, no son los actos de corrupción, falta de ética, los escándalos de sus cargos públicos, la causa del descrédito. ¡No! Por el contrario, son quienes destapan dichos desaguisados.
A Josep Duran i Lleida, como a otros muchos diputados y senadores, alcaldes y concejales, les gustaría gozar de total impunidad. Su gran sueño consiste en promulgar una ley para recortar la libertad de prensa cuando se alude a las formas lisonjeras de la vida de sus honorables señorías. Así, una vez puesta en funcionamiento, nadie se enteraría de los enjuagues para privatizar la sanidad, recortar presupuestos en educación y cobrar impuestos revolucionarios a empresarios si quieren obtener las licencias de obras. Maniobra artera utilizada por Convergencia y Unión para financiar los partidos de la coalición. Él añora el franquismo, donde no había corrupción, ni escándalos, y los procuradores en Cortes gozaban de un poder y estatus de primera. No podía ser de otra manera; hablar mal de ellos y denunciar sus fechorías conllevaba persecución, cárcel y exilio.
Por desgracia para Duran i Lleida, cuando algún mensajero es retirado de circulación, surgen otros que no temen la prepotencia y el acoso y denuncian sin ambages las extravagancias del señor diputado, quien se aloja en una suite del hotel Palace y vive opíparamente. Sin embargo, para tranquilizar su conciencia y de otros como él, se recortan el sueldo en 10 por ciento. Lo justo sería recortárselo en 40 por ciento, al menos eso los igualaría con el salario medio alto de la mayoría de los ciudadanos que aún tienen trabajo en España. De los 5 millones de parados, mejor no hablar.
* Publicado en “La Jornada”