Todas las respuestas
El autor nos dejó en Mayo de 2015, colaboró con nosotras en los primeros años de LQSomos, ahora de nuevo republicamos algunas notas suyas (julio 2007), que siguen estando vigentes en pensamiento y obra.
Sit tibi terra levis
Antonio Pulido Centeno. LQSomos. Agosto 2015
Las tengo. Ya están aquí las respuestas puntuales a las angustiosas preguntas que siempre se ha formulado la Humanidad: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué hora es? Pero tenga el impaciente lector un poco de aguante y no se me ponga de los nervios, que antes es preciso hacer un poco de historia y formular una serie de consideraciones que nos conduzcan y aboquen a la gloriosa eclosión de luz que despeje de una vez por todas nuestras más íntimas inquietudes.
He de manifestar ante todo que respeto profundamente las opiniones de los demás; lo que viene a ser el clásico eufemismo que empleamos para decir realmente que la opinión de los demás nos importa tal que un huevo, para qué vamos a engañarnos. Y digo lo del respeto, porque mi sentir difiere profunda y radicalmente -y por fortuna- de la postura de muchísimos de mis congéneres, en especial de la de aquellos cuyas inclinaciones se muestran proclives a la derecha conservadora. Yo no tengo nada que conservar. Me gusta airear las ideas y renovar las posturas si unas y otras se me antojan, digamos, como obsoletas. Políticamente sólo muestro preferencia por aquellos partidos progresistas que gobiernan de tanto en tanto y promulgan leyes que la derecha no se atreve a promulgar, pero que se guarda muy mucho de derogar cuando recupera el poder, porque les viene de maravilla no tener que ir a Londres a abortar, o no verse obligados a aguantar a la parienta de por vida si las cosas se han torcido.
Vocacionalmente soy anarquista filosófico, aunque admita que estamos muy lejos de conseguir los condicionamientos de solidaridad, responsabilidad y ética requeridos, a los que habría que añadir el sentido contrapuesto que de esos condicionamientos tienen las distintas razas y culturas que compartimos esta molécula a la que llamamos Tierra. Fui largamente encorbatado, hasta concluir que la corrección y el señorío no dependen en modo alguno de un cacho de trapo colgado del pescuezo y amarrado a él. Item más, soy antisistema, anti-importación-adopción del papanatismo norteamericano, antibelicista y, evidentemente, antimilitarista, lo que no implica pacifista pues, como dijo alguien, la paz de los cementerios solo sirve para que los gusanos coman en paz. No. Es preciso luchar, pero no unos contra otros, sino todos contra la ignorancia. Hay que declarar la guerra a los que mantienen sojuzgada a la población por intereses espurios. No soporto la estupidez humana, en especial, aquella derivada de la pereza en esforzarse lo suficiente para conseguir mejorar la inteligencia primigenia, de la que dicen que fuimos dotados. Rechazo los clubes, asociaciones y organizaciones elitistas y excluyentes; realmente, no aguanto a la llamada élite social, política o eclesial. Tampoco aguanto la arrogancia y la prepotencia de todos aquellos cretinos que se creen superdotados y en posesión de la verdad absoluta. Rechazo a todos aquellos que hablan ex-cátedra, sin dejar el menor resquicio para la más mínima duda. Realmente, soy un irreverente iconoclasta y, en un cierto porcentaje, resulto ligera y tendenciosamente misántropo, aunque ocasional. Y, por supuesto, ateo. Si me apuran un poco, lo dejamos en agnóstico. En cualquier caso, y de ahí ya no rebajo ni treinta céntimos de euro -el equivalente a un duro de los de antes-, librepensador a ultranza. Al declararme ateo lo hago en relación a los distintos dioses que han sido y que son. No descarto, de ahí mi agnosticismo, la existencia de algo que, por supuesto, escapa a nuestra comprensión y que, desde luego, no es esa cosa absurda que nos han colocado como Ser Supremo. Además, si existiera Dios y requiriera nuestra adoración, cosa que considero totalmente improbable en una suprema inteligencia, puedo asegurar que no necesitaríamos templos ni intermediarios para ponernos en contacto con Él.
