Miguel Sánchez-Ostiz: el escritor airado
Hace unos meses, escribí que los intelectuales se habían aliado con el poder después del fracaso del Mayo del 68, asumiendo el papel de mercenarios y bufones que alquilan sus servicios a cambio de premios, honores, agasajos y audiencias en palacio. No es un fenómeno nuevo, sino una enfermedad de las letras hispanoamericanas y, en general, de casi todos los países. Aún recuerdo el deleznable artículo de Octavio Paz sobre el levantamiento de Chiapas, exigiendo un castigo ejemplar para los “irresponsables demagogos” que habían engañado a las comunidades campesinas con su retórica maoísta y sus retazos de Teología de la Liberación, ideas “simplistas y arcaicas” que incluyen el “culto a la violencia” y por las “deberán responder ante la ley y la nación” (El País, 7 de marzo de 1994). Camilo José Cela, Francisco Umbral, Fernando Savater, Vargas Llosa y Fernando Aramburu han escrito inmundicias semejantes. No son casos aislados. Nuestras letras son pródigas en cobardía y arribismo. Por eso, resulta particularmente esperanzador descubrir un libro como El asco indecible (2013), donde Miguel Sánchez-Ostiz (Iruña, 1950) describe la situación actual del Estado español como una “nueva danza de la muerte”, una macabra “carnavalada” orquestada por políticos venales, banqueros corruptos, empresarios y especuladores sin conciencia, jueces mendaces, aristócratas viciosos y unas Fuerzas de Seguridad que ejercen sistemáticamente el atropello, la mentira y el abuso de poder. “Unos bailan y a otros les toca aguantar el baile sobre sus chepas”.
El asco indeciblees un breve ensayo que describe la “siniestra mojiganga” de una España, donde ya sólo cabe reaccionar con repugnancia y vergüenza ante la infinita trama de corrupción y violencia que estrangula a una ciudadanía ferozmente maltratada por el desempleo, los desahucios, las leyes represivas y la ausencia de vías pacíficas y democráticas para impulsar un cambio político y social. España es una ciénaga que desprende un hedor insoportable. La “pasión fascista” de Rodolfo Martín Villa no es un dato historiográfico, sino el signo de una época que no cesa de producir infamias. Cambian los rostros, pero no la podredumbre. Neoliberal, falangista o arquitecto de la transición, el político español es un trapisondista especializado en bajezas y patrañas. Hay muchos ejemplos, pero es suficiente citar a Manuel Fraga, carnicero de Vitoria-Gasteiz y Montejurra, ogro nada filantrópico y fiero mastín de una dictadura genocida. Nada impide elogiarle y homenajearle, pero hablar de Joseba Arregi o Miguel Zabalza, que no sobrevivieron a la famosa “bañera” en dependencias policiales, levanta ampollas y puede interpretarse como apología del terrorismo. Fraga es uno de los padres de la Constitución de 1978 y un político reformista que contribuyó a la creación del Estado social y democrático de Derecho. No importa que justificara la ejecución de Julián Grimau o encubriera el asesinato de Enrique Ruano. A fin de cuentas, nuestra impecable democracia condecoró en 2003 al comisario Melitón Manzanas, terrorífico torturador entrenado por la Gestapo. Sus crímenes son irrelevantes. Sólo cuenta que cayó bajo las balas de ETA. “Asesinado, ejecutado… depende de quién, cómo y cuándo cuente la historia”.
