La vida secreta de los libros

La vida secreta de los libros

z311Ion Arretxe. LQSomos. Enero 2014

Yo, señor, no soy un bibliófilo, aunque no me faltarían motivos para serlo.

Me gustan los libros. Tengo algunos libros: insuficientes para abarcar el saber humano. Para limpiarles el polvo, muchos.

Compro libros… regalo y me regalan libros…

Cojo libros prestados en la biblioteca, que devuelvo lo más puntualmente que puedo… E incluso, más de una vez, he salvado a algún libro de la muerte, de la muerte libresca de los libros.

Y si me he decidido a escribir estas cuartillas es porque, desde hace algún tiempo, vengo observando una campaña, sorda y machacona como un dolor de muelas, de desprestigio hacia los libros. Hacia los libros de tomo y lomo, los libros presenciales, analógicos, los de toda la vida, al menos desde Gutenberg. Los libros que sirven para leer y para calzar un mueble cojo. Los libros forrados y los libros sin forrar. Los libros dedicados y los sin dedicar. Los libros, libros.

Y todo ello, para favorecer al libro digital. Al libro electrónico y extraplano cuya presencia entre los usuarios del autobús y del tren de cercanías -los verdaderos lectores de este iletrado país- es una realidad indiscutible.

Y no seré yo quien no reconozca lo placentero y descansado que tiene que resultar leer liberado del arduo y fatigoso trabajo de tener que pasar las páginas a mano.

Ni mostraré mi sospechosa indiferencia ante la posibilidad de llevar en el precioso cacharrito luminoso las obras completas de Dostoievski, o de Jardiel Poncela. O los completísimos fondos de la Biblioteca de Alejandría, que aunque es casi seguro que uno no los va a agotar en el trayecto del autobús, por no llevarlos que no sea.

Cojo un libro -Tiempo de silencio, de Martín Santos-, algo olvidado en un ángulo oscuro, ángulo casi muerto de la estantería, y aparece entre sus páginas un billete de tren, de los de antes, impreso en un pequeño cartón amarillo: Tolosa-1, San Sebastián. Km.25. Fecha: 3 SEP 86. Billete Nº 3838.

Y en el dorso, dos números de teléfono escritos de mi puño y letra con bolígrafo azul. Dos números de seis cifras, de cuando no teníamos que marcar el prefijo para hablar entre teléfonos de la misma provincia.

Sobre uno de lo números, bien subrayado, pone “Iturritxo”, el bar donde ella trabajaba. Y sobre el otro, un rotundo y simple “casa”.

Y me pongo a recordar… y ahí hay una historia, bonita historia, además de la que cuenta el libro, a la que poco a poco me voy enganchando. Menos tremenda que la del criador de ratas de laboratorio, pero igual de intensa… una historia de primeros amores, de amores difíciles y torpes. Una historia, mi propia historia, llena de muchas ilusiones y de algunos desengaños.

¿Por qué hice ese viaje? ¿Qué se me habría perdido en Tolosa, aquel 3 de Septiembre? ¿Por qué apunté sus teléfonos en el dorso del billete? ¿Lo hice delante de ella? Y si fue así… ¿qué pensaría de alguien que no tiene ni un pedazo de papel para apuntar su teléfono?

Tal vez ella viajaba conmigo, en el asiento de al lado, y apuntó mi teléfono también, en el dorso de su billete. Tal vez ella, en estos mismos momentos, se esté haciendo preguntas parecidas a las mías…

Hace unos meses, encontré entre las páginas de otro libro, de un libro que me acompañó muchos ratos -Sobre el juego, de Javier Echeverría-, una nota escrita con tinta verde (¿qué extrañas circunstancias me obligarían a usar ese bolígrafo?), toda llena de gráficos y anotaciones que, después de treinta años de olvido, se han convertido en enigmas indescifrables incluso para mí.

