Que nadie decida por ti; sal del armario
El capitalismo de Estado tiene dos caras y un único destino manifiesto: que sus rehenes acepten la dominación y la explotación como si fuera un fenómeno natural. Su alma política se sustenta sobre la ficción del ejercicio pleno del “derecho a decidir” por parte de sus víctimas, cuando son los dirigentes quienes lo monopolizan en exclusiva. Su alma económica, por el contrario, se basa en el supuesto de una omnímoda “libertad de elegir”, mediante la presunción de que la población puede satisfacer sus necesidades selectivamente, cuando en realidad es que se trata de un feudo de los adinerados en el que los pobres no cuentan. Pero esta soez estrategia se ha encontrado con un la horma de su zapato, no por cierto en la gravedad de la crisis desatada por los magnates financieros, sino en la respuesta radical y beligerante del 15-M, los sindicatos de base y los movimientos sociales. La movilización de la sociedad civil está logrando que los intentos de los partidos y sindicatos oficiales para regenerar el sistema se vuelvan contra ellos.
La crisis ha tenido efectos devastadores para los sectores más humildes de la población. Y en ese sentido, ¡maldita crisis! y ¡malditos también quienes la provocaron!. Pero al mismo tiempo ha permitido, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, desnudar de toda legitimidad al capitalismo y a la casta parasitaria que está a sus órdenes. Nunca como hoy los poderes públicos se enfrentaron a tantas dificultades para mantener íntegra su posición de dominio. La crítica, la protesta, la resistencia e incluso la indiferencia hostil han sustituido al conformismo y la pasividad con que tradicionalmente festejaban a sus representantes los resignados ciudadanos.
Ese vínculo, que ocultaba la verdadera naturaleza de su condición de explotados, en la actualidad está seriamente debilitado. Es más, jamás recuperará su “prestigio” porque la sociedad que viene está en la antípodas de aquella otra ya en fuga que tenía como reclamo el espejismo del Estado de Bienestar. Ahora estamos mucho mejor pertrechados para encarar la cruda realidad del sistema sin maquillajes ni sucedáneos. La letra con sangre entra. El capitalismo ha perdido una de sus mayores bazas al desvanecerse el señuelo que le permitía hacer pasar como benéfico e incluso altruista lo que sólo era una sórdida cultura de “servidumbre voluntaria”. Todo ello supone un revés para la eficacia del control social que deberíamos aprovechar con el objetivo de ahondar en la auténtica autonomía de la sociedad civil.
Quizás el ejemplo más claro de esa flagrante contradicción esté en el divorcio producido en dos conceptos que hasta ahora servían como vitola del capitalismo realmente existente: el “derecho a decidir” y la “libertad de elegir”. Un tándem esgrimido desde el poder como timbre de gloria de su modelo de “prosperidad”. Según la retórica al uso, los ciudadanos ejercían plenamente su “derecho a decidir” a través de las instituciones (elenco que abarca desde los partidos hasta la constitución), y marco en el que sus intereses y opiniones se suponían justamente representados. Esa tramoya dibujaba una arquitectura de delegación democrática que inundaba a todo el cuerpo electoral (otra jibarización social más) evitando ángulos muertos.
Junto al “derecho a decidir”, y casi a la par, el sistema blasonaba de la “libertad de elegir” como paradigma de un proceso inclusivo que permitía acceder a los dones del mercado. Pero era otro espejismo. La puerta estaba abierta sólo para quienes ostentaran capacidad de compra, loase dinero para la puja. Casi un mundo perfecto, el fin de la historia. Por un lado, las demandas políticas quedaban colmadas al hacerse operativas a través de los estamentos representativos, y de otro, las necesidades humanas se satisfacían en el ámbito del libre juego entre oferta y demanda (la representación política sigue el mismo esquema). En los intersticios, como árbitro de un consenso entre desiguales que refutaba la dinámica de lucha de clases, aparecía la mano invisible del Estado.
Pero cuando estalló la crisis desamparando a amplios sectores sociales, el encantamiento empezó a desvanecerse. El “derecho a decidir”, un vástago de la representación teorizada por Thomas Hobbes, se reveló sólo como un simulacro, una franquicia del poder, y la “libertad de elegir”, avalada por el padre del neoliberalismo Milton Friedman, apareció como un parque temático con aforo limitado. Con este baipás accidental sobrevive hoy el Titanic del capitalismo neoliberal en su intento de evitar que la cólera de las víctimas convierta su periplo global en estación termino.
Para conjurar ese peligro y ganar tiempo, el bunker del régimen ha elaborado un discurso que pretende remitir el “derecho a decidir” ad calendas graecas del entramado institucional (que no es más que un complot en el que participan las élites dominantes), mientras se pontifica la “libertad de elegir” como un festín abierto a toda la sociedad. Púlpitos mediáticos e “intelectuales” de cabecera del sistema lideran la “solución final” para neutralizar la ofensiva ciudadana agitando el ideal constitucional como el espacio donde todas las sensibilidades pueden tener cabida. Una oblicuidad que se compadece mal frente a la liberalidad con que se alienta “la libertad de elegir”, convertida de hecho en puro derecho de uso y abuso (ius utendi et abutendi).
Dos ejemplos “patrióticos” permitirán entender mejor esta dialéctica de acoso y derribo al actual renacimiento democrático. La Constitución de 1978, en su afán de mostrar su amplitud de miras, contempla la posibilidad de dos mecanismos de acción directa (derecho a decidir) en las figuras de la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) y el Referéndum. Pero la ILP nunca ha sido tomada en consideración en los 34 años de vigencia de la Carta Magna, y el Referéndum se reduce a un brindis al sol, porque no es vinculante. Por el contrario y dejando clara la naturaleza del sistema, el “derecho a decidir” expropiado se ejecuta sin miramientos siempre que el poder lo precisa, como ocurrió con la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución para dar prioridad al pago de la deuda pública. Así considerados, el “derecho a decidir” sería en términos jurídicos un oportunista “dominum utile”, mientras que la “libertad de elegir” entraría de lleno en la categoría absolutista del “dominium plenum”.
Trampas tan flagrantes, vendidas como la ciencia política y económica que los ciudadanos deben seguir sin rechistar, son las que están haciendo crujir los pilares del sistema. La gente está escarmentando en su propia cabeza y cada vez son más las personas concienciadas, conocedoras de que conceptos como “economía social de mercado” y “Estado democrático” son realidades incompatibles, meras banderas de conveniencia, un engañabobos.
Y todo porque en un momento determinado un grupo de indignados decidió nombrar a las cosas por su nombre al margen de los canales establecidos, autónomamente, sin permiso de las de arriba. Nadie como Cornelius Castoriadis ha reflejado mejor el secreto de la deslumbrante vitalidad que anima la ruptura democrática en marcha.“Un periodo revolucionario se da cuando cada cual deja de quedarse en su casa, de ser nada más que lo que es: zapatero, periodista, obrero o médico, y vuelve a ser un ciudadano activo que quiere algo para la sociedad y su institución, y considera que la realización de eso que quiere depende de sí mismo y de los otros y no de un voto o de lo que sus representantes hagan en su lugar. Por definición una revolución así no es violenta: puede producirse sin derramar una sola gota de sangre”.El secreto está en la No Masa.
Que nadie decida por ti; sal del armario, elige tú.