Silencio y obediencia. ¿Hasta cuándo?
Según parece el colapso del sistema financiero usamericano y su consiguiente crisis política global ha desatado las alertas, tanto en las filas de los teóricos e ideólogos del sistema capitalista como en los conglomerados intelectuales de izquierdas. Sin duda es un requerimiento para la vida conocer en profundidad las estructuras sistémicas de las que formamos parte, pues el hecho mismo de conocer implica ya alguna transformación de ellas. Usando la terminología en desuso tras la caída del muro de Berlín: conocer al enemigo para destruirlo.
Efectivamente, ríos de tinta corren por las redes y la prensa explicando cómo y en qué consiste la crisis que padecen los poderosos. Encontramos encomiables análisis sobre las causas de la dinámica socio-económica-política que explican cómo sus consecuencias las soportamos quienes no tenemos la capacidad y el poder de decisión sobre los medios de producción, y yendo un poco más allá, también la naturaleza misma de la que formamos parte. Sabemos a ciencia cierta que nos estamos cargando el Planeta. Que las fuentes de energía que mueven el modelo capitalista de producción se están agotando. Que más de dos mil millones de personas están condenadas a muerte porque el resto produce, destruye o despilfarra -a costa del trabajo explotado- bienes para vivir en un absurdo mundo moderno y desarrollado desde donde se puede seguir hablando y teorizando sobre los injustos mundos subdesarrollados.
A esos ríos confluyen otras aguas que denuncian y sacan a la luz la brutalidad de la violencia y las guerras, las cada vez más insostenibles desigualdades, discriminaciones, miserias, hambre y muertes; afluentes y regatos cuyas aguas contaminadas de dolor tienen el sabor acre de la desesperación, la angustia, la rabia y la impotencia. Aguas que el mundo occidental recicla y envasa para beberla en ideales vasos de pureza cristalina.
Si bien parece que estamos muertos en vida consumiendo napalm televisivo, no es menos cierto que aun estando desarticulados e inermes, estamos vivos. La paradoja es que no sabemos bien para qué queremos estar vivos. Bien sea por la sensación de saciedad, bien por carencia, resulta que teniendo una sola vida la creemos sólo nuestra, patentando nuestra identidad como individual e intransferible. Y hay quienes habiendo llegado hasta la contradicción que entraña este hecho, levantan la cabeza esperando que algún ente demiurgo (dioses o intelectuales orgánicos cuya demanda supera a la oferta en tiempos que llaman de crisis) les ofrezca, cual Paracelso, la fórmula mágica de transformar una vida de chatarra en un dorado rato de felicidad.
No se pretende desde aquí ofrecer una panoplia de respuestas cerradas, ni mucho menos el diseño de un mínimo guión para el debate. Se trata de poner sobre la mesa unas cuantas preguntas que nos permitan formular y reformular otras tantas con el fin de buscar colectivamente respuestas que nos hagan salir de esta tan espesa y paralizante confusión en la que estamos enzarzados los unos contra los otros, o en el mejor de los casos situados en carriles paralelos, sin intersecciones ni semáforos.
Situación que nos hace confundir, a mi parecer, los problemas del enemigo con nuestro verdadero problema: la ausencia de una organización autónoma de los poderes hegemónicos, con voz y agenda propia, con prácticas que desvelen la fuerza destructiva del modo de producción capitalista y su carga ideológica agazapada en cada acción, medio o fin que promovamos. Organización que debe ser al tiempo, una herramienta útil a las trabajadoras y trabajadores para articular la esperanza y promover la paz. Hablamos de construcción colectiva que encauce unas aguas subversivas capaces de enfrentar la violencia continua a la que estamos sometidos. Violencia que nunca ceja en su intento de apropiarse de nuestras organizaciones para privatizarlas mediante la corrupción y la cooptación hacia el interior de sus filas.
Las embestidas de las fuerzas del capital son hoy brutales. Siempre lo ha sido. Mueren matando. Pero han descubierto que les resulta rentable mantenernos cercados de pantallas en donde repiten una y otra vez, con la insistencia propia de los sempiternos curas de sotana y púlpito, un único guión en cientos de miles de clónicos relatos: el de una izquierda personificada en la figura de Tántalo, hambrienta e imposibilitada de poder acceder a ningún alimento que le permita salir de la laguna de muerte en la que ha caído por ser izquierda. Y así por siempre amén, hasta que Tántalo descubra que no está solo porque en la historia existen seres insurrectos capaces de echarle una mano, modificar con la otra los destinos implacables de los mitos y preguntar el por qué de la inevitabilidad de lo prescrito.
Y en nuestro lodazal patrio habrá que empezar a preguntarse qué es lo que nos está pasando. Preguntarnos, para empezar
¿Hasta cuándo seguiremos dejando en manos del sistema sanitario -en proceso de privatización- la cura del colapso que padece nuestro sistema nervioso al que hemos alimentado durante años con el narcótico del silencio y la obediencia?
¿Hasta cuándo seguiremos delegando en el sistema educativo, en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en el grupúsculo político-privado en el que militamos nuestra necesidad de formación ideológica de clase?
¿Hasta cuando seguiremos usando el tiempo libre de consumo en conferencias, presentaciones de libros, actos reivindicativos, manifestaciones… acciones promovidas por triplicado en los mismos días y a similares horas para en los pasillos o paseos hacernos la crítica sin autocrítica los unos a los otros?
¿Hasta cuándo vamos a seguir sosteniendo las carcasas de nuestras organizaciones políticas y sindicales, cuando en su interior sólo suenan los cascabeles que nadie quiere poner a un gato que hoy tiene el rostro de Medusa, y mañana el Parlamento qué sabemos cuál será la máscara acorde con la nueva temporada de la moda políticamente correcta que impongan llevar los sastres diseñadores del nuevo traje del Emperador?
¿Hasta cuándo, amigos, compañeros y camaradas, hasta cuándo vamos a seguir manteniendo nuestro país en este estado insoportable de cochiquera cuyo hedor se exhala hasta más allá de nuestras ridículas, viejas y nuevas, fronteras coloniales?
Según parece al sistema capitalista le está dando un colapso. Los curanderos que le atienden creen sanar su enfermedad aumentando en número de sanguijuelas que nos chupen más la sangre. Confiados en los buenos resultados que este tratamiento está dando hasta la fecha, se niegan a aceptar que sólo están aliviando uno de sus síntomas, mientras que las izquierdas tratan de llegar al consenso sobre el origen de sus causas. ¡Qué paradoja!
Imagen: Silencio roto, de Manuel Menchén Ozaita