Relato corto: `Dientes de oro´

Relato corto: `Dientes de oro´

Por Gilmar Simões*

Para ver bien el camino
hay que dar un paso atrás
Hojas del árbol pajareroHumberto Ak’abal

Mas, al mismo tiempo, el que hace el crimen nunca sabe lo
que hace, pues al hacerlo se ha olvidado de su propia realidad.
Delirio y destinoMaría Zambrano

El ruido de las palas me despertó de madrugada. No tenía ventilador, pero sí calor y me fui a la cocina a refrescarme la garganta. Desde hacía mucho tiempo ya no distinguía el vuelo ruidoso de los monstruos y de los fantasmas. Miré por la ventana, vi a soldados que volaban a través del asfalto como buitres hacia la presa. Montados en motos, rodaban por la Segunda avenida, esquina con la Sexta calle. De repente, un fruto globoso volador explotó en el salón de la casa donde vivíamos, en la zona 2. Era mi dieciocho cumpleaños; acababa de volver a Guatemala con la ayuda de una red de apoyo solidario.
Me salvé por los pelos del trueno y de los destellos de luz detrás de la nevera al ver el objeto granadino volando hacia la ventana. Esta fue la segunda vez que sobreviví a un ataque de monstruos y fantasmas.
La primera ocurrió cuando tenía dieciséis años. Era el veintiséis de diciembre del año del jaguar, cuando el estrépito ensordecedor de los helicópteros Bell apoyó el cerco al Cuarto Pueblo, con los Kaibiles disparando a los Galil. Era de madrugada. Desde ese día cargaba el miedo en el cuerpo y experimentaba la sensación de catástrofe inminente, como si una lluvia de bombas fuera a recaer sobre mí.
Me hice la muerta bajo la montaña de cuerpos. Me unté con la sangre de uno de mis hermanos que se ha muerto con un tiro por la espalda y con la sonrisa dorada puesta. Me salvé porque estábamos saliendo del pueblo del lado contrario del que venían los monstruos; porque pinté mi cara con su sangre por mi cara; y sobre todo porque me quedé tiesa, inmóvil cuando dedos con olor a la pólvora y gasolina rondaron entre dientes, encía y lengua. No tenía oro en los dientes, pero vi el trasiego de los alicates. En seguida estuvieron de fiesta. Comieron los cerdos y gallinas y bebieron «cusha» e hicieron siesta algunos mientras otros patrullaban alrededores.
La luna brillaba al ras del horizonte y los rayos se proyectaban entre las hojas de los árboles. Mientras tanto, veía el reflejo del cañón de los fusiles. Las manos que empuñaban los fusiles temblaban, vigilantes y nerviosas, también eran las que toqueteaban. ¡Qué repugnante! Los soldados borrachos de aborrecimiento obligaron a las mujeres jóvenes a bailar. El viento susurraba sobre la hoguera y amortiguaba las llamas. Al mismo tiempo que el brillo de la luna alcanzaba su resplandor en el cielo, los verdugos enloquecían con el jolgorio violento. Mientras tanto, escuchaba gritos de dolor de las víctimas con el corazón oprimido.

Al día siguiente, por la mañana, los soldados trajeron gasolina. Enseguida vino el capitán. El teniente le entregó una bolsa de seda. Él lo miró e hizo una señal afirmativa con la cabeza. Enseguida empezó la quema de los cuerpos y las casas. Muchos han muerto en el acto con disparos en la espalda, en la correría o por abrirse el pecho a los disparos.

Cuando el fuego alcanzó, los cuerpos amontonados y las llamas se tragaron las últimas casas del poblado, huyeron despreocupados. Muchos fueron quemados vivos con gasolina como brujas chapinas modernas.

Nunca vi la muerte tan de cerca. Pasé casi dos días debajo de la montaña de muertos, alimentándome de hormigas y hojas que alcanzaban mis manos.

