Odios contra el pobre y contra el rico
Nònimo Lustre*. LQS. Junio 2021
Por sorprendente que me parezca, resulta que el término aporofobia es relativamente conocido en España. Acuñado en los años 1990’s por la filósofa Adela Cortina, después fue considerado un “neologismo válido” e incorporado al diccionario DRAE en 2017. La filósofa lo definió como “miedo a los pobres”, razonando sensatamente que la xenofobia no discrimina tanto a los extranjeros por serlo sino sólo en cuanto son pobres. El fenómeno es tan evidente que no requiere de ulteriores análisis –excepto que miedo es un eufemismo por odio.
Ahora bien, aporofobia genera un antónimo evidente –aporofilia– y, con el consabido acento en el odio, también unos parónimos malentendidos como antónimos que, en cualquier caso, son muy poco conocidos. Por ejemplo, plutofobia (miedo-odio a la opulencia), seguido por un derivado tan oscuro como crometofobia (miedo-odio a tener dinero), y terminando con un par de fobias sumamente discutibles: hipengiofobia (miedo a la responsabilidad) e incluso sociofobia (miedo a ser juzgado socialmente) Digo discutibles porque no he visto que ningún plutófobo de nación tenga pavor a su responsabilidad (si es pobre, es poco responsable de la riqueza ajena) y menos aún que le preocupe el juicio de sus paisanos (la mayoría igualmente menesterosos).
Como era de prever dada la rareza de estos neologismos, más aún si sustituimos miedo por odio (“Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”), no encuentro estadísticas sociológicas que cuantifiquen la importancia o irrelevancia de la plutofobia. Y, sin embargo, algunos plutófobos tiene que haber. Por ejemplo, si sustituimos ‘miedo’ por aversión, yo mismo. Lo comprobé cuando, con su proverbial fina pesquis, mi amigo Rafa me espetó que soy “un militante de la pobreza”. Al final de esta nota, volveré sobre este punto pero avanzo que girará alrededor de un vocablo –cacofobia– que, aparentemente, tiene poco que ver con los palabros antecitados.
Los franciscanos
Paradójicamente y aunque el término sea desconocido, la aporofilia es una facultad –o un defecto que bordea la psicopatía- muy extendida y, desde luego, muy utilizada por las religiones. Dentro de la secta católica, escojo a la Orden Franciscana (OFM, en sus tres variantes) como paradigma de aporofilia.
De vez en cuando, el Estado del Vaticano lamenta su pobreza; antes la atribuía al Maligno y ahora a “cuestionables acciones financieras” -lógico, cuando especulas, no siempre ganas a tus competidores. Pero el diario La Stampa define cuestionables con más precisión: “Armi e droga con le offerte per il Poverello.” La mención al Pobrecito –evidentemente, de Asís-, me ha recordado que los franciscanos mantienen desde hace siglos la imagen de ser los más pobres entre las paupérrimas congregaciones católicas. No voy a entrar en polémicas sobre si actualmente los pobrecitos son más menesterosos o, al contrario, más prósperos que los dominicos, los jesulitas (sic) o el Opus Dei -quienes, por ser unos recién llegados, deberían ser menos opulentos que sus antecesores y es probable que lo sean. Pero sí voy a observar cómo mantiene hoy su eterna disputa con los protestantes. Reza, literalmente, uno de sus opúsculos recientes:
“Los franciscanos y los dominicos cambiaron el mundo: ser ricos entre aquellos que elogian la pobreza es muy diferente a serlo entre aquellos que elogian, también religiosamente, la riqueza” (Luigino Bruni, Donde la pobreza no avergüenza y la riqueza se comparte, Avvenire, 24/01/2021) Sorprendido porque semejante título da por hecho un panorama en el que la pobreza y la riqueza adquirían tintes eutópicos -¿dónde, cuándo?-, me apresté a conocer la curiosa personalidad de Bruni. Y hallé que, como propagandista del Vaticano, el firmante es un discípulo de la ‘escuela económica católica’ que, Mussolini mediante, capitanearon Toniolo, Barbieri y Amintore Fanfani (entre los años 1950’s-1960’s, presidente de todo en Italia) Seguí leyéndole:
“En el humanismo medieval, el bien común nacía restando recursos a los bienes privados. En el capitalismo, nacerá sumando los intereses privados -cuanto mayor es mi bien, mayor será el bien común-“. Ah!, exclamé, vuelta la burra al trigo según la conseja sobre las “virtudes públicas, vicios privados” que recomendó en 1714 Bernard de Mandeville, el tatarabuelo de Ayn Rand. O sea, que la culpa del capitalismo pecaminoso la tienen los herejes… Aunque no estoy seguro de que hubiera ‘humanismo medieval’ y menos que, en el Medioevo se ‘restara recursos’ a los poderosos, continué y me topé otros gruesos asertos:
“La riqueza estaba muy presente en la Florencia de los siglos XIII y XV, pero no satisfacía todas las necesidades. No proporcionaba estima social ni paz interior, ni tampoco el paraíso. O, mejor dicho, la riqueza satisfacía también -parte de- esas necesidades cuando los ricos, dándola, se liberaban de ella… Eran ricos, pero aún no eran capitalistas, porque estaban habitados por un espíritu que todavía era medieval”. Es decir, que la riqueza de los Amos no es capitalismo, medieval o contemporáneo… Recuperado del susto colegí que lo malo de las cuestionables acciones financieras del actual Vaticano es que se efectúan en internet y no en maravedís. Pasaré el dato a los bancos suizos.
La aporofobia vulgaris y la manipulación de la extrema miseria
Por miedo o por satanismo congénito, los pobres son odiados de muchas maneras y sus odiadores no se recatan en manifestarlas ni en pasar de la palabra a la obra. Ejemplos: se les vitupera llamándoles “parásitos de los subsidios”; se les degrada calificando al proletario de menor rango como “mal agradecido” y, por no hacer el cuento largo, se cree firmemente que los mismos desposeídos son culpables de su pobreza porque “no buscan la forma de salir de la miseria en la que viven.”. Incluso hay meapilas autoflagelantes vomitando orgullosos que “los mismos pobres, somos los que hacemos que los más ricos no nos ayuden, pues en la mayoría de las veces, defraudamos la confianza que depositan.” -¿quién ha depositado su confianza en este meapilas? Seguro que ni los griegos ni los persas.
A veces, quieren ser políticamente correctos pero una simple tilde les delata. Ejemplo, el coplero ultraderechista José Manuel Soto, dedicó una de sus deposiciones vestidas de panfleto “a todas las buenas gentes que aman España y también a los pobres desgraciados que la odian y que ni ellos mismos saben por qué”. Obviamente, se le olvidó una coma; en realidad, quiso escribir a los pobres, desgraciados que, etc.
Las instituciones suelen cuidarse de distinguir entre pobres y extremadamente pobres –léase, miserables. Pero ese esmero suele limitarse a las estadísticas, no a la vida real. Sin embargo, los españoles sabemos de memoria unos versos antiguos que retratan crudamente que la miseria extrema existe desde antaño, tanto existe que se ha convertido en el arma preferida de la disuasión capitalista:
“Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba, / que sólo se sustentaba / de las hierbas que cogía / ¿Habrá otro, entre sí decía, / más pobre y triste que yo?; / y cuando el rostro volvió / halló la respuesta, viendo / que otro sabio iba cogiendo / las hierbas que él arrojó” (La vida es sueño, Calderón)
En los tiempos calderonianos, parece ser que el vegetarianismo estaba asociado a la pobreza. Bueno, ¿eso pasó? Pero, ¿qué ocurre cuando ni siquiera hay hierbas de segunda mano? Pues que aparecen los carroñeros que, al igual que los yonkis o los robaperas se convierten en fuente de riqueza pública. Ahora, el egoísmo y los vicios privados de Mandeville son definitivamente fuente de beneficios –mediáticos.
Esta famosísima instantánea ha suscitado infinidad de comentarios. Ejemplo, “Un hombre sudafricano de raza blanca, bien alimentado, observa cómo una niña africana yace exhausta de hambre ante la mirada expectante de un buitre. Quizás el buitre espera su muerte o, quizás, sólo sus excrementos. El hombre blanco toma fotografías durante 20 minutos esperando alguna reacción de la niña o del buitre. No pasa nada y decide marcharse llevándose una foto que fue premio Pulitzer y portada de The New York Times. A los dos meses de recibir el premio, el fotógrafo se suicidó.” Se llamaba KC y no escribimos el nombre completo porque es muy fácil averiguarlo y, sobre todo, porque “un bel morir tutta una vita onora”.
