Vuelve el terrorismo de estado (Las cloacas de la transición española)
Para Natalia Baras y su familia, que nos han regalado esperanza.
Aún recuerdo las fiestas multitudinarias del PCE en la Casa de Campo de Madrid. En los años setenta, el comunismo era una fuerza política con una enorme capacidad movilizadora y una inequívoca vocación revolucionaria. En aquella época, Dolores Ibarruri, “Pasionaria” era la figura más odiada por la dictadura. Simbolizaba todo lo que detestaba el régimen: la resistencia antifascista, la independencia y la emancipación de la mujer, el compromiso con la clase trabajadora, el internacionalismo socialista. Su regreso a España conmovió a todos los que anhelaban el fin del franquismo, pero desgraciadamente el PCE, lejos de impulsar una profunda transformación social, se limitó a colaborar con una transición que sólo modificó levemente el paisaje, conservando intactas las cloacas del poder político y financiero.
El mezquino posibilismo de Santiago Carrillo prestó un gran servicio a la corona y a las élites franquistas, desactivando el espíritu combativo del comunismo español, que se convirtió en una fuerza marginal e irrelevante. La transición sólo fue un cambio de régimen. No se puede hablar de normalización democrática en un país que no procesó a los responsables de un genocidio, conservando en sus puestos a conocidos torturadores como Manuel Ballesteros, alto cargo de la infame Brigada Político Social. Ballesteros participó personalmente en numerosos interrogatorios, incluido el del dirigente comunista Antonio Palomares, sometiéndole repetidas veces al “tostadero” (un somier metálico conectado a la corriente que causaba dolorosas descargas). Palomares, futuro diputado de las Cortes valencianas, no delató a sus compañeros, pero pagó un alto precio: tres vértebras soldadas, el diafragma deformado, graves alteraciones respiratorias y dos centímetros menos. Corría el año 1968. Otros detenidos que pasaron por las manos de Ballesteros relatan simulacros de ejecución, descargas eléctricas, costillas fracturadas, dedos rotos, vejaciones sexuales, asfixia inducida con una bolsa de plástico. En 1982, José Barrionuevo, Ministro del Interior del gobierno de Felipe González, le nombró Jefe de Operaciones Especiales y le situó al frente de la guerra sucia contra la lucha soberanista del pueblo vasco, pese a su implicación en la muerte por torturas de Joseba Arregui, militante de ETA. En 1985, la Audiencia de Bilbao le acusó de organizar el ametrallamiento del bar Hendayais de Hendaya el 23 de noviembre de 1980. La investigación confirmó que se trataba de un atentado del Batallón Vasco Español, donde murieron dos personas y otras diez resultaron gravemente heridas. Aunque la Audiencia de Bilbao condena a Ballesteros, el Tribunal Supremo le absuelve. Cuando muere en 2008, el ABC y El País le elogian por su papel en la lucha antiterrorista. No es el único caso.
Roberto Conesa Escudero, jefe de la Brigada Político Social, colaboró activamente con Rodolfo Martín Villa durante su período como Ministro de la Gobernación. El historial de Conesa es sobrecogedor. En 1939, se infiltra en el Socorro Rojo Internacional, consiguiendo la detención de trece jóvenes, la mitad de ellas militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas. Se trata de las “Trece Rosas”, un grupo de muchachas con edades comprendidas entre los 18 y los 29 años, que serán fusiladas el 5 de agosto de 1939 en una tapia del Cementerio de la Almudena de Madrid, después de ser torturadas, humilladas y condenadas, con acusaciones y pruebas falsas. Conesa también participa en la detención de Heriberto Quiñones, responsable de la organización clandestina del PCE. Fusilado el 2 de octubre de 1942, Quiñones no puede sostenerse en pie, pues le han roto la columna vertebral durante los interrogatorios. Atado a una silla, muere gritando “¡Viva la Internacional Comunista!”.