—¡Vamos muchá! Ya recuperamos sus ahorros dorados. Aquí solo han quedado cenizas y estos cerotes rojos no renacerán ni como moscas.
Al atardecer dejé atrás la tierra arrasada y las brasas humanas, medio zombi. Media hora después de vagar en círculos, oscurecía, escuché un silbido pajarero, rápido y confuso. Era Juan, mi hermano menor. Bajó de un chicozapote con los ojos como platos, lacrimosos y la cara desencajada. Caminamos en silencio. No atrevíamos a hablar tanto era el miedo que nos escuchara. Bebimos agua de los riachuelos y comimos choclo y chocho crudo. Durante una semana vagamos por la selva del Ixcán, en situación de riesgo inminente.
No sentí la respiración fluir por mis senos nasales hasta cruzarnos los diez metros desmatados que separaban los dos países. Cruzamos la frontera doce horas después, con el temor en el cuerpo, vigilantes. Era de madrugada cuando divisamos una casa de madera. Un hilo de humo blanco salía por la chimenea. Me acerqué despacio y di un toque suave a la puerta. De la casa salió una señora y, viendo mi cara de desastre, me invitó a entrar. Un señor nos saludó, dándonos la bienvenida. No necesitamos decirle nada. Sabían lo que pasaba del otro lado de la frontera. Ya estaban acostumbrados con el trasiego de personas que pasaban por allí. Nos dieron comida y ropa limpia.

El hecho de haber estado presente en la escena del crimen me persiguió durante días, meses y años. Incluso hoy aún tengo pesadillas. Yo solo pensaba en el salvoconducto para circular por México y Juan únicamente en quedarse, pelear y vengarse. Le dije que era un necio. Todos habían muerto. No podíamos hacer nada. Además, era arriesgado. Una temeridad. Pero Juan, resoluto, dijo que cerrar los ojos y mirar hacia otro lado era lo que menos deberíamos hacer. Después de varios intentos con argumentos distintos, por fin le convencí de que lo mejor era salvar nuestro pellejo. Y él erre que erre: que volvería y buscaría los compas. ¿Qué compas, Juan? ¿Desde cuándo esa guerra es nuestra? Ahora sí, pregunté con rabia. Me razonó el porqué, ahora sí, esta lucha también era suya, más allá de la muerte de nuestra familia. Me quedé sorprendida con sus argumentos, pues además me recriminó por no pensar en nuestra familia asesinada, muertos como animales. Pero yo, a pesar de la pérdida, lo tenía claro: estábamos vivos; pero en medio de dos fuegos. Y lo principal, sobrevivir al fuego cruzado de balas y sangre, solo era posible lejos de allí.

Durante unos cuantos meses hablábamos lo justo y necesario. En México, me di cuenta de lo que era vivir en una frontera precaria, no solo ficticia sino real. Así que me centré en aprender el acento mexicano y contactar con otros refugiados, con los que estaban en la misma orilla. Vivimos seis meses en San Cristóbal de las Casas hasta que Juan desapareció sin dejar rastro. Me imaginé lo peor. Y peor, me quedé durante años sin saber su paradero.