En La Colmena, de Camilo José Cela, que publicó Bruguera-Libro Amigo (Precio en España 200 pesetas), y que yo leí en COU, allá por los años 81y 82 del pasado siglo, como abejas sorprendidas cuando libaban entre sus páginas, aparece un enjambre de anotaciones. Son palabras marginales garrapateadas con mi letra de entonces, la letra insegura de un adolescente: Amor prohibido… Crítica a los estudios… Segunda amiga… recuerdo de Elvirita… El querubín misionero… Mallarmé…

Escritas con mi insegura letra, y con mi inestable forma de pensar de entonces.

¿Qué palabras subrayaría si tuviera que hacerlo ahora? Seguro que otras que nada tienen que ver con las que señalé entonces.

Otras palabras distintas, reflejo de nuevas inseguridades.

¡Y qué decir de los libros de segunda mano! Ésos guardan tesoros de varias vidas.

Una vez encontré en una librería de lance, en el casco Viejo de Bilbao, un libro de mi gran amigo Carlos Pérez Merinero: Desgracias personales. Lo compré y se lo regalé. Y cuál fue nuestra sorpresa, sobre todo la suya, cuando descubrió que el ejemplar estaba afectuosamente dedicado ¡por él mismo! a un amigo

del que perdió la pista años después. Bastaron un par de sencillas indagaciones para confirmar lamentablemente la sospecha de su fallecimiento.

Cabe pensar, y eso es lo que mi amigo y yo hemos pensado siempre, que el libro había regresado a sus manos, cumpliendo su particular odisea, para darle la triste noticia.

Otro billete de tren, de forma alargada y de tamaño incómodo, aparece entre las páginas de los Cuentos Humorísticos de Mark Twain: es del Talgo Barcelona Sants, Madrid Chamartín. Coche 24. Plaza número 13 V, o sea, junto a la ventanilla. Climatizado. ¡Qué bien! Departamento Fumador. De cuando todavía yo fumaba, hace ya más de 10 años. De cuando todavía fumábamos yo, y otros muchos en el tren. Al menos, todos lo de mi departamento.

Y, maravíllense… ¡el libro todavía huele a tabaco!

Una papeleta -a la que me cuesta llamar ticket de tan poco sofisticada como es- para acceder al Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, surge entre las páginas 48 y 49 de un libro de Raymond Chandler.

Ascensor. Visita campanarios. Nº 428641. 5 ptas.

Esto de releer se está convirtiendo para mí en un ejercicio que combina el psicoanálisis, la investigación detectivesca y la arqueología.

En los libros de la biblioteca, pegado sobre la guarda, había una ficha de cartón donde, además del título, autor y referencia, se anotaba el nombre y la firma del lector junto a la fecha límite para la devolución del libro.

Y así uno, además de la historia escrita por el autor, se regocijaba en la historia del propio libro, y descubría qué vecinos compartían sus gustos, y qué libros eran los más solicitados.

Y a veces, demasiadas veces, se sorprendía de que tal libro no lo hubiese cogido nadie desde hacía varios años, y se apenaba por ello. Y pensaba en la soledad de los libros y en otras cursilerías por el estilo.

Y otras veces, que también las había, le alegraba la vida pensar que ese mismo libro que había elegido de entre todos, había estado en manos de tal apuesto mozalbete o de cierta mujer bonita. Y que sus nombres y sus firmas quedarían unidos para siempre -para siempre por ahora- en aquellas fichas de cartón donde se iba escribiendo, poco a poco, la vida secreta de los libros.

No voy a caer en los mismos errores de aquellos que, a principios del siglo XX, previnieron contra las posibles deformaciones del rostro debido a las velocidades de los primeros automóviles. Parece que los cambios de siglo son muy propensos a este tipo de conjeturas y al inevitable ridículo posterior. Probablemente sea porque se analizan con los juicios y prejuicios del siglo antiguo los descubrimientos que van a desarrollarse en el venidero.