Lo de librepensador es la consecuencia lógica de mi odio hacia las ideas y pensamientos prefabricados. Curiosamente, un libro que pretendía demostrar con muy sólidos argumentos las excelencias y veracidad de las doctrinas del evangelio -lamento muy de veras no recordar el título ni el autor- me supuso la manzana edénica que me abrió los ojos del conocimiento y la chispa que impulsó a mi intelecto a pensar por sí mismo, desechando las acotaciones a pie de página que nos ponía la iglesia para guiar adecuadamente nuestras entendederas, no fuera que pensáramos lo que no era.
Si poseo un cerebro, quiero utilizarlo por mí mismo en la mayor o menor cuantía de que sea capaz, sin intromisiones ni interpretaciones de los salva-patrias y salva-almas. Si me equivoco, será exclusivamente problema mío y solamente yo seré responsable de mis aciertos y errores. Obviamente y siguiendo la máxima dorada del “vive y deja vivir”, descarto absolutamente inmiscuirme en la vida de los demás y, muchísimo menos, tratar de influir en sus ideas y pensamientos, en clara congruencia, como pueden comprobar, con el respeto y el huevo mencionados con anterioridad.
Desconozco tu caso, amigo lector, pero en lo que a mí respecta, soy el resultado de un polvo sin condón; o el fallo del método, si es que se estaba empleando alguno en el momento de mi concepción. Ni voluntad divina ni ninguna otra zarandaja intervencionista que no fuera el concurso de mi padre y de mi madre afanados y enzarzados en la sana tarea de pasar un buen rato, no sé si con el deseo añadido o la intención de procrear o por la simple necesidad de satisfacer la llamada del instinto. Tampoco es una cuestión que me produzca ningún trauma especial y, por supuesto, me importa exactamente el mismo huevo que la opinión ajena.
Lo que sí puedo asegurar es que mi opinión no fue requerida en ningún momento. Se me dio de alta en esta empresa -palmada en culo mediante- y más tarde se me incorporó al clan de la sacrosanta iglesia católica-nacionalsindicalista-reservaespiritualdeoccidente-apostólica y romana, previo el juramento solemne de alguien, en mi nombre, de que iba a renunciar al demonio y a no sé cuántas cosas más que se interponían entre mi persona y mi salvación eterna. Por cierto, que siempre me ha intrigado eso de la salvación eterna. Salvarse de algo implica la existencia de un peligro que se soslaya. ¿Y cuál es el tal terrible peligro? De daño material, no creo que se trate, pues me lo tome como me lo tome, acabaré convertido en ceniza tras la visita al crematorio una vez que la parca se haya presentado sin haber sido invitada y si antes no hemos terminado todos despanzurrados en una de esas guerras a las que somos tan aficionados. Antes del polvo y después de las cenizas, subjetivamente… nada. ¿Daño moral o espiritual? No lo creo probable, si observamos la cínica tranquilidad de que alardean aquellos que tras amenazarnos con los más horripilantes tormentos infernales nos quieren salvar, quiéraslo o no a renglón seguido, predicándonos amor al prójimo y paciencia ante la adversidad, mientras nadan en la abundancia en presencia de una gran parte de la población que muere de hambre. ¿Estarían tan tranquilos si supieran que con su actitud no iban a salvarse? Imposible. Cabría la posibilidad de que confíen en la misericordia divina y piensen, tal como lo predican, que con arrepentirse en última instancia se solucione todo, pero me temo que no es así, sino que realmente no temen nada, simplemente porque no hay nada que temer. Salvo a las absurdas ideas que nos han imbuido desde pequeños con la evidentemente abyecta, siniestra, torva y aviesa intención de sojuzgar y manipular, en su propio beneficio, a la crédula y ya de por sí estúpida masa.