En la capital hice la secundaria y dos años después me matriculé en la facultad de Periodismo. Pensaba que la palabra sería mi fórmula de lucha. En el segundo año, un viernes por la mañana, me enteré por un colega de la facultad de que un tal, Juan Balam, era el nuevo corresponsal de un periódico mexicano. Temblé de felicidad al escuchar Balam. Siete años después reapareció como periodista. Casi no me lo creía. ¿Y si no fuera mi hermano? Cuando el colega me preguntó si Juan Balam era pariente mío, la alegría fue tan grande que lo dejé con la pregunta en la boca y me fui casi sin despedirme; solo pensaba en contactar con la Agencia Chiapas. Al final de la tarde llamé a la agencia. Juan no se puso contento. ¿Quería pasar desapercibido? Apenas hablamos, me dijo que no podía atenderme. ¿Era el látigo de los siete años o pura precaución? Se despidió con un adiós. Quedamos para comer el domingo. Le urgía revelar unas fotos. Pues por la mañana temprano saldría a hacer un reportaje sobre un fusilamiento. Tenía que preparar el material, las máquinas y dormir temprano.
Por la noche telefoneé al colega de la facultad que me pasó la información sobre Juan Balam para disculparme por la despedida intempestiva. Después le sondeé sobre la ejecución. Me dijo que había sospecha de que uno de los tres muertos podía ser uno de los nuestros. Por la mañana temprano, me envió un mensaje: Infiltrada, P.T. Cayó.
En seguida propuse a Maritza, mi ángel de la guardia que nos acercáramos a primera hora a la escena del crimen. Así vería a Juan de cerca y comprobaría quién había caído. Tomaría notas para el trabajo de investigación periodística. Sin embargo, Maritza estuvo en desacuerdo. La convencí con dificultad. Bueno, mejor dicho, se dejó convencer. Su argumento en contra era que me expondría innecesariamente, y a Juan. Era un peligro. Además estaba cerca de la zona militar. Teníamos que levantarnos temprano y eran veinte kilómetros hasta Petapa. Sabía de los riesgos pero no podía esperar el domingo para ver a Juan. Quería verle lo más cerca posible, antes; necesitaba intercambiar miradas. El atasco retrasó la llegada. Dejamos el coche a dos cuadras del local y caminamos por calles paralelas. Eran las seis y media cuando entramos en la tienda más cercana. Juan ya se había metido en la faena. De repente surge un coche con lunas oscuras.
—¡Policía!, documentos. Se le requisa su máquina fotográfica y los rollos.
Era Bulldog, comisario de la policía secreta. Acompañado de Búho, su ayudante. El fotógrafo no era otro que Juan. Estábamos encerradas en una tienda de productos comestibles a unos treinta metros de la escena del crimen. Sentadas en una mesa adentro, en un rincón mientras bebíamos café. Estiraba mis orejas como una liebre y los ojos como un gavilán, pero lo que deseaba eran unos brazos largos e invisibles y abrazarle y darle besos. Pero procuraba no llamar la atención entre decenas de curiosos. Bueno, es un decir, Maritza podría pasar desapercibida, quizás en Suecia, pero no allí. Preocupada, me dijo que mejor nos moviéramos discretamente de allí. Si nos pasara algo, nos tendríamos que separar antes de la fecha. Y su cometido no lo permitía. Insistí en que esperásemos un momento. Ella me contestó que era arriesgado, y más siendo Juan, mi hermano.
Juan, al escucharlos, puso cara de no imaginarse que estaba siendo sorprendido a aquella hora temprana por «la secreta». La sospecha: dejaron los muertos tanto tiempo allí como carnada. La ciudad se despertaba de la resaca de la Huelga de Dolores. A Juan le gustaba escarbar en los residuos de las fiestas y los fragmentos de las celebraciones. Su único delito, dijo, no fue haber tropezado con el bulto inoportuno, sino estar en la hora equivocada. Su cuerpo no se encontraba detenido en la pasada historia. Pero encubierto por la corresponsalía de un periódico mexicano de Chiapas desde hacía apenas una semana. También por pura casualidad, pues habría elecciones dentro de pocos días. Y en este caso, la presencia policial se triplicaba; así como los crímenes e intimidaciones, más allá de la estadística mensual.
—Señor, usted no tiene autorización para interrumpir mi trabajo ni para decomisar… Esto…
—¡Cállese carajo! ¿No se enteró todavía de que estamos en guerra? Nada de guirigay, que nosotros te conocemos. ¿En qué fregados anda metido, usted? Este ya es la segunda vez que llega antes de la autoridad, ¿no le parece sospechoso?

Este es un «shute», intervino Búho.
—… Y.. y esto es un secu… atropello del derecho a la información. Cometen un equívoco, señores. Yo cumplo con mi trabajo y ustedes deberían cumplir con el suyo.
De repente Bulldog ladró histérico: No chingues, so lacra. Juan intentó despistarle y seguir fotografiando. Pero Bulldog le acusó de haber sido pillado in fraganti, con un pie desplazando un brazo de encima del rostro del cadáver para conseguir una mejor composición. Se le acercó con el dedo en ristre, intimidatorio. Sentí la respiración jadeante. Por más que él fuera periodista de un periódico mexicano… Sus gestos de asustado eran evidentes; o sea: tenía miedo, ¿cómo no? Se salvó de la matanza de Cuarto Pueblo por los pelos. Padre estaba enfermo y él había ido temprano a la milpa donde teníamos un par de vacas. Tenía quince años. Se levantó a las cuatro de la mañana. Cuando lo encontré llevaba en un morral espigas de maíz y en otro una botella de un litro con leche de la única vaca. Dijo que escuchó la llegada de los helicópteros y el crujir de botas de los Kaibiles desde un escondite. Y por la noche intentó dormir entre las ramas del chicozapote. Pero la llegada de los helicópteros y el crujir de botas de los Kaibiles desde un escondite arbóreo, imposible.