Lo cierto es que el franquismo sigue vivo. De hecho, sus víctimas continúan en fosas clandestinas, cada vez más olvidadas y humilladas. “Nadie ha pedido perdón”, escribe Sánchez-Ostiz, porque “lo volverían a hacer”. Nadie responde por los más de tres mil asesinatos en la retaguardia Navarra. “La impunidad total [es] una marca nacional, como el toro de Osborne”. Se habla de superar y olvidar la guerra civil, pero la guerra civil “nos identifica… cada cual en su bando, en su trinchera. No hay armisticio posible o si lo hay, está cada vez más lejos”. La dictadura no es cosa del pasado, sino la piedra fundacional de la actual democracia, que se gestó en las tripas del franquismo, sin otro propósito que garantizar los privilegios de una casta implicada en una atroz represión. Los verdugos, lejos de ser juzgados, han sido recompensados con títulos nobiliarios y sus herederos se pasean por las cúspides de la política y la actividad empresarial, urdiendo intrigas y estafas. Si alguien duda sobre la legitimidad del sistema, se convoca una farsa electoral. “Nuestra política es acudir a las urnas para darles carta de marca”. Y si los escándalos financieros se hacen demasiado notorios, los truhanes acostumbrados a veranear en Marbella o Palma de Mallorca siempre podrán “buscar refugio en los tribunales, como quien se acoge a sagrado, porque que sabe que, ahí al menos, puede tener un respiro, sino la absolución total”. Sánchez-Ostiz se atreve a poner en entredicho la autoridad de las urnas, pues entiende que la alternancia política no es real: “el famoso Estado de Derecho enseña los colmillos y sus sentinas” ante cualquier manifestación de protesta. La policía no es un incontrolable perro de presa, sino el arma ejecutora de una “violencia, extrema y planificada al detalle”, que incluye infiltrados lanzando tapas de alcantarilla contra los escaparates, con tal torpeza que su arma reglamentaria queda al descubierto. No es un rumor, sino algo que sucedió en Iruña en octubre de 2012. El Diario de Navarra publicó la imagen.
Ante tanta ignominia sólo cabe arrojarse a la calle: “¡A la calle, que ya es hora… sí, de que te abran la cabeza con total impunidad! Algo habrás hecho, como entonces, como ahora, por andar en algaradas, molestas algaradas. Un riesgo que hay que correr. Si no salimos, estamos perdidos”. La Unidad de Intervención Policial y las Brigadas Móviles de la Ertzaintza y los Mossos d’Esquadra disfrutan de una libertad ilimitada para humillar, amenazar y golpear. Su función no es proteger al ciudadano, sino intimidarlo, maltratarlo y empapelarlo con mentiras, pues la presunción de verdad que se aplica a los matones de la casta dominante permite enviar a los tribunales a cualquier manifestante, acusándole de resistencia o atentado contra la autoridad. Los jueces amparan y ejecutan esta infamia. La calle no pertenece al ciudadano, sino a los apaleadores al servicio de los ricos y poderosos, que han lanzado una brutal ofensiva contra la clase trabajadora, despojándola de sus derechos a la salud, la educación, la vivienda, el trabajo, la libertad de expresión e incluso a la defensa jurídica, pues las reformas de Ruiz Gallardón han encarecido la justicia, restableciendo una desigualdad feudal mediante tasas abusivas y antisociales. Escribe Sánchez-Ostiz, con indudable rabia: “Apalean a un niño de trece años, y su imagen con la cabeza abierta y sangrando se convierte en la imagen más real de un país, España, y del estado en que se encuentra. Y la imagen da, dicen, y es verdad, la vuelta al mundo, pero detrás viene otra y otra y otra más. Y el país se pone en el punto de mira informativo internacional no por su pujanza o su creatividad, sino por su violencia institucional”. Nuestra libertad democrática sólo es “una libertad vigilada”. Sánchez-Ostiz se interna en el terreno de lo políticamente incorrectísimo al pedir “el rechazo y aislamiento social” de los uniformados. No son servidores de la ley, sino esbirros que “por la misma paga no dudarían en matarte y en hacerte desaparecer en cal viva si su jefe se lo ordenara”. Su negativa a mostrar el número de placa les convierte en “delincuentes”. No son gestos aislados, sino “el modelo de sociedad segura que impone el Partido Popular”.
