Saja, en otoño mortal
Patxi Ibarrondo*. LQSomos. Noviembre 2015
Puerto de Palombera. Otoño 2015. Cantabria. Inmersión total en la belleza de la Reserva Natural del Saja. Las hojas oxidadas se alborotan al paso de las violentas ruedas de los coches y volviendo a caer como manto en el asfalto curvilíneo del puerto. El límite de velocidad que anuncian las señales de tráfico insiste en un máximo de 40 kilómetros por hora. Nadie hace caso. En su magín circulan por un circuito permanente. Sienten la imperiosa necesidad de demostrar sus habilidades al volante. A los que van dentro y a los que están fuera. Toman las cerradas curvas del puerto de montaña en diagonal. Ni pueden ver, ni miran los grandes paneles que advierten de la presencia de animales domésticos y salvajes en la ruta. Van como poseídos por su ensimismamiento. Solo se ven a sí mismos, en un juego infantil de palancas y pedales. Velocidad. En un entorno que precisamente te está invitando a la calma y a la contemplación de la maravilla. Nada menos que los colores del otoño en el Saja.
Las hayas centenarias revestidas con su mundo de húmedo musgo suave al tacto como un pubis. La naturaleza parece pintada por los pinceles de un artista loco irremediable. La bóveda de las ramas acoge mil tonalidades de colores ocres, amarillos, verdes, todos mezclados, superpuestos y diversos para la contemplación impresionista. Corre viento del cuadrante sur y el movimiento de la hojarasca se torna aún más envolvente y magnético. Los arroyos bajan secos abajo. El lecho de cantos está desnudo de agua salvo arriba del nacimiento. En alguna de esas charcas puede habitar algún escaso mirlo acuático. El pajareo general se puede oír escandaloso por encima de las copas de los árboles.
En un recodo de la carrera, sin ningún disimulo, algún furtivo ha talado varias hayas. No es la primera vez que lo denuncian los conservacionistas de la zona. En el Gobierno no parece preocuparle a nadie el asunto. Están ocupados en llenar los montes de eucaliptos… y pinos. Ese es el negocio. Los cagigos y las hayas ocupan demasiado sitio y duran demasiado tiempo. Hace falta dinero para comprar progreso y coches de alta velocidad.
Me sorprende que no haya apenas gente, solo algunos fotógrafos cámara y trípode en ristre buscando encuadres insólitos.
Pero más adelante sí la hay. Hay cafres con escopetas conmiras telescópicas y perros, pegando tiros. Van en cuadrillas y disparan a todo lo que se mueve. Tienen la fruición de la muerte a flor de piel. Les gusta matar. Son un eslabón perdido del primate, el que mata animales por placer. Hay toda una industria en torno a ese escarnio del gatillo.
En el lugar denominado “La Mina Lápiz” hemos tenido que apartarnos apresuradamente a la orilla de la pista. Un vehículo todoterreno, con un remolque lleno de perros, pasa una y otra vez a una velocidad frenética. Antes habíamos oído ladridos de perros y disparos de escopeta. Le han dado a un joven venado. Ha salido huyendo y no lo localizan. Nosotros nos encontramos más tarde el cadáver acurrucado en un zarzal, como yendo a morir camuflado y huyendo del acoso feroz de la jauría. Tiene el morro rojo sangre pero la cuerna intacta. La cuerna es el trofeo de los cazadores de la muerte.