A 30 años del levantamiento zapatista: sembrar revoluciones

A 30 años del levantamiento zapatista: sembrar revoluciones

Por Claudia Korol*

“Debes amar el tiempo de los intentos / Debes amar la hora que nunca brilla /
Y si no, no pretendas tocar lo cierto / Solo el amor engendra la maravilla /
Solo el amor consigue encender lo muerto”
Silvio Rodríguez

En este comienzo de año cargado de contrarrevoluciones, con un genocidio a cielo abierto en Palestina, con un miserable fachito dizque presidente en Argentina, con pesadillas que regresan para sobresaltarnos y desnaturalizar las muertes cotidianas, pensar en el grito zapatista que “vimos” y “oímos” 30 años atrás, nos ayuda a decir y sentir que no hay nada más hermoso y legítimo que conjugar en pasado, presente y futuro, revoluciones populares.

No me interesa en estas notas aventurar análisis, menos todavía juicios, de una de las experiencias que conmovió a las comunidades originarias en todo Abya Yala -y llegó hasta otros continentes y revoluciones-, porque el análisis es más fértil cuando nace de los / las / les protagonistas, o de quienes vienen dibujando huellas en los territorios del olvido. Quiero sí recordar que para una gran parte de las izquierdas internacionalistas, convulsionadas en los comienzos de los años 90 por la ofensiva del capitalismo neoliberal, patriarcal, colonial, que transformándose en la cabeza, el corazón y las armas del mundo unipolar iba con las caras pintadas por el mundo inaugurando sus TLCs, proclamando el fin de la historia, sembrando bases militares para asegurar su hegemonía, el zapatismo fue una oportunidad para respirar profundo.

La frase dicha por el Subcomandante Marcos el mismo 1 de enero de 1994 a un grupo de turistas en San Cristóbal de las Casas: “Disculpen las molestias, esto es una revolución”, volvió a poner en el centro la palabra que se pretendía borrar del vocabulario popular: revolución, y lo hacía precisamente desde las tierras donde en los comienzos del siglo 20 Emiliano Zapata había hecho flamear la bandera de “Tierra y Libertad”.

En la primera Declaración de la Selva Lacandona las y los zapatistas ampliaron el grito para nombrar las banderas del alzamiento: tierra, trabajo, techo, alimentación, salud, educación, libertad, independencia, democracia, justicia y paz. Junto a la Declaración de la Selva Lacandona, se dio a conocer la Ley Revolucionaria de las Mujeres, convirtiendo al levantamiento zapatista, en un modo de dignificar la lucha de las mujeres indígenas, entre las que se destacó y aquí queremos recordar, la Comandante Ramona, indígena tzotzil, bordadora, que fue una de las que dirigió la toma de la ciudad de San Cristóbal de las Casas, el 1 de enero de 1994. Antes de que las comunidades zapatistas aprobaran la Ley Revolucionaria de las Mujeres, Ramona junto a otras compañeras, recorrieron los territorios tzotziles, tojolabales, choles, tzeltales, hablando con las mujeres que los habitaban en sus distintas lenguas, para construir una palabra colectiva sobre sus derechos. Cuerpos, territorios y lenguajes recreados en los modos ramonas de caminar la palabra verdadera.

Todas estas historias, tantas huellas en la tierra, en los cuerpos y en la memoria, no pueden quedar relegados en el olvido, ante la perplejidad de los “tiempos malos” que vivimos. Porque precisamente de la respuesta organizada de los pueblos a la violencia estructural del capitalismo patriarcal, colonial, imperialista, nacen las revoluciones. No son actos espontáneos. No son producto de los privilegios de quienes nos recomiendan “desensillar hasta que aclare”, o guardarnos para tiempos mejores, pensados siempre en términos de opciones electorales. Las revoluciones, con sus grandes diferencias, en sus distintas perspectivas, son producto de los pueblos organizados y reorganizándose en las mismas, y son preparadas desde las experiencias de poder popular, para enfrentar a los sistemas de múltiples opresiones.

Recordar los 30 años del levantamiento zapatista, es hablar de la vigencia de las revoluciones, como necesidad para derrotar las necropolíticas que conjugan las políticas extractivistas, la precarización del trabajo y de la vida, la destrucción de la soberanía frente a la militarización imperialista, los narcoestados, la criminalización de las luchas del pueblo. Es defender todos los derechos conquistados en tantos siglos de combates en todo el mundo, y saber que el “feliz año nuevo” sólo será si destruimos los poderes que se sostienen y reorganizan una y otra vez, sobre la base de la propiedad privada y transnacionalizada de la economía, que nos mantiene cautivas/os a través de la deuda eterna, y a fuerza de la violencia y el militarismo.

Seguramente algunas compañeras, algunes compañeres políticamente correctxs, que desistieron incluso de la palabra Resistencia, estarán pensando en la dimensión delirante del término revolución, al menos en estos momentos. Claro, podríamos preguntarles cuándo fueron buenos tiempos para hablar de revoluciones según su análisis, ya que muchas de estas mismas personas, consideraron cuando había gobiernos dizque “progres”, que hablar de revoluciones era desestabilizante y anacrónico. Filosofía y práctica de la adaptación. Estrategia y táctica del mal menor.

No es la intención de estas notas entrar en detalles polémicos, sino desempolvar el debate sobre la pertinencia de revoluciones de este tiempo, en las que podamos aprender de todas las experiencias, para reinventar nuestros propios caminos.