Al fotógrafo le cayeron encima exégetas de todo tipo, desde denuestos por ser un inhumano aprovechategui hasta, al revés, alabanzas por ser un valiente periodista gráfico que sólo quería denunciar la hambruna africana –como antes había denunciado el apartheid en su país. Y llegaron algunos detalles: “No era niña sino niño; se llamaba Kong Nyong; no estaba moribundo, sino defecando como consecuencia de las diarreas que padecía; llevaba en su mano derecha una pulsera de plástico de la ONU que lo identificaba como enfermo de malnutrición severa; Kong Nyong murió muchos años después, en 2007.” No entiendo eso de que estaba hambreado pero no moribundo. Con carroñero o sin él, con la ONU o sin ella, nadie que padezca la tripa reventona de ese niño tiene muchas expectativas de vida.
Pero hay una manipulación de la obra de KC que, al revés que la foto del buitre+niño, ha sido duramente censurada, quizá porque es aún más desagradable aunque por otros conceptos o subconscientes occidentales.
Para terminar este parágrafo con mejor sabor de boca, recordaremos a un “fotógrafo de la sociedad rural” reproduciendo parte de una serie de sus obras de arte sobre buitres y niños genuinamente visionaria porque se adelantaron a las hambrunas africanas y a los carroñeros:
La cacofobia, remedio privado y ojalá que universal
Prometí al principio que terminaría esta nota con una mención a la cacofobia. Vaya, pues, pero añadiendo que es mi particular miedo/odio y que sólo se relaciona con la aporofobia si partimos del axioma de que los ricos son feos, en sí y en su patrimonio. Porque cacofobia es el “miedo a la fealdad”. Y como la fealdad es un concepto estéticamente claro pero oscuro e impreciso en sociología, esa definición añade “miedo a las personas feas, incluso a ser feos nosotros mismos”. Porque no los acepto, enseguida me olvido de esos aditamentos y proclamo sin decoro alguno que yo también soy miedoso u odiador, concretamente de la fealdad. Vamos, que soy cacófobo convicto y confeso como parte de mi general plutofobia. Y que, si incluyo este apéndice en la disquisición sobre la susodicha plutofobia es, simplemente, porque los potentados tienen muy mal gusto -y peor moral pero esto último es tan obvio que no volveremos sobre ello. Además, no me importa que se me descalifique como político esteta porque cultivo un concepto de la belleza que sobrepasa los museos y los cuadernos escolares, cumbres ambas del estereotipo.
Dicho lo cual, reconozco que el mercado del gusto es tan psicopático como para incluir lo feo como valor estético. Raras veces lo es pero, en general, el feísmo –no confundir con el brutalismo-suele ser involuntario y, por ende, más pernicioso.
Feísmo natural, espontáneo, civil
Y, para finalizar, si cito al feísmo es porque las Iglesias son sus principales adictas. Pero no nos confundamos. No lo digo por mi consustancial anticlericalismo puesto que, en mi caso, ese término está mal empleado pues soy racional versión racionalista y, por ende, no sólo abomino de esa cofradía minúscula a caballo entre el Poder y el Altar que constituyen los sacerdotes sino, más profundamente, de las religiones que les disfrazan con mitra o con turbante. Para el ojo civilizado, no existe peor peligro que la contemplación de las modernidades eclesiales. Disimulan su arcaísmo –eficaz basamento para el manejo financiero de su patrimonio-, apuntándose con presteza y fruición al último grito de la moda civil y, encima, fagocitándola como propia. En estos años, oscilan entre estilizar hasta el ridículo sus mohosos iconos y lo que Ellos creen que es lo contrario: renovar su iconografía mediante el abuso realista de sus glorias evangelizadoras. Mi cacofobia se dispara en las dos opciones. No sé qué es peor, si esas vírgenes que parecen velas derritiéndose o el sempiterno crucificado con sangres derritiéndose por los costados. A la postre, es más fructífero comprobar empíricamente esa obsesión con la moda popular que les aconseja superar al trono de cuchillos de la pregonada serie Juego de Tronos:
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