Óscar Romero: “y Dios pasó por El Salvador”
Para María de Magdla Espin, con un corazón revolucionario y una sensibilidad evangélica.
Asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la eucaristía, Óscar Romero es considerado por muchos un mártir, un santo y un profeta, pero algunos han intentado restar importancia a su legado, asegurando que sólo se trataba de “un hombre de Dios”, fiel al Roma y al Evangelio. Sin embargo, Óscar Romero trasciende la simple adhesión al dogma cristiano, pues su trabajo pastoral es un ejemplo de compromiso con los pobres y con la transformación de la sociedad, de acuerdo con una visión humanista, solidaria e incluso revolucionaria. La bala de fragmentación que acabó con su vida procedía de un escuadrón de la muerte del Ejército salvadoreño. El capitán Álvaro Saravia se encargó de planificar el crimen, obedeciendo instrucciones del ex mayor Roberto d’Aubuisson, que se había convertido en el brazo ejecutor de una oligarquía enferma de avaricia y sin un ápice de compasión hacia un pueblo que vivía en la pobreza extrema. Odiado por otros obispos de la archidiócesis, que enviaron a Roma una carta donde le acusaban de incitar a la lucha de clases y a la revolución marxista-leninista, Óscar Romero no era partidario de la violencia, pero entendía que la paz no sería posible hasta que desparecieran las odiosas desigualdades sociales.
La muerte de Rutilio Grande
Se ha dicho que Óscar Romero era un sacerdote conservador y acomodaticio hasta que el Ejército asesinó al jesuita Rutilio Grande, que había animado a los campesinos a defender sus derechos desde las comunidades eclesiales de base. Rutilio había afirmado que “si Jesús intentara cruzar la frontera, le acusarían de agitador, forastero y judío y lo volverían a crucificar”. El 12 de marzo de 1977 lo ametrallaron mientras viajaba en un jeep, acompañado por Manuel Solórzano, de 72 años, y Nelson Rutilio Lemus, de 16. En esas fechas, poseer una Biblia se interpretaba como un gesto subversivo, que podía castigarse con la muerte. Óscar Romero acudió a la iglesia donde se velaban los cadáveres. Conmovido e indignado, anunció que no acudiría a ninguna ceremonia de estado ni se reuniría con el presidente de El Salvador hasta que se esclareciera el caso y se identificara a los responsables. El gobierno ni siquiera abrió una investigación. Romero cumplió su palabra y se mantuvo alejado de las autoridades durante el resto de su arzobispado. Canceló todas las misas para el siguiente domingo y organizó una única misa en la catedral de San Salvador, oficiada por 150 sacerdotes y con una asistencia de unos 100.000 feligreses. Durante su homilía elogió el trabajo de Rutilio Grande y sus colaboradores y pidió el fin de la violencia. Es imposible evocar su valiente gesto y no recordar a Juan Pablo II, permitiendo que Pinochet lo agasajara o amonestando al sacerdote Ernesto Cardenal por ocupar el cargo de Ministro de Cultura de la Revolución Sandinista.
Algunos hablan de “conversión” para explicar el presunto giro de Óscar Romero a raíz del asesinato de Rutilio Grande, pero si retrocedemos en el tiempo descubrimos que en 1944 ya se quejaba del miserable salario de los jornaleros en los cafetales. Durante sus veintitrés años como párroco de la diócesis de San Miguel, se atrajo las antipatías de los terratenientes, que lo acusaron de comunista y pusieron en duda su salud mental. Óscar Romero no era marxista, pues “el marxismo niega a Dios”, pero se mostraba partidario de “un diálogo prudente y sincero” con el comunismo para “edificar el mundo”. Identificado con el espíritu del Concilio Vaticano II, coincidió con el teólogo suizo Hans Küng en la necesidad de impulsar una Iglesia Católica “más llena de iniciativa, espíritu y libertad”. Romero elogió el Documento de Medellín de 1968, texto fundacional de la Teología de la Liberación, respaldando la “opción preferencial por los pobres”, pero advirtió que no constituía una invitación a la lucha revolucionaria. De hecho, no aprobó que algunos sacerdotes se incorporaran a las filas de la guerrilla, como es el caso de Camilo Torres Restrepo y Gaspar García Laviana, ambos muertos en acciones de combate. En 1971, Romero asumió la dirección de Orientación, el seminario diocesano, que se había excedido, exaltando la imagen de un Jesús marxista y guerrillero. Óscar Romero se mostró más moderado, pero en absoluto conformista. Desde sus páginas, combatió la ley penal que pretendía admitir como prueba las confesiones extrajudiciales, institucionalizando de forma encubierta la tortura. También escribió incansablemente a favor de los más pobres y humildes. “Los campesinos no son parias”, anotó con firmeza, pese a que “una fuerza anónima y sin patria (también sin moral ni sentimientos)”, pretenda explotarlos y despojarlos de su dignidad y sus derechos. En esa época, en El Salvador el 73% de los menores sufrían desnutrición y el 80% de las familias sólo disponían de una vivienda minúscula, con una única estancia, sin agua corriente ni electricidad. “La Iglesia no puede callar –escribió Romero- ni permanecer como simple espectadora indiferente a la vista de la injusticia y la indigencia que padecen los pobres, los preferidos de Cristo”.
