Peluquería
Jesús Gómez Gutiérrez*. LQSomos. Enero 2017
Moru, la cubana y manos negras
Sé lo que va a pasar; le diré «córtame poco», «sólo de atrás» o «déjame los mechones» y ella hará lo que considere oportuno. Sus manos negras, suaves pero resolutivas, mueven la tijera al ritmo de las canciones que suenan de fondo. Primero, un reguetón; después, un rap-corrido mexicano; más tarde, una maiamimez famosa; luego -ya estamos tarareando- María Dolores Pradera, y entonces llega la cubana tan blanca como yo y anuncia que no le ha tocado «ni un puto reintegro» del Niño. «¿Y a ti?», pregunta. Sí, digo, eso y nada más que eso, un puto reintegro.
Manos negras, que es dominicana, me cuenta que vuelve a su país por primera vez en dos años. Yo escucho igual que me corta, con toda la atención. Mi principio de melena se ha esfumado por la parte de la nuca y, mientras hablamos, me quejo de que el pelo que va cayendo sobre la capa es cada vez más gris y menos azabache. La cubana me mira con escepticismo y me dedica un halago monumental de los que romperían el frente de cualquier ejército bisoño. No coquetea; tampoco yo, que devuelvo el regalo con sonrisa de Oddball en Los violentos de Kelly, aunque sin tanque y sin barba. Para mi estupor, María Dolores ha dado paso a Camilo Sexto, y manos negras empieza a cantar «es mi vida un desierto/ con el viento a tu favor» entre menciones a su madre, a sus hijas, a su marido, a sus nietas («¿Tienes nietas? ¿Tan joven?») y a lo que se come y se deja de comer en Santo Domingo, ciudad por donde aparecen mis cejas: «Hay que recortarlas».
La cubana se va de recados. Llega Moru y me estrecha la mano como si no nos hubiéramos visto en muchos meses. Moru es el mantero de la familia, por así decirlo, y tiende a reaccionar con timidez ante las canciones y los cumplidos a navajazos de las doñas, quienes permiten que deje sus pertenencias en el minúsculo almacén. «Tú mejor con pelo corto», afirma. «Hum», respondo. Manos negras lo despide en plan «se acabó la diversión» y, tras declarar que «es buena gente», me ordena que me levante, me lleva hasta el lavabo y abre un grifo. El sol compite con las bombillas de camerino, así que cierro los ojos en defensa propia. Ahora suena Héctor Lavoe: «pronto llegará/ el día de mi suerte». Bajo la espuma, me acuerdo de un mundo donde nadie cerraba su casa.