Un mundo que se derrumba
Juan Gabalaui*. LQSomos. Mayo 2016
La semana pasada pudimos conocer que se ha prohibido alancear y dar muerte al Toro de la Vega durante las fiestas de la villa de Tordesillas. Aún insuficiente es una gran noticia y un logro de los activistas que luchan por la desaparición de cualquier evento en el que se maltrate a un animal bajo la justificación de la tradición, la cultura, el arte o la fiesta. Insuficiente porque continúa la celebración de eventos en los que se utiliza a un animal como divertimento, sin importar el grado de estrés que se le genera de manera gratuita. En este caso Tordesillas no es ni siquiera el más conocido internacionalmente. Los Sanfermines son el paradigma en el que el maltrato animal es aceptado y utilizado como reclamo turístico. El maltrato no tiene que acabar en muerte para ser maltrato.
El declive de la afición a los toros es constante y sin vuelta atrás desde hace años y uno de los indicadores que muestran este hecho es la movilización de los taurinos por la defensa de lo que fue un negocio boyante y prestigioso. Cuánto más gritan, más cerca está la desaparición. Si fuera un negocio en plena forma ni siquiera se dignarían a contestar a los críticos y oponentes. Para ellos el problema no es que los activistas protesten en el interior de las plazas o se interpongan en el camino del morlaco que escapa directo a la muerte en la vega tordesillana. Los activistas son el menor de los problemas que tienen. Las plazas están vacías, el negocio es ruinoso y los niños siguen queriendo ser futbolistas pero ya no se les pasa por la cabeza ser toreros. La sociedad les ha dado la espalda y muestra indiferencia a sus penas y lamentos. No hay nada peor que a nadie le interese que va a ser de uno.
Los taurinos siguen hablando con quiénes les quieran escuchar de la belleza, la cultura, los derechos y las libertades. Se sienten víctimas del buenismo y de lo políticamente correcto. Critican la hipocresía de una sociedad que se enternece ante la muerte de un animal rodeada de miseria, violencia social y decrepitud moral. Esos argumentos, que solo los pueden comprar aquellos que están convencidos de antemano, como defender la vida del toro bravo, un animal único, para poder matarlo en las plazas. Son los gritos de un animal [humano] herido de muerte, en el precipicio de su desaparición. Los últimos vestigios de una tradición que bebe del dolor y la sangre. Una forma de exorcizar el miedo a la muerte a través de los pases de verónica que lo disfrazan de arte. Un ritual de tortura donde el ser humano siente, aunque sea solo un instante, que triunfa ante la muerte.
Los taurinos no son ni mas ni menos buena gente que los no taurinos. Esa simplificación que los sataniza solo sirve para lavar conciencias. Lo que les pasa es que ven cómo su manera de entender el mundo se derrumba y, ante esto, se revuelven con agresividad, con rabia y con un sentimiento de incomprensión. Son los grandes incomprendidos. No se acepta su modo de entender la belleza y el arte y sienten que su libertad es violentada. La libertad para matar o ver cómo otros matan. Cuánto más se resistan a aceptar la realidad, más doloroso será el bofetón de los hechos. Al final, la muerte que vieron en cada uno de los ojos de los animales que capitulaban ante los toreros les dará alcance. Ya no habrá rituales que exorcicen sus miedos. Frente a frente. Sin seres sacrificados de por medio.