Conesa continúa su carrera al servicio del régimen, convirtiéndose en uno de los más temidos torturadores. A principios de los 50, se marcha a la República Dominicana para instruir a los “escuadrones de la muerte” de Rafael Leónidas Trujillo, un sátrapa sin escrúpulos que en 1937 organizó el exterminio de 30.000 inmigrantes negros de origen haitiano y liquidó a más de 20.000 opositores durante sus treinta años en el poder. Cuando un atentado acaba con su vida en 1961, Conesa regresa a España y retoma su carrera como agente del régimen. En 1975, participa en las torturas de los dos activistas de ETA (Juan Paredes Manot, “Txiki” y Ángel Otaegui) y los tres militantes del FRAP (José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz) que serían fusilados el 27 de septiembre, a pesar de las protestas internacionales y las peticiones de clemencia de Pablo VI, Olof Palme y Luis Echevarría Álvarez, presidente de México. Escurridizo y hermético, apenas se conservan dos o tres fotos de Conesa, todas de escasa calidad. Apodado “Garbancito”, “Orejas” y “Robertito”, pues era bajito, había trabajado como dependiente de una tienda de alimentación y sus orejas de soplillo no pasaban inadvertidas, siempre se mantuvo en la sombra, protegiendo su identidad.
En 1977, Roberto Conesa consigue la liberación de Emilio Villaescusa, presidente del Consejo de Justicia Militar, y de Antonio María de Oriol, presidente del Consejo de Estado, secuestrados por los GRAPO. La prensa empieza a llamarle “superagente” y “supercomisario” y se le concede la medalla de oro al mérito policial. En 1978, Rodolfo Martín Villa le encarga el asesinato de Antonio Cubillo, dirigente del Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario, pero el líder independentista –brutalmente apuñalado- sobrevive con graves secuelas. Ese mismo año, policías infiltrados en una manifestación de la CNT incendiaron con cócteles Molotov la famosa Scala de Barcelona, causando la muerte de cuatro trabajadores. Todo apunta hacia Conesa y Martín Villa. Las sospechas adquieren consistencia cuando Martín Villa declara que los GRAPO no le preocupan tanto como el anarcosindicalismo y los grupos libertarios. Juan Antonio González Pacheco, alias “Billy el Niño”, es el discípulo más aventajado de Conesa. Destinado a la Brigada Central de Información, el ala más dura de la represión en los primeros años de la transición, se considera que González Pacheco, Ballesteros y Conesa actuaron como instigadores de la matanza de los abogados laboralistas de la calle Atocha el 24 de enero de 1977. Por otro lado, se ha probado que González Pacheco se encargó de contratar a los mercenarios que ametrallaron el bar Hendayais. Al igual que su maestro, Billy el Niño casi nunca toleró que le fotografiaran. Sólo disponemos de una par de fotos donde aparece un rostro infantil que justifica su apodo.
La lista de policías franquistas implicados en graves violaciones de los derechos humanos que ascendieron después de la transición es interminable y escandalosa. Los tres agentes que en 1969 asesinaron al estudiante de derecho Enrique Ruano recibieron numerosas condecoraciones después de 1975. Francisco Luis Colino, Jesús Simón Cristóbal y Celso Galván torturaron y tirotearon a Ruano por su pertenencia al Frente de Liberación Popular. Después arrojaron el cadáver por una ventana, alegando que se había suicidado. Durante el gobierno de Felipe González, Celso Galván llegaría a ser escolta de la Casa Real, Jesús Simón Cristóbal se convertiría en comisario de Torrejón de Ardoz y Francisco Luis Colino ocuparía un importante cargo en la Delegación del Gobierno de Madrid. Nunca manifestaron el menor signo de arrepentimiento o pesar por su crimen.
Algo parecido sucedió con Juan Antonio Gil Rubiales, uno de los autores materiales de las torturas que acabaron con la vida de Joseba Arregui. En 2005, fue nombrado Jefe del Cuerpo Nacional de Policía en Santa Cruz de Tenerife. Cuando falleció en 2008, se le enterró con honores y se le concedió la Cruz al Mérito Policial con distintivo rojo. Citaré unos cuantos casos más. El policía Juan Antonio González García, antiguo miembro de la Brigada Político Social y otro de los asesinos de Arregui, torturó en 1980 a Isabel Llaquet, Secretaria General del PCE (r). Los malos tratos, que incluyeron golpes, quemaduras con cigarrillos y vejaciones sexuales, se produjeron en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona. Incapaz de caminar después de los interrogatorios, Isabel fue trasladada en silla de ruedas al Centro Municipal de Urgencias Pere Camps, donde varios médicos certificaron las lesiones. Actualmente, González García es director de la Policía Judicial. Implicado en el “caso Malaya”, solía cazar durante los fines de semana con los jueces Garzón y Bermejo. Isabel Llaquet sobrevivió a la tortura, pero no tuvo tanta suerte José España Vivas, simpatizante del PCE (r) y presidente de la Asociación de Vecinos de Alcalá de Henares, que murió en los sótanos de la DGS, un día después de que el diario ABC pidiera la pena de muerte para erradicar “la peste terrorista”. No es menos terrible el fin de Mikel Zabalza, presunto militante de ETA que falleció en el cuartel de Intxaurrondo. Sometido a “la bañera” una y otra vez, sus pulmones no pudieron soportarlo. Se arrojó su cuerpo sin vida al río Bidasoa y se aseguró que había fallecido mientras huía con las manos esposadas. Entre los guardias civiles implicados, se hallaba Enrique Dorado, más tarde condenado por el secuestro, tortura y asesinato de Lasa y Zabala.