Mis primeros once o doce años transcurrieron de forma un tanto peculiar, fuera de la Península y con una influencia hispana que prácticamente se reducía al idioma y poco más. La posguerra apenas se hacía notar: una pequeña temporada en la que se tuvo que sustituir el aceite de oliva por una cosa blanca, pastosa y asqueroso-mantecosa derivada del coco y que olía a rayos, suponiendo que los rayos huelan a algo; algunos días de largas colas para llenar un recipiente con petróleo, necesario para hacer funcionar el infiernillo al que había que desobstruir periódicamente el chicle con un trozo de lata acabado en un finísimo hilo metálico; y unos pilones durísimos de azúcar, que había que reducir a polvo propinándole unos enérgicos aunque cariñosos martillazos. Y no recuerdo ningún otro inconveniente. No es que nadásemos en la abundancia, pero tampoco pasábamos penurias.
El ambiente general era muy distendido. Un mestizaje cultural resultante de la mezcla de varias etnias y costumbres, imponía un proceder altamente liberal, con una moral bastante relajada, un amplio sentido de modernidad y un tácito vive y deja vivir.
Un padre anticlerical por vaya usted a saber qué traumática y nefasta relación con los curas o, simplemente, por influencias del ambiente. Una madre católica, más por tradición familiar que por convicciones meditadas y analizadas metódicamente; vamos, como el noventa y nueve por ciento de los católicos. Entre ambos me proporcionaban dos visiones distintas -y equilibradas, a la postre- de una misma realidad.
En el colegio de los Hermanos Marianistas también ponían su granito de arena, pero sin profundizar excesivamente, dada la diversidad de creencias en perfecta simbiosis en la que nos desenvolvíamos: algún rosario, una primera comunión, misa, aunque recomendada, totalmente voluntaria. He de agradecerles el que allí no se hablara gran cosa de la gloriosa cruzada nacional del caudillo y que no supiéramos siquiera de la existencia de la formación del espíritu nacional, ni del caralsol, ni de ninguna de las otras lindezas que conocí tras mi traslado a la península unos años más tarde. Claro que también existía entre ellos la costumbre de sentarnos en sus rodillas y sobarnos los muslos que llevábamos al aire merced a la costumbre que teníamos los niños de usar pantalones muy cortos. En honor a la verdad, de ahí no pasaron nunca, al menos no conmigo. La ausencia de malicia nos hacía ver en aquello una muestra de cariño o de preferencia del profesor hacia algunos de sus alumnos que, casualmente, siempre eran los más rellenitos y guapetones. Curioso ¿verdad? ¡Ignorantes!
La nostálgica querencia paterna, más por los chorizos de su pueblo que por amor a la patria, nos encaminó de regreso a la península, donde sufrí un choque emocional y cultural de considerables proporciones.
Una asfixiante atmósfera de iglesias, catedrales, ermitas, capillas, oratorios, conventos de monjes y monjas, misas, rosarios, abstinencias -soslayable previo pago de la bula-, ejercicios espirituales, adoraciones nocturnas, triduos, novenas, sabatinas, ángelus, confesiones, comuniones, semanas santas durante las que no se podía cantar temas profanos ni asistir a otras películas que no fuera La Pasión según no sé quién; procesiones, “córpuses”, más procesiones (esta vez del mismo dios convertido en hostia), inciensos, palios, sermones, cuestaciones para el domund y para los chinitos y/o negritos, besamanos a los curas -que los había de negro, de marrón, de blanco, con faja y sin ella, con capucha o con cuerdas y rosarios ceñidos a la cintura- y las edificantes lecturas de la vida y milagros de los santos, era el panorama espiritual que se disfrutaba por estos pagos. Una permanente angustia, ligada a un sentimiento de pecado que invadía todo tu ser tras cada frenética y placentera actividad manual, que no pélvica, rotundamente impensable en aquellos momentos, pues la mujer era la depositaria de todas las virtudes patrias, futura madre de nuestros hijos, a la que había que respetar como a la mismísima Virgen y que había de llegar incólume e impoluta a un matrimonio que, por supuesto, tenía que ser bendecido por dios a través de uno de sus delegados -al que había que pagar, claro- y que habría de ser para toda la vida, salvo que, después de tener varios hijos incluso, la iglesia lo declarara no consumado y nulo. En una palabra: que te hacían fosfatina la juventud, a unos y a otras.