Sánchez Ostiz refiere los malos tratos contra los detenidos del 25-S en la comisaría madrileña de Moratalaz, la agresión de un Ertzaintza contra Sabino Cuadra, diputado de Amaiur, el Régimen Especial FIES-5 aplicado a Alfonso Fernández Ortega, Alfon, un joven de 21 años incriminado con pruebas falsas. Nada cambiará sin una revuelta, pero el Estado ya se ha preparado para reprimir a los revoltosos, incrementado en un 1.780 % el gasto en material antidisturbios. “Empleo, no, palo. Es posible que tengan la sospecha de que tras la indignación puede venir la furia”. Los mineros, armados de cohetes y barrenas, nos hicieron soñar con revoluciones y utopías, pero sólo fue un brote pasajero. Lo cierto es que la violencia de los “antisistema” se airea en los grandes medios de comunicación, pero la violencia real y de enorme crudeza que acontece en las comisarías y las cárceles sólo adquiere credibilidad y visibilidad cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos o el Comité Europeo contra la Prevención de la Tortura denuncian y condenan al Estado español. Los tribunales españoles miran hacia otro lado, con bochornosa complicidad, y si se impone alguna pena, el Tribunal Supremo rebaja o anula la sentencia. En los casos más peliagudos, el gobierno recurre al indulto. “La perversión moral y social –asevera Sánchez-Ostiz- avanza en aras del Estado autoritario”. La verdad ya sólo se puede hallar “extramuros de un sistema mediático más férreo de lo que parece”. El carácter marginal y excéntrico de la verdad cuestiona la esencia de un sistema que reduce al ciudadano a un papel irrelevante: “Un sistema democrático no consiste sólo en votar”. Este procedimiento o rito “encierra algún fraude oscuro cuyo alcance no se llega a ver”. Algo muy grave no funciona cuando la Real Academia de la Historia afirma que “Franco no fue tan dictador, sino una autoritario, sin más” y se interrumpen las ayudas públicas para la exhumación de las fosas donde yacen olvidadas 113.000 víctimas de la represión franquista. Sánchez-Ostiz cita el caso de Martxelo Otamendi y otros directivos de Egunkaria, acusados de vínculos con ETA y sometidos al régimen de incomunicación contemplado por la legislación antiterrorista. Todos denunciaron torturas. La Audiencia Nacional les absolvió de todos los cargos y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó al Estado español por no investigar suficientemente las denuncias. Sólo es un caso más, pues la tortura es la herramienta básica del Estado español. Sánchez-Ostiz menciona a Baltasar Garzón y al prestigioso forense Francisco Etxebarria. Al igual que el resto de los jueces de la Audiencia Nacional, Garzón promovió y justificó la tortura. Francisco Etxebarria ha acusado en infinidad de ocasiones a jueces, forenses y fiscales de amparar el tormento de los detenidos. No son habladurías, sino algo que ha presenciado por su condición de forense y que ha hecho público -a veces, con escaso eco- para revelar la verdadera naturaleza de nuestra democracia.
Con la “España imperial y casposa, imperial y nacionalcatólica, hambrona y falangista, autoritaria, policial, acogotadora, inquisitorial, patria eterna de Caín”, no cabe el diálogo, sino la ruptura. Sánchez Ostiz cita al recientemente desaparecido arquitecto brasileño Oscar Niemeyer: “Cuando la vida se degrada y la esperanza huye del corazón de los hombres, la revolución es el camino a seguir”. En la misma línea, Sánchez-Ostiz reivindica a poetas injustamente menospreciados, como Gabriel Celaya, Blas de Otero y Ernesto Cardenal, “poco y mal leído”. Cardenal asegura que “la protesta es ahora más necesaria que nunca […] Ahora los problemas son tan grandes que la poesía social, la protesta, la rebeldía y la insurrección son muy necesarias”. Sánchez-Ostiz no ignora que nada contracorriente y que su perspectiva heterodoxa abona su exclusión y marginación de los circuitos literarios: “La muerte social del que molesta es un hecho. […] Hacer desaparecer de la vida pública a quien de lo público vive es mucho más fácil de lo que parece. Basta un plumazo. Una llamada que se repica y ya está. Lo demás viene rodado”. Sin embargo, no manifiesta ninguna intención de cambiar de rumbo: “Lo que se toma por incorrección política o por disidencia radical, te hace perder amigos, por no hablar del favor de los poderosos o de quien puede darte trabajo, pero prefiero perderlos a callarme. Esto no es un gesto de decencia, sino de hartadumbre, la expresión de un sentimiento de asco indecible”.