La Benemérita siempre ha desempeñado un papel esencial en las tareas de tortura y represión. El 3 de junio de 1979, el agente José Martínez Salas mató a la ecologista venezolana Gladys del Estal, con un disparo en la nuca, mientras protestaba en Tudela (Navarra) contra la Central Nuclear de Lemóniz y el Polígono de tiro de Bárdenas. Según los testigos, Martínez Salas llamó a Gladys “tía buena” y ella le respondió con un contundente “hijo de puta”. El número de la Guardia Civil le golpeó con la culata y después disparó a bocajarro. Se le condenó a dieciocho meses por imprudencia, pero sólo cumplió una mínima parte de la condena. Algo parecido ocurrió con el comisario José Matute, que en 1975 torturó hasta la muerte a Antonio González, militante del Partido de Unificación Marxista de Canarias, y casi acabó con la vida de Manuel Trujillo Ascanio, afiliado a la Liga Comunista Revolucionaria. Matute se benefició de la Amnistía de 1977 y en 1983 participó en los registros masivos del Barrio del Pilar, buscando al comando de ETA que había secuestrado a Diego Prado y Colón de Carvajal. La impunidad era (y es) la nota generalizada. En 1978, el anarquista Agustín Rueda fue apaleado hasta morir por un grupo de funcionarios de la Cárcel de Carabanchel. El director y los médicos ocultaron los hechos, pero el caso salió a la luz y fueron juzgados, pero ninguno de los inculpados permaneció más de ocho meses en prisión. Por desgracia, la lista puede prolongarse hasta el tedio, revelando que no se trata de hechos puntuales, sino de una trama cuidadosamente elaborada para reprimir el ejercicio de cualquier forma de disidencia. Mientras jóvenes cuyo único delito es asociarse para pedir la autodeterminación y el socialismo cumplen condenas de diez o veinte años, los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado implicados en torturas y asesinatos apenas pasan unos meses entre rejas. Desde 1995, no hay en España una condena firme por torturas, pese a que más de 5.000 personas han denunciado malos tratos. Como diría Chesterton, “podemos creer en lo imposible, pero no en lo improbable”.
Jesús Martínez Torres, otro antiguo agente de la Brigada Política Social, fue rescatado por Barrionuevo para la guerra sucia. Hay al menos 20 testimonios que le incriminan como torturador. Mikel Azkue Gabilondo, estudiante de medicina, y David Ubico Soler, trabajador del metal y militante del Partido de los Trabajadores, relataron al diario El País (3 de marzo de 1985) que el policía les había golpeado, mientras les obligaba a escuchar los gritos de otros detenidos en calabozos contiguos. “¿Oyes cómo llaman a mamá?”, solía repetir, combinando la violencia física con la psicológica. Al parecer, otro de sus recursos habituales era amenazar con violar a la madre o la pareja del detenido. Juan Carlos I recibió a Martínez Torres con otros policías y les felicitó por su trabajo, estrechándoles la mano. El caso Almería, la desaparición del Nani o los asesinatos de Santiago Brouard y Josu Muguruza evidencian que la transición española sólo es un mito alentado por los medios de comunicación y los historiadores oficiales que renunciaron a cualquier examen crítico. Nadie debería extrañarse de que el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia califique a Negrín de golpista y se muestre comprensivo con la figura de Franco, evitando cualquier descalificación. En ningún momento, emplea el término dictador, limitándose a señalar que encabezó un gobierno autoritario.