“¡Haga patria, mate un cura!”
En la noche del 21 de junio de 1975, cinco civiles fueron asesinados en la Zona de Tres Calles, cercana al litoral. El objetivo era aterrorizar a los campesinos, que empezaban a organizarse para exigir salarios dignos. Óscar Romero se desplazó al lugar para consolar a las familias de las víctimas y manifestar sus sentimientos de “terror e indignación”. Protestó enérgicamente ante el presidente Molina, sin obtener ningún resultado. No fue un incidente aislado. Lejos de disminuir, la agitación social crecía sin parar y los escuadrones de la muerte trabajaban sin descanso. Cuando en 1977 Romero se convirtió en arzobispo de San Salvador, el país se hallaba en estado de sitio. Apenas una semana después, se produjo una masacre en la céntrica Iglesia del Rosario. Una manifestación de protesta se refugió en el recinto sagrado, pero eso no impidió a la policía disparar contra los manifestantes, abatiendo al menos a un centenar. El 3 de marzo de 1976 sucedió algo semejante en la Iglesia de San Francisco de Asís de Vitoria-Gasteiz en el País Vasco. En esa ocasión sólo murieron seis trabajadores. En ambos casos, se puso de manifiesto que las dictaduras presuntamente católicas sólo respetan a la Iglesia mientras defiende sus intereses. Por esas fechas, comenzó a circular por América Latina el lema: “¡Haga patria, mate un cura!”. Rutilio Grande fue una víctima más, al igual que Alfonso Navarro. Ambos eran jesuitas. Después de la reforma acometida por el mítico Pedro Arrupe, general de la Compañía de Jesús, los antiguos aliados de los ricos y poderosos se habían transformado en la orden más odiada y perseguida por la oligarquía. Ignacio Ellacuría, vasco de origen, pero nacionalizado salvadoreño, aprovechó su cargo de rector de la Universidad Centroamericana (UCA) para hacer realidad las palabras de Arrupe: “Es absolutamente impensable que la Iglesia promueva la justicia y la dignidad, si la mejor parte de su apostolado se identifica con los ricos y poderosos. Los jesuitas no podrán oír el clamor de los pobres, si no adquieren una experiencia personal más directa de las miserias y estrecheces de los pobres”. En ese sentido, Ellacuría realizó un trabajo ejemplar, repitiendo una y otra vez: “Nadie tiene derecho a lo superfluo mientras todos no tengan lo necesario”. Su aportación a la Teología de la Liberación consistió en afirmar que Jesús fue torturado y asesinado por enfrentarse al poder político de Roma y no sólo al de los sanedrines. Para Ellacuría, el Reino de Dios no es algo abstracto y sobrenatural, sino algo que se hace Realidad cuando hay justicia y libertad. Ser cristiano significa estar con el pobre, el humillado, el oprimido. “Con Óscar Romero, Dios pasó por El Salvador”, afirmó Ellacuría, sin ignorar que su vida se hallaba en la misma situación de peligro. De hecho, el 16 de noviembre de 1989 el Batallón Atlacatl penetró en la UCA y le mató con otros cinco jesuitas y dos mujeres (madre e hija) que se ocupaban de la limpieza.
“Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”
Óscar Romero no era jesuita, pero avanzaba por el mismo sendero. En 1977, negó la entrada al gobierno en la Catedral de San Salvador, alegando que su presencia sería ofensiva para las familias de los torturados, desaparecidos y asesinados. Poco después, Pablo VI le recibió en Roma y le animó a seguir, felicitándole por su coraje. Juan Pablo II se mostró más tibio e hizo algunas objeciones. Jon Sobrino sostiene que el arzobispo abandonó el despacho papal sinceramente abatido. Sin embargo, el encuentro casual con Arrupe le hizo recobrar el optimismo, pues el general de los jesuitas se mostró cercano y afectuoso, apoyando su gestión. A su regreso a San Salvador, Romero escribió a Wojtyla para explicarle la esencia de su labor pastoral: “Creí un deber colocarme al lado de mi pueblo, tan oprimido y atropellado”. Entre 1978 y 1979, otros tres sacerdotes de la diócesis de Romero son asesinados. Sus rostros aparecen horriblemente desfigurados. Es una advertencia y una cruel manifestación de desprecio. “¡Sacerdotes de Belcebú, váyanse todos a Moscú!”, chilla la ultraderecha, pidiendo más sangre. Las matanzas de campesinos, activistas de los derechos humanos, sindicalistas y militantes de izquierdas se exacerban. Los militares hablan de exterminar a 200.000 salvadoreños infectados por el comunismo. Ante la escalada de la represión, nacen grupos de resistencia de orientación marxista o maoísta, que se preparan para una inminente guerra civil. Romero observa que el origen de la violencia debe buscarse en “la dureza de corazón de quienes podrían hacer algo más por la tremenda miseria de nuestro pueblo”. Aunque condena la violencia, afirma que ésta se divide en dos clases: “La que brota del frenesí del poder o del tener (…) y la que surge como resistencia”, es decir, “la violencia de los débiles, privados de derechos fundamentales”. Y añade: “Si no es posible un acuerdo, la Iglesia admite la insurrección cuando los medios pacíficos han demostrado ser inútiles y el mal que se prevé es menor que el que causaría la insurrección”. No apoya a la guerrilla, pero afirma que la convivencia pacífica será inviable mientras “la mayoría de los hombres y mujeres –sobre todo los niños- de El Salvador continúen privados de lo necesario para vivir”. Afirma que el capitalismo es “idolatría” y que –al margen del pecado individual- el mundo está lastrado por un “pecado estructural”. El 23 de septiembre de 1979 predica, dirigiéndose a los ricos: “Despojaos a tiempo. Todavía podéis compartir como hermanos. Si no lo hacéis ahora, después os despojarán a la fuerza y entonces si será a base de sangre”. Se atreve a cuestionar la propiedad privada: “Yo denuncio, sobre todo, la absolutización de la riqueza. Este es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada como un absoluto intocable, y ¡ay del que toque ese alambre de alta tensión, pues se quema!”. Y en otra homilía, señala: “Necesitamos un hombre nuevo”, empleando una expresión del Evangelio, pero que también salpica los textos políticos de Ernesto Che Guevara. Cuando cae la dictadura somocista, felicita al pueblo nicaragüense por su liberación. El periodista guatemalteco José Calderón Salazar le entrevista para el diario mexicano Excelsior, preguntándole si tiene miedo, pues las amenazas de muerte contra el arzobispo se recrudecen cada vez más: “Como cristiano –contesta Romero- no creo en la muerte sin resurrección: si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. […] El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad”. En otra ocasión, comenta el martirio de los sacerdotes católicos en El Salvador: “Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida, precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres… Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo”.
