Toda la ignorancia
Ésta tampoco es la mecha de la explosión, pero me siento cómodo entre los que bajan Carretas a las ocho de la tarde, tras el trayecto tradicional del antifascismo: Atocha-Benavente y, luego, ya se verá. Por cada uno de ellos, de nosotros, hay una furgoneta de la policía. Bien sabe el poder quién es peligroso y quién un neneque. Chicos de los antiguos barrios obreros, hoy precariado; viejos militantes de los que realmente se partían la cara. No están de broma. Tienen sentido de clase.
Entre tanto, uno de los famosos menos idiotas que ha parido la fama en los últimos tiempos, dice que la izquierda se ha olvidado de los que han comprado el último disco de no sé quién, de los forofos de la Roja, de las que se ponen tetas nuevas; de «la clase obrera», en suma. No le falta razón, pero sus palabras, que dejan bastante que desear (el mal gusto es tan interclasista como el fútbol y, en cuanto a las tetas, mejor para ellas) denotan una extraña confusión sobre el origen de la cochambre. Dime, compañero, ¿cuántos de los que estaban anoche en Sol doran la píldora a payasos televisivos que tragaron oro durante décadas y ahora van de rebeldes? ¿Cuántos aceptarían de líderes a los mismos que callaban? ¿Cuántos se rebajarían por el autógrafo de un gurú? En la casa de la pobreza siempre habrá más inteligencia y amor propio que en el sofá de la pequeña burguesía.
España no es tan difícil de entender. Nuestros abajos no son distintos de los abajos suecos o alemanes; la diferencia está en los arribas, que aquí, en gran parte de su banda izquierda (la derecha es simplemente de asesinos y ladrones) tienen la calidad intelectual de un yogur. La mitad tuvo que mirar un diccionario para saber qué significaba República. Sólo hoy, a base de hostias, se empiezan a caer del guindo y, aún así, matarían por salir en la tele. Toda la ignorancia es suya, compañero.
* Escritor y traductor literario. Editor del diario La Insignia