A Pepa Fluviá, por darme tantas vidas…
Carlos Olalla*. LQSomos. Mayo 2017
Hay personas que, a veces, se cruzan en nuestro camino y nos cambian para siempre. No sabes lo que les da ese don tan especial, el de cambiar vidas, pero lo tienen. Suelen ser personas pasionales, entusiastas, seres muy sensibles, personas que hacen que sientas que tu aquí y tu ahora son lo más importante para ellas, y en realidad lo son porque, por encima de todo, lo que son es honestas.
Pepa Fluviá es una de esas personas. Tuve la suerte de que se cruzara en mi camino para, como una comadrona, sacar de mí la criatura que tantos años había llevado dentro sin siquiera saberlo. Ella me dio esa vida, la vida de la interpretación, y todas las vidas que he vivido desde entonces encarnando los personajes más diversos en cine, teatro o televisión. Apareció en mi vida en un momento complicado. Tras más de 25 años en el mundo de la empresa, y con los 45 ya cumplidos, me encontré en el paro y sin un duro. Era un mundo que nunca me gustó al que tuve que dedicarme renunciando a la que era mi gran pasión: escribir. En aquella época mi madre hacía figuraciones en películas y un día me comentó que iba a rodar con Sophie Marceau, una actriz con la que no he dejado de soñar desde que la vi en Bravehart. Inmediatamente le supliqué que pidiera a su agencia que me enviasen, que iría hasta gratis si era necesario, pero que yo quería estar en aquel rodaje. La vida, a veces, te sorprende gratamente cuando menos te lo esperas. Aquel día falló uno de los figurantes y me llamaron. Mi papel consistió en sentarme en un banco en un parque nevado pasando un frío terrorífico alejado ciento cincuenta metros de donde estaban rodando. Al escuchar la palabra “Acción” debía contar mentalmente a diez, levantarme y alejarme caminando. Eso era todo. Algo le ocurría al actor principal porque tuvimos que repetir algo así como veinte veces la escena. Aún así me divirtió descubrir un mundo nuevo que era totalmente ajeno para mí: el de los rodajes. Los castings de publicidad pasaron a ocupar una gran parte de mi agenda ya que, si algo bueno tiene el paro, es que tienes tiempo para dedicarlo a lo que más te interesa. Cuando has cumplido los 45 las entrevistas de trabajo que te surgen son escasas y sabes de antemano que la mayoría no te servirán para nada. Eres demasiado “viejo”, sobras, ya no hay sitio para ti. Puestas así las cosas las figuraciones y los castings de publicidad ocupaban la mayor parte de mi agenda. La soledad y la escritura copaban todas las demás citas. Hablar inglés me permitió darle una réplica gestual a Christian Bale cuando vino a rodar The machinist a Barcelona. Me quedé tan impresionado al verle actuar que, al día siguiente, me matriculé en una escuela de teatro. Alguien me había hablado muy bien del estudio de Nancy Tuñón y Jordi Oliver, y allí es donde encontré a Pepa, una de sus profesoras, una persona que destilaba amor al teatro y a la pedagogía por todos los poros de su piel. Pasé tres años con ella en los que fueron muchas las cosas que aprendí, pero sobre todo una: el teatro.
No fue fácil adaptarme a la nueva situación. Yo era el “abuelo” de la clase (ninguno de mis compañeros había cumplido los treinta y más de uno ni siquiera los veinte). Nunca olvidaré cuando, en uno de los primeros días de clase en el que Pepa me había pedido que hiciese una improvisación, empezó a darme sus instrucciones desde la oscuridad del fondo de la sala, donde estaba junto al resto de los alumnos. Viendo que no conseguía de mí lo que pedía, que una atávica resistencia me impedía mostrar lo que me estaba pasando, se levantó de la silla y casi se subió a una pequeña mesa que tenía frente a ella para gritarme “Ábrete” “Saca lo que llevas dentro” “¿Quieres dejarte llevar y seguir tus impulsos de una vez?” El tono de sus apasionados gritos iba en aumento y no tardó en coger un bolígrafo, supongo que debió ser lo primero que encontró a su alcance, para amenazarme con tirármelo si no me “abría” de una vez. “¿De qué me va a tirar el bolígrafo?” pensé para mis adentros. Y me lo tiró. Vaya si me lo tiró. Y tiene buena puntería la condenada.
