8-8-1974: renuncia de Richard Nixon a la presidencia de EEUU
Por Daniel Alberto Chiarenza*
“El único político con entidad propia que surgió del submundo de la caza de brujas fue Richard Nixon, el más desagradable de entre los presidentes norteamericanos de la posguerra (1968-1974)”. Eric Hobsbawm: Historia del siglo XX. Grijalbo Mondadori, 1998.
Nixon y el impeachment aplicado al espionaje político de Watergate
Jamás un presidente de los Estados Unidos había renunciado a su cargo, ni abandonado la Casa Blanca antes del término de su mandato, salvo por circunstancias ajenas a la voluntad como el fallecimiento. Sólo dimitió Richard Nixon el 8 de agosto de 1974, cuando le faltaban más de dos años para concluir su segundo período presidencial. La renuncia de Nixon aporta dos palabras al folclore político de nuestro tiempo: “Watergate” e “impeachment”.
Nixon no llegó a ser sometido a impeachment porque dimitió cuando aún no se había votado el procedimiento en la Cámara de Representantes. Para que haya impeachment (la traducción sería “impugnación”) es necesario que la Cámara de Representantes vote por mayoría a favor del procedimiento, después el trámite lo sigue el Senado que es el que juzga al presidente. Para que se produzca la destitución es preciso que dos tercios de los senadores voten en contra del mandatario.
La dimisión del presidente no resolvía la cuestión en sí, porque las acusaciones contra Nixon podían llevarse ante los tribunales ordinarios de justicia, problema resuelto por el presidente Ford con la concesión de un perdón presidencial por todas las irregularidades Watergate. En el momento de mayor presión contra el comité del Senado, con poderes sólo informativos y consultivos; el tribunal ordinario del juez Sirica, que juzgaba a los que violaron la sede demócrata y no a Nixon, pero cuyas resoluciones tenían una influencia inmediata sobre la defensa presidencial; la oficina del fiscal oficial, primero Cox y luego Jaworski, que tenía el poder para convocar un Gran Jurado, ante el que eventualmente podría haber comparecido el presidente; y, por último, la Cámara y el Senado, que no llegaron a dar término al procedimiento.
El 29 de abril de 1974, Nixon celebraba una importante conferencia de prensa. En ella aparecía en televisión sobre un fondo de gruesos tomos apilados en un mueble. Eran las transcripciones de las cintas aún no entregadas. Un total de 1.300 páginas de diálogo que no sólo se facilitaría a la Cámara sino al público en general. Con ese gesto Nixon creyó que quedaría ratificada su inocencia y su buen juicio y concluiría la pesadilla de Watergate. El 1º de mayo, el comité judicial rechazaba la oferta, afirmando que Nixon tendría que recurrir al Supremo si quería demorar la entrega del material.
El 24 de julio el Supremo fallaba por unanimidad que el executive privilege no podía servir para obstruir la acción de la Justicia, por lo que Nixon debería entregar las 64 cintas reclamadas tanto por Jaworski como por Sirica, éste para usarlas en el juicio de los colaboradores de Nixon, como Mitchell, Ehrlichman y Haldeman. El abogado del presidente, James St. Clair, anunciaba la entrega de las bandas. El comité de la Cámara aprobaba el 27 de julio el primer cargo de impeachment por 27 votos a 11. La acusación era la de obstrucción a la Justicia; dos días después caía el segundo cargo por abuso de poder, esta vez con resultado de 28 a 10; el día 30 se votaba el tercero por 21 a 17, en el que se acusaba al presidente de proceder inconstitucionalmente. La Cámara mandaría al “reo” a juicio ante el Senado.
El 31 de julio, la Casa Blanca había concluido la revisión de las 64 cintas y una de ellas parecía más que concluyente. Se trataba de una conversación entre Nixon y Haldeman del 23 de junio de 1972, una semana después del allanamiento de Watergate, en la que no cabía duda de que el presidente ordenaba que se paralizara la investigación del caso para proteger a los inmediatos responsables. La cinta era muy peligrosa porque de las palabras de Nixon podía inferirse que hubiera dado incluso personalmente la orden de asalto al cuartel general demócrata. La misma se daría a conocer el siguiente 5 de agosto. Los que estaban indecisos dejaron de serlo.
El vicepresidente Ford, nombrado para suceder al felón Agnew, que hasta entonces había defendido con lealtad al presidente, explícitamente afirmaba que no volvería a proclamar la inocencia de Nixon. Todo el mundo en la Casa Blanca sabía que la mayoría para enviar al presidente a juicio estaba más que clara en la Cámara, y se contaba ansiosamente el número de senadores que podían seguir fieles al líder republicano. La puntilla se la daría a Nixon el ultraconservador Barry Goldwater, al visitar al presidente para comunicarle que dudaba mucho que hubiera todavía 35 senadores que votaran en contra de la destitución. Él mismo, republicano, votaría contra Nixon y estaba convencido de que los 66 votos necesarios de los 100 componentes de la cámara alta estaban ya claramente en el campo adverso al presidente. Debía dimitir, fueron sus palabras.
El día 6, Nixon reunía a su gabinete y aún barajaba la posibilidad de resistir argumentando que no sabía qué era mejor para el país, si aceptar la presión exterior con el presunto daño que eso podía causar a la institución presidencial y dimitir, o aguantar para que la prerrogativa del presidente no dependiera, como dijo, de “una moción de confianza”. La comparación con el sistema parlamentario de otras democracias occidentales era evidentemente fruto de la desesperación, puesto que allí no se discutía el futuro de la forma de gobierno norteamericana, sino si el sistema podía soportar meses de juicio en el Senado con la correspondiente parálisis para el poder debida a la permanente comparecencia de un presidente ante sus jueces.
La cuestión fue que la balanza se inclinó a favor de la dimisión. El 7 de agosto, el presidente comunicaba a sus colaboradores que al día siguiente hablaría a la nación anunciando el fin de su batalla. La dimisión sería efectiva el mediodía del 8.
El discurso de despedida televisado a todo el país era el de un hombre derrotado que seguía sin reconocer su culpabilidad, pero sorprendentemente dueño de sí mismo pese al enorme drama personal que se resolvía aquella noche.
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