Bulldog puso la boca casi dentro de sus oídos y la punta de la pistola a la altura pelviana. Los colegas periodistas que llegaron tarde arrastraron a Juan, cuando él se lo enfrentó.
—Este pisado nos está queriendo tomar el pelo. Creerá el baboso este que somos huecos—bufó Bulldog—. Vos, cara de pajarraco, oíste. Por lo visto, este no conoce al perruno comandante Úbeda.
Y a continuación dirigiéndose a Juan.
—¿A que no lo conoce, señor Weegee de la selva chiapaneca?
Juan miró de reojo dando a entender que no le importaba la asociación; al contrario, era un honor; se sintió orgulloso. Además, nunca necesitó que nadie le avisase, ni nunca lo planteó. Aquí apenas tenía contacto con algunos colegas de la prensa; no conocía ninguna autoridad. Si es que se puede llamarlos así a los mafiosos de la política. Su suerte siempre fue estar en el momento oportuno y apretar el disparador con seriedad y precisión. Nunca estar fuera de contexto. Aunque hacía gestos de haber conseguido una gran foto, pero no de estar en apuros. Juan se defendió:
—Señor agente, el movimiento del brazo de la difunta fue claramente involuntario; un accidente; no una mala práctica, ni mi cometido, como…
Bulldog, lo interrumpió, dando una sonora carcajada que enseñaba su cancela bucal.
—Mira el fregado, qué de a huevo. Viene aquí a crear bochinche y se queja; y mira que tener el piececito paseando por el aire como un danzarín…
—Me está acusando de haber alterado la escena del crimen, señor.
—Sí, y estas fotos, señalando los dos rollos requisados, quedan bajo nuestra custodia. También la cámara. La investigación de la muerte de la señora P.T. es confidencial.
La mujer tenía disparos a bocajarro; le trincharon el pecho en forma de cruz, a la altura del corazón. Parecía estar embarazada, de unos pocos meses. Bulldog ha metido la mano en la bolsa de la difunta y sacó la identificación; junto había una nota: P.T. Por abrir las piernas, esa «cashpian» se lo mereció. Al facha diputado ya no tiene a quién le coma. U.P.

—Vos Bulldog, no entiendo un carajo.
—¡Qué moronga tienes vos, Búho! Lo seguro es que eso es lío de calzoncillos, dijo Bulldog con estridencia.
—Vos, seguro que es de faldas, la bragadura está llena de esperma…, dijo Búho con todo el morbo.
—¡No seas bestia, cabrón! Lo que hay es sangre.
Sonó el teléfono.
—¡Cómo, no! Sí, mi comandante. Cómo no. Por supuesto, mi comandante. Cómo diga usted. Luego, mirando a su colega —¡Ni autopsias ni hostias, eh, Búho!
—Y, ¿qué hacemos con el cadáver? A la funeraria, ¿no?
—¡A la morgue con esta momia! No seas pendejo. Volando a la morgue, eh. Hay que hacer las cosas dentro de la ley. ¿Necesitas que te lo repita?
Bulldog repitió con la voz aflautada del capitán Úbeda todo lo que le dijo, palabra por palabra. Deprisa, cogieron la “momia”, la metieron en una bolsa de plástico negro y la metieron al maletero. Se la llevaron directo a la morgue, sin avisar ni a la ambulancia, ni al representante de Dios.
¿Y qué hacemos con el aprieta botón, mi comandante? Oí que le preguntó.
—Vos, Búho, quítese los rollos y libérelo. Es la orden del comandante. Además, dijo que no quería problemas ni con los reporteros ni con las fronteras, y se desternilló de la risa.
Ellos querían marcha y obligaron a Juan a subir a la furgoneta, bajo amenaza. Primero por recusarse a entregar los rollos; y después le acusaron de desacato a la autoridad, por negarse a entregar la cámara.
—Es mi instrumento de trabajo y propiedad del periódico.
—No friegues, cerote. Dijo Bulldog, y volviéndose hacia Búho. Oíste, pajarraco. Ese conchasumadre se cree más importante que la justicia.
—Vos, jefe, ves mucha película argentina, ¿no?
—¿Por qué lo dices pajarraco? Tú, ¿has dormido conmigo alguna vez?
—No, porque nosotros decimos: hijo de la chingada.
—No digas babosadas. Mira que eres analfabeto. De donde crees que sale el hijo de la chingada. Y tú, ¿por qué carajo hablas con tanto cantinfleo? Mejor métete el aprieta botón en la furgoneta, y larguémonos de aquí.
A Juan no le asustaban las amenazas de estos pinches matones, estaba claro. Su colega se despistó, se acercó al teléfono público, e hizo una llamada. Maritza me sujetó las manos y las apretó. Me sentí protegida. Aunque el miedo interior me remitía a la adolescencia, viéndolo allí, solo y desarmado, custodiado por dos chafarotes.
—Pero jefe… no dijo el comandante que había que liberarlo—, dijo el Búho.
Bulldog lo miró con los ojos abiertos de par en par, tanto que le salía humo. Tenía cara de perro insomne, o lo que fuera. Su aspecto era desechado y extravagante. Hasta los botones parecían saltárselo del ojal. Metieron a Juan en la furgoneta a empujones.
—Oye, pajarraco. Úntate sebo, para que todo se te resbale con suavidad.
Búho se cruzó el ala sobre los ojos y arrancó la furgoneta a toda velocidad. Casi le obligué a Maritza a seguirlos. Me dijo que cometía demasiadas irregularidades, además de poner mi vida en peligro. Sin embargo, les siguió desde lejos.
Juan temblaba al bajar de la furgoneta delante de la morgue. Estaba en las afueras de la ciudad, cerca de un bosque. Me imaginé que en ese instante se recordaba, siete años después, las más de veinticuatro horas que estuvo escondido escuchando los bombardeos y disparos. Cada recuerdo era un presagio, un grado más de amenaza de subida de temperatura. Allí los esperaba el capitán, ahora diputado en los peldaños de la escalera. Él, más conocido como el «coleccionista de dientes de oro», estaba rodeado por cuatro guardaespaldas. Uno, medio adormilado, bostezaba; otro bebía un vaso de rosa de Jamaica, comprado a una chica joven y guapa que vendía en un pequeño carrito ambulante. Los otros dos muy relajados fumaban y sonreían mirando a la joven.