¿Conoce el lector la expresión “se me cayeron los palos del sombrajo”? Porque eso fue exactamente lo que me ocurrió el día que sorprendí casualmente a una pareja de novios. Él y ella, por supuesto. Él y él o ella y ella quedaban totalmente descartados al ser considerado una aberración viciosa incluida en la ley de vagos y maleantes, más o menos como piensa un sector de la población actual. Pues los sorprendí, repito, en la faena propia de toda pareja de novios que se precie: besos, abrazos, roces, toqueteos… pero ¡horror! Era ELLA la que llevaba la iniciativa. Era ELLA la que abría las piernas y se arrimaba con movimientos sinuosos a alguna protuberancia, que se adivinaba enhiesta, del malvado zagal. ELLA, depositaria de los valores patrios, sumisa, pasiva y receptiva, futura madre, etc. etc. despojada vilmente de su pertenencia al coro de ángeles y arcángeles y relegada sin compasión alguna al puesto de simple mortal, con sus pasiones y sentimientos, sin el más mínimo respeto por el rol que le había sido impuesto por la santa iglesia y su brazo ejecutor, la sección femenina, impasible el ademán, del nacional-catolicismo.
Bien, a lo que vamos, que estoy divagando en exceso. Hete aquí, pues, que llegó un momento en que me formulo las angustiosas y trascendentales preguntas que machaconamente se plantea una y otra vez el género humano: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Qué coño hacemos aquí? ¿A dónde vamos? Y alguna más de las clásicas si las hay.
Pues yo encontré la respuesta a todas ellas, tal como anuncié al principio.
¿Que quiénes somos? Una variante de la bestia que trepa a los árboles, pero con conocimiento de causa, que es lo peor. Aquéllos, al parecer, no son conscientes de sí ni de sus actos. Nosotros, yo diría que tampoco, pero sabemos de nuestra inconsciente estupidez, aunque nos cuidamos con empeño en disfrazarla con mil y un subterfugios, para creernos que somos el animal superior del planeta: inteligente, sabio, guapo y olé; la releche, vamos. Fuimos insuflados del hálito divino y nos modeló a su imagen y semejanza: parientes próximos, para hacer corta la cosa. Aunque flaco favor se ha hecho nuestro creador, si somos su fiel reflejo. Ya, ya sé que era en cuanto a la parte espiritual, que la estupidez y mala leche de que hacemos gala son elementos adquiridos tras aquello de la intervención del maligno, la Eva y lo flaca que es la carne.
Lo que ocurre es que, cósmicamente hablando, únicamente llevamos cuatro veranos como seres pensantes y la herencia genética del mono pesa aún excesivamente en nuestro comportamiento. Y no es que se haga gran cosa por remediar esta situación, entre otros motivos, porque es el medio idóneo para que una selección de monos más evolucionados o más avispados, domine al resto, con el consiguiente beneficio que a aquéllos les reporta: pero algo se va consiguiendo y un pequeñísimo porcentaje de humanos va alejándose paulatinamente del comportamiento animal, tomando verdadera consciencia de su existencia humana. Lo triste es que el resto, es decir, la gran mayoría, no parece muy dispuesta a realizar el esfuerzo requerido para alcanzar la graduación.
¿Qué de dónde venimos? Yo, de un polvo. Muchísimos otros también, aunque de otros polvos, lógicamente. Algunos vienen por parejas o tríos, de un solo polvo. Últimamente muchos están viniendo también del polvo, pero pasado por vitro. Y en este mundo traidor, todos venimos del polvo y los polvos… polvo son, o algo así.