El 23 de mayo de 1980, Óscar Romero se dirige a las Fuerzas Armadas desde el púlpito: “Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No matar. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla […] En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”. Su célebre homilía es también su sentencia de muerte. Al día siguiente, Óscar Romero recibe un balazo en el pecho. Años más tarde, Rene Revelo, obispo de Santa Ana y ex auxiliar del arzobispo, visita Roma y habla con Juan Pablo II, comentándole que los 70.000 muertos de la guerra civil de El Salvador (1980-1992) son imputables a Romero. Su observación es falsa, mezquina e injusta. Pese a la hostilidad del sector más conservador, el 12 de mayo de 1994 la Arquidiócesis de San Salvador solicita permiso a Roma para iniciar el proceso de canonización. Juan Pablo II y Benedicto XVI se muestran reacios, pues entienden que Romero no es un mártir de la fe, sino la víctima de un conflicto político. Esta postura refleja una profunda incomprensión del Evangelio, pues –hablo desde el agnosticismo- la grandeza del mensaje cristiano reside en su amor hacia el pobre, el paria, el enfermo y el oprimido. Pocos corazones han latido tan cerca del sufrimiento de los más infortunados como el de Monseñor Romero. De hecho, Romero se permitió modificar la máxima de San Ireneo (“La gracia de Dios es el hombre que vive”), matizando: “La gracia de Dios es el pobre que vive”. En Piezas para un retrato (1993), María López Vigil finaliza su biografía sobre Óscar Romero con una conocida anécdota. Mientras visita la tumba del arzobispo en la Catedral de San Salvador, se topa con un mendigo limpiando la lápida con verdadera devoción. Al preguntarle por qué lo hace, el pobre hombre contesta: “Porque era mi padre”. Después de narrar brevemente su rutina de limosnas y embriaguez, añade: “Me hizo sentir gente”. Esa humanidad sólo puede ser un síntoma de santidad o de excelencia moral. “Sólo Dios puede ser tan humano”, escribió Leonardo Boff, refiriéndose a Jesús. Óscar Romero no era Jesús, pero sus actos surgían de una inequívoca voluntad de emulación o, dicho en términos seculares, de una honda compasión hacia los más vulnerables, libre de cualquier forma de vanidad o autocomplacencia. No está de más mencionar que en los días previos a su previsible asesinato experimentó la misma “angustia de muerte” que Jesús en el huerto de Getsemaní. La excelencia moral no exime del humanísimo temor a perder la vida de forma violenta. El actual Papa Francisco desbloqueó el proceso de beatificación de Óscar Romero a finales de abril de 2013. La noticia fue acogida por el pueblo salvadoreño con enorme alegría y esperanza.
El encuentro con Dios
El desprecio (o el miedo) que inspiraba Monseñor Romero en la oligarquía salvadoreña, se hizo presente hasta en su funeral. Celebrado el 30 de marzo, Domingo de Ramos, las Fuerzas de Seguridad dispararon sobre la multitud (unas 100.000 personas) que se había congregado en la Plaza Barrios, situada frente a la Catedral. Se desató el pánico y murieron alrededor de 50 personas, la mayoría aplastadas. Desde fuera, se podría pensar que Dios había abandonado al pueblo de El Salvador, pero la pasión de Óscar Romero revela que le envió al mejor pastor. Monseñor Romero pertenece al mismo linaje espiritual que Martin Luther King y Dietrich Bonhoeffer, todos presentes en la galería de mártires del siglo XX esculpida en la Abadía de Westminster. Pese a tanto dolor e injusticia, el legado de Óscar Romero pervive. A los que niegan su vocación transformadora y anticapitalista, me limitaré a recordarles una de sus frases: “Un cristiano que se solidariza con la parte opresora, no es un verdadero cristiano”. Romero no era comunista, pero sí era un revolucionario, pues quería darle la vuelta a un mundo que había absolutizado la riqueza, condenando a la marginación a millones de seres humanos. Buscaba la paz y la reconciliación, sí, pero no a costa de renunciar a la utopía de una humanidad solidaria y sin obscenas e injustificables desigualdades. Sus homilías están impregnadas por el afán renovador del Concilio Vaticano II y por la beligerancia a favor de los pobres de la Teología de la Liberación. Ya he mencionado que soy agnóstico, pero creo que Óscar Romero es patrimonio de todos los hombres y mujeres que luchan desde distintos frentes contra la violencia ejercida por una minoría contra el resto de sus semejantes. Óscar Romero nos enseñó que Dios no está en los altares, sino con los niños que mendigan o buscan comida en callejones, trastiendas o vertederos. Romero decía que “un hombre no se conoce verdaderamente a sí mismo hasta que se encuentra con Dios”. Yo no pierdo la esperanza de encontrarlo en ese horizonte de penuria y ternura, pues a fin de cuentas Jesús nació y creció como uno de esos niños.