No hay revoluciones sin una profunda y fértil imaginación, no hay revoluciones sin belleza, no hay revoluciones sin pueblo, no hay revoluciones sin organizaciones dispuestas a la lucha, no hay revoluciones sin mujeres bordadoras como Ramona, en la primera línea, y recorriendo las comunidades para crear un telar resistente que nos abrigue. No hay revoluciones sin unidad de quienes luchamos. No hay revoluciones si no logramos endurecernos, diría el compañero che, sin perder la ternura jamás. No hay revoluciones sin memoria. Y nosotras, nosotres, tenemos 30 mil estrellas en nuestra memoria insurgente.

No hay revoluciones sin autonomía de los pueblos. Éste es un legado fuerte del zapatismo. No esperar las revoluciones desde el estado, desde arriba, desde quienes supuestamente nos representan y hoy están negociando en las roscas del poder. Autonomía no es aislamiento, no es ensimismamiento, sino capacidad de determinar nuestros propios caminos y elegir dónde pisar la huella.

No hay revoluciones sin feminismos. Hablamos de feminismos que se nombren o no como tales, se ejerzan cada día en los esfuerzos por alimentarnos en la olla popular, en el comedor comunitario, desde la huerta agroecológica, en los esfuerzos por sanar recuperando los saberes populares en salud, feminismos en los que se conjuguen la defensa de cuerpos y territorios, donde la libertad no sea el mamarracho que pintan los machofachos, sino la capacidad de crear nuevos mundos donde quepamos todos, todas, todes, menos los enemigos del pueblo.

No hay revoluciones que no aprendan a escuchar las voces del pueblo, de las mujeres, de los y las niñeces y jóvenes, de las y los ancianas y ancianos, y al tiempo de la escucha promuevan el diálogo de los saberes ancestrales y de los aprendizajes en las luchas. Nos hay revoluciones sin educación popular y comunicación popular.

No hay revoluciones que no partan de la confianza profunda en el pueblo, más aún cuando parece que está dormido. Estuve en la Selva Lacandona, en Guadalupe Tepeyac, en febrero de 1995. Me fui horas antes de que entrara a la comunidad el Ejército. En una noche oscura, hablando con un comandante zapatista, le pregunté preocupada qué sucedería si el Ejército Mexicano avanzaba sobre las comunidades. Ya los había visto inquietos cuando pasé por sus retenes. El compa me dijo con mucha tranquilidad: “confiamos en la solidaridad internacional”. Eso me dio una profunda intranquilidad. En este país llamado Argentina, estábamos atravesando el menemato, un régimen que ahora recordamos como “la previa” del mileinato del río de la plata, en el que nos dicen que “no hay plata”. Yo le compartí la inquietud por nuestra situación, y que esperaba que hubiera lugares donde fuera sólida la solidaridad, ya que nuestro país no estaba pasando por su mejor momento (¿cómo le explico?). Sin embargo, el compa replicó: “¿Usted vio cómo son los argentinos?”. “¿Cómo somos?”, me ganó la curiosidad. “El pueblo argentino está mucho tiempo en silencio, y de pronto se despierta y quema todo”. Me pregunté qué Argentina se podía ver desde el corazón de la selva lacandona. Luego me di cuenta. Un año atrás, el 16 y 17 de diciembre de 1993, había sido el santiagazo, el primer levantamiento contra el neoliberalismo, antecedente directo del “argentinazo” de diciembre del 2001. Los y las zapatistas estaban mirando el corazón rebelde de nuestro pueblo, y lo hacían desde su propia rebeldía.

Cuando termina otro diciembre y se inicia un enero con memoria de revoluciones, vuelvo a esa pequeña historia que repetí muchas veces, porque puede ser necesario agregar lo que nos faltó en el 2001. En el tiempo en que el pueblo se levanta, en el que se quema todo, necesitamos tener las organizaciones populares, feministas, revolucionarias, preparadas para las batallas decisivas. Para eso, no podemos perder “el tiempo de los intentos”, como canta Silvio. Es este, nuestro tiempo, el que conjuga la defensa de nuestros derechos, la memoria de nuestras revoluciones desde Abya Yala hasta Palestina y Kurdistan, con el ADN de la Resistencia que llevamos en nuestra sangre, y con nuestro amor insurgente. Ahora es cuando.

En estos 30 años, abrazamos a las comunidades zapatistas, en lo que lograron y en lo que no lograron, pero sobre todo en el esfuerzo cotidiano de seguir viviendo, que nos regalan como su mejor ejemplo de amor en revolución.

En el levantamiento zapatista, 1994, se había puesto de moda el libro del “prestigioso” intelectual mexicano Jorge Castañeda “La utopía desarmada”, un pasquín en el que intentaba predicar el fin de las revoluciones armadas. Como algunos otros intelectuales, que no caminan junto a sus pueblos, pero intentan darle recomendaciones de buenos modales, no podía imaginar que en su propio país se levantaría en ese mismo año un grupo de indígenas con el nombre de Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Pero como los intelectuales muchas veces no se rinden, lejos de hacer una autocrítica de esa ignorancia, un libro siguiente llevó el nombre “Sorpresas te da la vida”.

De lo que se trata entonces, es de planificar como pueblo invisible las sorpresas, con la alegría de que todos los intentos valen, y que en la hora que nunca brilla, nos preparamos para engendrar la maravilla. Decía Andrés Rivera que “la revolución es un sueño eterno”, y agregamos que no dejamos de construir los sueños en la vida misma, que sembramos revoluciones hasta la rebeldía ¡siempre!

* Escuela de Revoluciones

A treinta años de la insurrección zapatista
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