Con la perspectiva de tres décadas, hoy podemos afirmar que la Constitución de 1978 es un documento difuso y oportunista concebido para legitimar el nuevo orden social, donde los políticos franquistas y las élites económicas blindaron sus privilegios. La corrupción, casi siempre ligada a la especulación inmobiliaria y a los fondos más opacos del Estado, prosiguió su marcha y la máquina represiva de la dictadura no se alteró un ápice, aplicando los mismos métodos que en el pasado. Caer en manos de la Guardia Civil o la Audiencia Nacional significaba entrar en una caja oscura, donde el individuo descubre su impotencia frente a la tortura y las leyes de excepción. Los medios de comunicación nos vendieron una imagen distorsionada de la realidad que sólo ahora comienza a resquebrajarse. El 15-M surgió como un síntoma de malestar, pero sin ideología ni objetivos, elogiando la resistencia civil no violenta. La violencia no tardó en llegar, pero una vez más apareció de la mano del Estado, con salvajes cargas policiales y leyes injustas que convierten la desobediencia pacífica en terrorismo. La magistrada María del Rosario Martínez García, titular del juzgado de instrucción número 8, ha entregado a la Audiencia Nacional el caso de los 35 detenidos en la manifestación del pasado 25 de septiembre frente al Congreso de los Diputados, alegando que se trata de un delito contra las Altas Instituciones del Estado. En su resolución, afirma que los detenidos trataron de impedir el normal funcionamiento de la cámara legislativa, infringiendo el artículo 493 del Código Penal, que contempla penas de tres a cinco años para estas conductas. Su decisión se basa en los testimonios de la policía, a los que se aplica el principio de veracidad. Mientras tanto, Amnistía Internacional ha pedido que se investigue la actuación de la Unidad de Intervención Policial, que golpeó a los viajeros de la estación de Atocha y utilizó material antidisturbios en un espacio cerrado, pese a estar rigurosamente prohibido por las leyes internacionales. Además, denuncia que los agentes agredieron a periodistas perfectamente identificados y se negaron a facilitar su número de placa. Amnistía Internacional no oculta su perplejidad ante las prematuras declaraciones del Ministerio del Interior, elogiando la actuación de la policía, sin investigar mínimamente lo sucedido.
La convergencia entre políticos, jueces y policías escarnece el principio de separación de poderes y recuerda las farsas de los estados totalitarios. Ya nos encontramos en el último tramo del 2012 y no se aprecia ni un atisbo de recuperación económica. Por el contrario, no hay que descartar la posibilidad de una quiebra financiera y un colapso institucional. La famosa línea de crédito de 100.000 millones de euros para rescatar a la banca sólo ha servido para incrementar el déficit público hasta un 90% y el paro no cesa de crecer. Las políticas de austeridad están liquidando los servicios públicos y arrojando a millones de familias a la pobreza y la exclusión social. Salir a la calle no es suficiente. La multitud no puede avanzar a ciegas. No se me ocurre otra alternativa que el socialismo. No hablo de socialdemocracia, sino de un socialismo real que agrupe a todas las fuerzas de la izquierda e impulse la autodeterminación de los pueblos dentro de una perspectiva internacionalista y solidaria. Hablo de socialismo como término genérico que encarne el anhelo de acabar con la economía capitalista y garantizar la justicia social, acabando con la indefensión del trabajador frente al poder económico. La izquierda no debe perder más tiempo en viejas querellas históricas que siembran la división y menoscaban su fuerza. La protesta de los mineros era justa, pero se limitaba a reivindicaciones sectoriales. Hacen falta objetivos más ambiciosos. Sigamos el ejemplo de la izquierda abertzale, que lucha por la independencia y el socialismo de Euskal Herria, o del Sindicato Andaluz de Trabajadores, que se declara anticapitalista, asambleario, republicano y socialista, promoviendo una política de ocupación de fincas y expropiaciones. Hay un enemigo común: la economía capitalista, con su corte de políticos venales, bancos corruptos y medios de comunicación serviles. Su poder es descomunal y sólo será posible luchar eficazmente contra ese monstruo con una política de frentes populares, donde todos los pueblos concierten sus esfuerzos. No siento ningún aprecio por la idea de España, pero creo que la independencia de los pueblos no será suficiente para frenar la dictadura de los mercados. La Europa de los pueblos sólo se hará realidad cuando todos colaboren activamente en la construcción de un nuevo marco de convivencia basado en la libertad, la igualdad y la solidaridad. De momento, sólo el socialismo ha levantado la bandera roja de la Comuna de París, un sueño efímero que fracasó por un exceso de prudencia y moderación, pero que constituyó la primera rebelión popular en una Europa estragada por las odiosas diferencias de clase. El radicalismo no es un capricho, sino un doloroso brote de clarividencia.