No digo yo que las cosas no tengan que ser como son. Porque el ser de las cosas es el que va siendo, y punto. Y las cosas van siendo como ellos quieren que sean. Nadie nos va a preguntar a nosotros. Nunca lo han hecho.

Un día desaparecen las fichas de los libros de la biblioteca, al día siguiente los departamentos de fumadores, y otro día desaparecerán los libros. Y ya está. Hoy paz, y mañana gloria.

Solamente digo que algo se perderá si, como vaticinan tirios y troyanos, desaparece para siempre el libro de papel, el de las estanterías, el libro de calzar la mesa, el que se quema en la hoguera de vez en cuando… el libro, libro.

Aunque sólo sea el encontrar, de vez en cuando, una flor de otro jardín secándose al calorcito de sus palabras.

Aunque sólo sea el olor de otras manos que antes de las nuestras acariciaron sus páginas.

Aunque sólo sea el hallazgo de un billete de tren con un número de teléfono que ya no existe, como me repite, cada vez que lo intento, la voz mecánica de un robot.

Nos quieren dejar, con mañas acordes para estos tiempos, la sensación de que algo tenemos que ver en la configuración del mundo. Pero es una ilusión, una quimera, un espejismo. Así, cuando decidieron que se acabase el fumeteo, se inventaron muy hábilmente la imagen del fumador pasivo, para que usted creyese que lo hacían por su bien y pudiese discutir acaloradamente en la taberna con sus contrincantes fumadores, creando un nuevo escenario -como les gusta decir a ellos- de debate púbico, de polémica, y de implicación ciudadana.

Ahora, con los libros, tratarán de convencernos, y en cierta manera ya lo han conseguido, de que con la falta de metros que le han tocado en suerte -y en suerte de la buena, que mire usted cómo están los callejones y los cajeros automáticos de gente que no tiene ni eso- hay que optimizar (¡qué buena palabra!) el espacio de su cuchitril. Y lo digital viene a solucionar ese problema.

¿Se acuerda usted de cuando existían las fotos? Esos cartoncitos en blanco y negro o color, con imágenes amigables, familiares, y de sitios, que se guardaban en álbumes o en cajas de zapatos, y se miraban de vez en cuando, a veces de ciento en viento, en sesiones de suspiros y añoranzas que servían, sobre todo, para constatar el paso inexorable del tiempo?

Ahora tenemos tantas fotos que no tenemos ninguna. Se ha perdido ya lo de írselas pasando unos a otros según se iban mirando. Y cualquiera le sienta a la abuelita a una sesión de galería fotográfica delante del ordenador…

Pues lo del libro es lo mismo. Lo que no quieren es que usted lea.

Por eso le abruman con tantos títulos y con tantas funciones en el aparatito de marras. ¿Se acuerda la pereza que le daba a usted, cuando de estudiante, no sabía por donde empezar, de tantos libros como tenía delante para estudiar, y al final empezaba tarde y mal, la mayoría de las veces, o no empezaba?

Lo que quieren es que usted sea un burro.

Eso sí, un burro que vaya con los tiempos. Un burro 3.0.

¿Que eso de “ellos” le suena a terminología conspiranoico-paranoide? Tal vez, no voy a decirle que no. Pero apelo a sus conocimientos más elementales sobre el lenguaje, que es de lo poco que nos va quedando, y enseguida encontrará que “ellos” son aquellos que no somos nosotros ni sois vosotros.

¿Ya sabe ahora a qué ellos me refiero, no?

A ellos, los de siempre. Los que hacen grandes negocios con el cigarro, con el no cigarro y con el cigarrillo electrónico. Los que hacen fortunas con el libro de papel, con el digital, y sin libros. Los que se forran con mi billete de tren, con la visita al campanario y con mis números de teléfono

Pero, ay amigo… No lo demos todo por pedido.

Siempre nos quedará una flor seca perdida entre las páginas de un libro.

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