¿Qué hacemos aquí? Follar. ¡Alto ahí! No se me soliviante el personal, que el diccionario de la RAE, en el avance de su vigésima tercera edición, acepción cuarta, da como correcta la expresión, aunque calificándola de vulgar. Tampoco es que yo pretendiera darle el trato de exquisita: al fin y al cabo, nuestra presencia aquí, nuestras acciones y reacciones, son de lo más vulgar, por más que pretendamos barnizarlas y decorarlas.
Analizando fríamente la situación, tendremos necesariamente que llegar a la conclusión de que todos los actos humanos van enfocados a la consecución de los favores del sexo contrario. El animal lucha, se pavonea, muestra su fuerza, emite sus mejores trinos, despliega sus más hermosas plumas, baila, construye nidos o madrigueras, para lograr sexo. El hombre lucha en dura competencia con sus rivales, se pavonea, muestra su lado más simpático, acumula posesiones y llega hasta el paroxismo para conseguir a la hembra. Ésta muestra todas sus armas de seducción para conquistar al macho. En definitiva, uno y otra buscan follar, aunque llamemos amor a ese sentimiento. Que también, qué duda cabe. Pero lo primordial, por pura genética, es follar. A toda costa, con todos o contra todos. Porque ¿cómo, si no, y al margen de la componente morbosa que pueda haber en algunas de las actitudes, explicamos el incesto, la pederastia, la prostitución, el adulterio, la homosexualidad, la masturbación, la zoofilia, la necrofilia, amén de las relaciones calificadas de “normales” y alguna otra “filia” si las hay? Es evidente que la obsesión humana es el sexo. Que es precisamente lo que está anatematizado por la sacro santa iglesia católica y por las religiones en general, en clarísima contradicción con el mandato bíblico: creced y multiplicaos. Que yo sepa, no se ha inventado otro método de multiplicación que no sea el tradicional y universalmente aceptado y practicado.
También nos aburrimos como mejillones -¿o son ostras?-, pero tratamos siempre de hallarle solución: antes, esperábamos las fiestas religiosas para asistir a los distintos eventos que se producían a su abrigo. No había televisión ni medios de transporte que no fuera el tren de vapor o la tartana. Ahora, tras la proliferación de vehículos plenamente autónomos, nos metemos en las operaciones de salida y retorno y lo pasamos en grande, si bien en detrimento de los actos y celebraciones religiosas, lo que me lleva a deducir que la devoción iba en proporción directa al aburrimiento e inversa al tamaño del parque móvil.
Otros se dedican a la política. Nos prometen cosas, pero con la evidente intención de prometer hasta meter. Hacen gala de un cinismo sin límites cuando critican como oposición lo que hicieron u omitieron como gobierno. Legislan, nos dicen, en beneficio nuestro. Ya lo vienen haciendo desde tiempos inmemoriales, como lo demuestran los diez mandamientos, por ejemplo, en los que para disimular y darles visos inspirativos meten a dios por medio en algunos, pero que los de verdadera enjundia se encuentran en los restantes: para mí, que quien los legisló estaba razonablemente harto (es decir, hasta el bigote) de que le robaran, de que sus hijos no le hicieran ni puñetero caso, de que otros le mintieran como bellacos y de que muchos espabilados se le beneficiaran a la señora con más frecuencia de la deseable y admisible para la buena marcha de la relación matrimonial. A la postre, muchos son los beneficiados por las leyes, pero ocurre como con los planes de ordenación urbana: hay que desviar muchos límites, calles y jardines para no tocar la parcela de don Ambrosio, aunque al final el plan quede más o menos resultón para el pueblo. Eso sí, primero beneficiando a don Ambrosio.
Hay sectores que se dedican a joder (en la acepción segunda de la RAE) al personal. Unos inventándose guerras, circunstancia que no me extraña en absoluto, cuando recuerdo el comentario que le oía a un jefecillo militar al preguntarnos a cada recluta la profesión: “¿Estudiante? Pues menos estudiar y más hacer carreteras.” Otros, explotando y extorsionando a todos aquellos que cree inferiores en inteligencia, fuerza o situación social. Intolerancia, violencia o racismo son otras de las distracciones con las que disfruta un amplio segmento de nuestros ilustres congéneres. ¿Y qué decir del régimen caciquil? El de ahora, no el del siglo XIX o XX. Ya no se llaman caciques, por supuesto, que hay que “aggiornarse”, pero ¿porqué gente trabajadora, del pueblo llano, vota a la derecha, cuando siempre se ha dicho aquello de “eres más tonto que un obrero de derechas”?