Maritza estacionó el coche en el estacionamiento de enfrente, detrás de unos pinabetes. Nos acercamos despacio a la hoguera. El miedo y el temor se me han apropiado, a tiempo de sentir el calor de las llamas del pasado:
—Bulldog, ¿se te ha dado un orden en el papel higiénico o eres mismo un baboso maricón?
—No, mi comandante…, —aceptó la acusación con una sonrisa resbaladiza expectante.
El diputado capitán Úbeda, de manera inversa, bramó:
—Por lo visto, no aprendiste los verbos y menos a conjugarlos. Claro. No fuiste a la escuela, pendejo. ¿Qué se te ha dicho?
—Es que el aprieta botón
—¡Quítale las esposas, serote! Así no se trata a los de la prensa.
Y dirigiéndose a Juan.
—Disculpa, ese pendejo no aprendió modales.
Bulldog cumplió la orden y se relajó, puede que avergonzado. En ese instante, Juan escrutó al diputado capitán Úbeda. Intentaba ubicarse geográfica y estéticamente en donde lo conocía. Se fijó en el gran collar colgado al cuello con dos dientes de oro, adornando su pecho peludo. El destello le produjo un viaje de regreso en el tiempo. Reconoció en él al exteniente que comandaba los Kaibiles que invadieron el Cuarto Pueblo. Le removió el silencio y la rabia acumulada. Noté que sus dedos tiemblan, como si ejercitara para tocar un instrumento. El hormigueo frío le subió de los pies a la columna y fue a alojarse en su mano derecha. De repente dio un salto ágil, más rápido que un jaguar; cogió la pistola de Bulldog, que con la mano cruzada en medio de la testa, evitando el sol, miraba a la chica del carrito. El disparo se alojó justo donde los adeptos del misticismo llaman «el tercer ojo». Dicen que quien lo tiene puede prever con clarividencia, más allá de la realidad física, un ataque, por ejemplo; pero, como el capitán, nunca la tuvo, porque siempre guiado por la armada soberbia, y ahora menos como diputado del poder legislador. Y antes de que los guardaespaldas saltaran sobre Juan, bien ejercitado, les descargó el resto de la munición en sus cuerpos. De un salto se adentró en el bosque, saltando de rama en rama; pero pronto una horda de soldados se desplazó por diversos sectores del bosque. Empezaron con la caza por tierra y aire. Horas después de su fuga lo cogieron y lo llevaron de paseo en un helicóptero.

Dos días después lo encontraron los catadores de cartón, acribillado en forma de cruz, en el basurero de la zona 3, rodeado de moscas, ratas y buitres.

* Gilmar Simões. Hispano-brasileño, sociólogo. Ha trabajado como fotógrafo en Iberoamérica. Ha vivido en Guatemala, Perú, Namibia y Guinea Ecuatorial. Ha publicado relatos en Minotauro, Antología de Relatos Breves – Latin Heritage Foundation, Washington, EUA, 2011; Narrativas, Revista digital; Revista Almiar (Margen Cero), LoQueSomos, República de las Letras y Letralia. Además de reseñas en Letralia y Almiar.

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