Aquel bolígrafo fue la llave que me abrió la puerta a un mundo para el que no creía sentirme preparado. Había pasado mi vida laboral cobrando un sueldazo a cambio de esconder mis sentimientos, ¡y ahora debía pagar para mostrarlos! Recuerdo las clases de cuerpo como las más duras. Viendo la flexibilidad y la agilidad de mis juveniles compañeros y compañeras de clase comprobaba la rigidez de un cuerpo como el mío. Pero no todo eran desventajas para alguien que, como yo, se adentraba en aquel mundo rondando la cincuentena. La clave de la enseñanza de la interpretación está en los procesos, no en los resultados. Y es a través de los procesos como debes alcanzar emociones o estados determinados. ¡Y ahí la experiencia era un grado! Mientras mis compañeros tenían que imaginar cómo podía sentirse su personaje en determinadas circunstancias, a mí me bastaba con recordar situaciones reales vividas en el pasado para alcanzar el estado que buscaba.
Pero, aún así, yo veía como cada día ellos progresaban, hacían cosas que eran del todo impensables a principios del curso, mientras internamente yo sentía que me estaba quedando estancado. Los meses fueron pasando y yo seguía malviviendo de esporádicas figuraciones y algún que otro papel como el que tuve en la primera temporada de “Amar en tiempos revueltos” que me permitió, por primera vez, dar vida a un personaje haciéndole pasar por diferentes estados, ya que estuve más de 30 capítulos en la serie. La mayoría de los papeles que había interpretado hasta entonces se limitaban a una o dos secuencias. El mundo de la interpretación me fascinaba, por primera vez en mi vida me encontraba haciendo algo que de verdad me gustaba e intentando vivir de ello. Pero los apuros económicos y la inseguridad de esta profesión no son fáciles de sobrellevar si, además, te asalta la gran duda que nos ha asaltado a todos los que hemos intentado dedicarnos a ella: ¿Realmente sirvo para esto?
Cuando se acercaba el final de curso y la evaluación en la que se decidiría si aprobábamos, repetíamos o abandonábamos para siempre nuestro sueño estaba muy cerca, recibí una llamada que me sorprendió. Era de un antiguo colega de profesión que me ofrecía la dirección regional de un banco extranjero que iba a implantarse en Cataluña. Ante mí se abría de nuevo la puerta para volver a aquel mundo ya lejano que conocía tan bien: el de la empresa. La oportunidad era buena y el sueldo realmente muy atractivo. Pero eso suponía regresar a un mundo donde nunca fui feliz y renunciar a aquel otro que acababa de descubrir y que me llamaba con tanta fuerza. Resolver entonces la gran duda se convirtió en una prioridad para mí. Llamé a Pepa para contarle lo que me pasaba (ella estaba al tanto de mi situación económica) y decirle que era consciente de que no había alcanzado el nivel para pasar de curso aunque no la llamaba para hablar de la evaluación. Le pedí su máxima sinceridad cuando le pregunté si de verdad creía que yo podía servir para esto o no. Ella me dijo que creía en mí, que sabía que yo llevaba algo dentro, pero que había estado intentando que me atreviera a expresarlo durante todo el curso sin conseguirlo, y que ya no sabía qué más hacer para lograrlo. Que era cuestión de hacer un “click”, de cambiar de chip, y que eso era algo que solo yo podía hacer. Me preguntó entonces la cifra que me ofrecían en el banco. Cuando se la dije su respuesta no pudo ser más clara: “Hostias, Carlos, eso es mucho dinero, acéptalo!” Y fue entonces cuando lo vi claro. No, no iba a aceptar aquella oferta que sabía que, en el mejor de los casos, me iba a convertir de nuevo en un rico infeliz, así que le dije “Pepa, voy a repetir primero, pero lo voy a hacer contigo y juntos vamos a hacer saltar ese “click” de una puñetera vez” Y así fue, repetí el curso con ella y me ayudó a cambiar de chip. Fue una repetición maravillosa.
Aquel día entendí lo que significa ser un actor profesional. Nunca le podré agradecer lo suficiente a Pepa el regalo que me hizo al ser tan sincera conmigo. Me abrió de par en par las puertas de un mundo fascinante que me ha dado muchos de los mejores momentos de mi vida y me hizo entender algo que me ha ayudado mucho desde entonces: a ser honesto y coherente conmigo mismo, pase lo que pase. Han pasado ya casi quince años desde entonces, la precariedad, como a todos, me ha acompañado casi siempre y la inseguridad económica se ha convertido en mi más fiel compañera de viaje, pero hoy sé que, pese a todo, aquella fue la mejor decisión que he tomado en mi vida. Sigo siendo pobre, sí… ¡pero un pobre inmensamente rico!