Por sumisión al cacique. Puedes ser un meapilas que sigue los dictados del cacique eclesial, muy interesado en que gobiernen los suyos. Puedes actuar coaccionado por el miedo que el cacique patronal, patriotero o bélico se ha encargado de meterte en el cuerpo. O puede que el cacique económico te amenace con quitarte lo que tienes o haya prometido darte lo que no tienes. Como podemos comprobar, motivos muy concisos y puntuales que apelan a intereses muy concretos de un sector, pero que jamás buscan el bien común y general de todo el pueblo. Solidaridad pura, vamos.
Los hay, en número infinito, que por el hecho de llevar una vida completamente anodina, gris y exenta de interés alguno, sienten la necesidad de inmiscuirse en la de los demás, sobre todo si son famosos, para demostrarse a sí mismos que no es oro todo lo que reluce y que la vulgaridad no es patrimonio exclusivo de nadie. No hay más que echar un vistazo a los programas de televisión: si esto es lo que la audiencia demanda, estamos perdidos, Claro, que por otro lado, ¿qué podemos esperar de una audiencia que, en parte, se ha “educado” con la “PlayStation” y el teléfono móvil como ideal de comunicación, sin tener ni zorra idea de lo que es y para qué sirve un libro, sin haber tan siquiera oído la palabra diálogo? Lo verdaderamente triste es la falta de voluntad por parte de los distintos gobiernos para tratar de corregir esta situación, Antes al contrario, la aprovechan para la manipulación de un pueblo que sólo tiene el criterio del busto parlante de turno al que, indefectiblemente, ha puesto el gobernante.
¿Qué adónde vamos? ¿Cuál es nuestro destino? Seguro que el avispado lector ya intuye la respuesta exacta. Yo, o lo que quede de mí (suponiendo que las cenizas que entreguen a mis deudos sean realmente el residuo de la cremación de mi cuerpo, que vaya usted a saber), iré “a la ladera de un monte, más alto que el horizonte: ¡quiero tener buena vista…!” Eso sí, como el acceso al paraíso se me antoja lo suficientemente problemático como para hacernos ilusiones y mi ingreso en él me importa el huevo de antes; como, por otro lado, no tengo madera de héroe ni de mártir, dejaré bien claro lo que se deja claro en un testamento vital de los que se han puesto de moda últimamente: nada de sufrimientos inútiles, tubos ni chapuzas de mantenimiento expectante. Si me quedo como un vegetal, que me aliñen y a otra cosa.
En tu caso, querido y paciente lector, y en el del resto del paisanaje, imagino que serán variaciones sobre el mismo tema, por muchas esperanzas que se tengan en el más allá del que, por cierto, no ha vuelto nadie para contarnos qué tal le ha ido.
¿Qué hora es? Pues no estoy muy seguro de que ésta sea una de las preguntas trascendentales que machaconamente se plantea el género humano, pero voy a contestarla también: Es hora de dar el primer paso de un largo camino. Es hora de que dejemos de contemplarnos el ombligo y advertir que a nuestro lado hay seres humanos con nuestras mismas inquietudes y faltos, a menudo, de apoyo, de comprensión. Hora de darnos cuenta de que quizá tenemos razón, pero también puede tenerla nuestro vecino. Hora de que demos las gracias a nuestros ancestros, los simios, por habernos servido de base, pero de desprendernos de esa carga y empezar a actuar como verdaderos humanos, conscientes de nuestras limitaciones pero dispuestos a la solidaridad, al respeto mutuo. Sólo cuando alcancemos esto empezaremos a ser LIBRES.