Miguel Sánchez-Ostiz es el creador de una notable obra literaria y periodística, que incluye libros de novela, poesía y ensayo. Destacan por su calidad sus diarios y dietarios -líricos, introspectivos, profundos,- pero yo quiero llamar la atención sobre El asco indecible, un libro pequeño, poco ambicioso, concebido al calor de las hemerotecas y la indignación personal. No es un tratado político, sino un grito de rabia instigado por el sueño de reventar una estridente pantomima. Mientras una caterva de intelectuales domesticados aplaude en primera fila, Sánchez-Ostiz silba con fuerza para boicotear la función. Los actores son mediocres, los decorados, una verdadera chapuza, y el guión, grotesco y escasamente creíble, pero las primeras plumas del Reino de España aplauden serviles y con fervor académico. El asco indecible es una de las pocas notas discordantes. El libro no será censurado, pero será tachado de ingenuo, demagógico y trasnochado. Sin embargo, yo he respirado aire fresco entre sus páginas y he comprendido que el compromiso ético no necesita andamiajes complejos. La verdad es sencilla. “Los hombres ricos de las sociedades ricas –escribe Noam Chomsky- son quienes gobiernan el mundo y compiten entre sí para lograr mayores cuotas de riqueza y poder, eliminando sin clemencia a quienes se interponen en su camino, ayudados por los ricos de las naciones pobres que obedecen a sus órdenes. Los demás… sirven y sufren”. Sánchez-Ostiz suscribe esta visión del nuevo (y el viejo) orden mundial, pero con esa prosa barojiana donde el exabrupto es un rasgo de estilo y el desengaño una vieja herencia del Barroco. Sería disparatado afirmar que El asco indecible pertenece a la tradición del libelo español. Sería más exacto apuntar que es un libelo contra lo español, que refleja la cólera de un espíritu apaleado por lacayos armados con porra o pluma. “De todos los libros que he escrito –reconoce Sánchez Ostiz-, este es el que veo como menos personal. Me explico. No es ni muy personal ni nada original, en la medida en que recoge el eco de las palabras dichas, escuchadas, repicadas, compartidas y sobre todo sufridas, por muchas personas a lo largo de estos meses. Este libro nos lo han escrito en la chepa”. Valle-Inclán afirmaba que no habría justicia hasta que se instalara una guillotina eléctrica en la Puerta del Sol. No creo que esa idea desagrade a Sánchez-Ostiz. No puede haber clemencia para los que cierran escuelas y hospitales, ordenan despidos y desahucios o recortan sueldos y pensiones. Por supuesto, sin renunciar a sus prebendas y respondiendo al descontento social con abyectas cargas policiales y nuevas leyes represivas. Cristina Cifuentes se disputa la corona de la malicia absoluta con Esperanza Aguirre y María Dolores de Cospedal. Son la expresión más antipática de un tiempo de indigencia moral e intelectual. Si la democracia es el gobierno del pueblo, España necesita otro nombre para explicar su situación política y social. Alfonso Sastre dijo que “sin justicia, el orden público es la peor guerra posible”. No es una mala definición para explicar el momento actual. Estamos en guerra. Una nueva guerra contra los pobres, pero nadie se atreve a hablar de “guerra de clases”, tal vez porque los pobres se conformarían con ser trabajadores explotados
Me temo que Sánchez-Ostiz ya pertenece al pelotón de escritores malditos. No concibo un honor mayor y he de admitir -¡ay!- que me inspira cierta envidia. Siempre deseé ser un proscrito. Es preferible ser un bandolero que el palafrenero de una casta que roba, extorsiona y mata (“Que haya muertos en la calle es cuestión de tiempo”) en nombre de Dios, la Patria y el Rey (por cierto, en horas bajas entre sus antiguos acólitos de la ultraderecha franquista, ahora convertido en furiosos neoliberales). Las profecías siempre constituyen una temeridad, pero el compromiso perdura como un ejemplo de honestidad que invita a la esperanza. No sabemos lo que nos espera, pero el compromiso de Sánchez-Ostiz nos permitirá mirar hacia atrás en un futuro y pensar que no todos los escritores vendieron su alma a cambio de un cubierto en una mesa real y una hedionda corona de laurel.
– El asco indecible, de Sánchez-Ostiz, Miguel. Editorial Pamiela.128 páginas.
ISBN:978-84-7681-760-5
ISBN:978-84-7681-760-5