Adolfo Suárez y la sombra alargada del franquismo
La muerte de Adolfo Suárez ha desatado una avalancha de artículos que elogian su legado político. Se destacan su espíritu dialogante, su voluntad de reconciliación, su astucia y su valentía. Entre sus logros, se citan la legalización del PCE, los Pactos de la Moncloa y su dignidad durante el 23-F. No está de más recordar que Suárez hizo una próspera carrera en el seno de dictadura franquista. Protegido por Fernando Herrero Tejedor, ocupó sucesivamente los cargos de Jefe del Gabinete Técnico del Vicesecretario General, procurador en Cortes por Ávila, Gobernador Civil de Segovia, Director General de RTVE y Vicesecretario General del Movimiento. Después de la muerte de Franco, Torcuato Fernández Miranda convenció a Arias Navarro para que le nombrara Ministro Secretario General del Movimiento. Una carrera fulgurante que abarca el período comprendido entre 1958 y 1975. En esos diecisiete años, se ejecutaron al comunista Julián Grimau (20 de abril de 1963), los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado (13 de agosto de 1963), el joven anarquista catalán Salvador Puig Antich (2 de marzo de 1974) y tres militantes del FRAP y dos de ETA (27 de septiembre de 1975). En el caso Granados, Delgado y Puig Antich, se utilizó el garrote vil. Algunos dirán que Suárez no ordenó esos crímenes, pero ese argumento no vale como excusa. No puedes pertenecer al gobierno de una dictadura que ha cometido un genocidio y ha institucionalizado la tortura, sin adquirir una vergonzosa complicidad con sus crímenes.
Casi nadie recuerda el nombre de las víctimas de la época en que Suárez era un exitoso político del régimen franquista, pero yo sí quisiera evocar dos casos particularmente trágicos. El 18 de diciembre de 1974 Mikel Salegi circulaba con otros estudiantes por el barrio donostiarra de Errekalde, cuando la Guardia Civil ametralló su vehículo. Salegi recibió 17 impactos de bala. Sus acompañantes intentaron trasladarlo a un hospital, pero la Guardia Civil se lo impidió y murió desangrado. Durante el funeral, la Policía Armada irrumpió en la iglesia, apaleando a los asistentes y detuvo a la madre de Salegi. El 20 de enero de 1975, Víctor Manuel Pérez Elexpe repartía octavillas en Portugalete (Bizkaia), reclamando solidaridad con la huelga de los mineros encerrados en el Pozo de Esparza (Nafarroa), cuando un policía de paisano le pegó cinco disparos a quemarropa, causándole la muerte. La Ley de Amnistía aprobada por el gobierno de Suárez en 1977, con el apoyo de la mayoría de las fuerzas políticas, garantizó la impunidad de los responsables de estos crímenes. El 10 de febrero de 2012, Navanethem Pillay, representante de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, pidió formalmente al Estado español que derogara la Ley de Amnistía de 1977, alegando que incumplía las normas internacionales sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad. El gobierno de Mariano Rajoy, que hoy elogia a Adolfo Suárez con palabras altisonantes, ignoró la petición.
La policía y la Guardia Civil siguieron disparando y torturando durante los años de gobierno de Adolfo Suárez. El 3 de junio de 1979 el guardia civil José Martínez Salas mató de un disparo en la cabeza a Gladys del Estal en Tudela. Gladys, de 23 años, participaba en una manifestación antinuclear y antimilitarista. El gobierno afirmó que había sido un accidente y los tribunales condenaron a 18 meses de prisión a Martínez Salas, estimando que se había tratado de una imprudencia temeraria. El agente no ingresó en prisión. De hecho, volvió al servicio y años más tarde fue condecorado. Algo parecido sucedió con los agentes que el 13 de diciembre de 1979 ametrallaron a los estudiantes José Luis Montañés Gil y Emilio Martínez Menéndez, mientras protestaban contra la Ley de Autonomía Universitaria. Las generaciones más jóvenes tal vez piensan que la “guerra sucia” contra ETA empezó con los GAL, pero ya existía en la época de Suárez, que se limitó a proseguir la línea trazada por el franquismo. El 21 de diciembre de 1978 una bomba acabó en Angelu con la vida de José Miguel Beñarán Ordeñana, “Argala”. Reivindicó el atentado el Batallón Vasco Español, compuesto por militares españoles vinculados al SECED. La credibilidad de un Suárez de profundas convicciones democráticas se tambalea cuando reparamos en el historial de dos de sus más estrechos colaboradores: el general Gutiérrez Mellado, capitán del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM) durante los años más duros de la posguerra, y Rodolfo Martín Villa, investigado actualmente por la justicia argentina por su responsabilidad en la masacre de Vitoria-Gasteiz el 3 de marzo de 1976. Gutiérrez Mellado desempeñó un papel esencial en la represión de las células comunistas, socialistas y anarquistas que intentaban organizarse en la clandestinidad después de la victoria de Franco. Los éxitos del SIPM incluyen el fusilamiento de las 13 Rosas. La hoja de servicios de Martín Villa no es menos siniestra. En colaboración con el supercomisario Roberto Conesa, organizó el intento de asesinato del líder independentista Antonio Cubillo, y el atentado contra la sala Scala de Barcelona, que le costó la vida a tres trabajadores. Los archivos de la Brigada Política-Social, la Policía Nacional, la Guardia Civil y los servicios de inteligencia siguen cerrados a cal y canto y nada insinúa una posible desclasificación. La impunidad es la seña de identidad de la Transición y no su carácter pacífico y modélico.
Suárez nunca pidió perdón por su implicación en la dictadura franquista, pues su famosa Reforma consistió en actualizar el régimen para homologarlo con las democracias europeas. En el Estado español, no hubo juicios por los delitos de lesa humanidad ni una triste Comisión de la Verdad que clarificara el pasado y honrara a las víctimas. En cambio, se redactó una Constitución que consolidaba la Monarquía como forma del Estado e investía a la figura del Rey de una antidemocrática inviolabilidad. Se estableció un sistema electoral que favorecía el bipartidismo y se marginó (o desactivó) a la izquierda revolucionaria. Los Pactos de la Moncloa liquidaron el poder sindical, reemplazando las asambleas por comités de empresa elegidos cada cuatro años, cuya misión se limita a negociar acuerdos sectoriales. Suárez sufrió una severa campaña de desprestigio que forzó su dimisión. Juan Carlos I, su gran amigo y cómplice, se deshizo de él cuando la situación se volvió incontrolable por culpa de la crisis económica, la “Guerra del Norte” (nunca reconocida como tal) y el malestar de las Fuerzas Armadas. De momento, es imposible formular hipótesis verificables sobre el 23-F, pero todo indica que se trató de una maniobra parecida a la del 25 de noviembre en Portugal, cuando un golpe de estado dirigido por el general Ramalho Eanes puso fin a la “Comuna de Lisboa”, el proceso revolucionario encabezado por el teniente coronel Otelo Saraiva de Carvalho. En el caso español, no había un proceso revolucionario, pero sí un cuadro de insurgencia en Euskal Herria y unos niveles de desempleo que amenazaban la paz social. Al igual que en Portugal, se creó entonces una sólida alianza entre la socialdemocracia y las Fuerzas Armadas, pero con la peculiaridad de que en nuestro país el binomio se sometió a la tutela del Rey, cuyo papel como Jefe del Estado se reforzó al convertirse en el imaginario salvador de la democracia. El 23 de marzo –es decir, un mes después del “tejerazo”- se envió a siete buques de la Armada a patrullar el Golfo de Bizkaia, con el apoyo del destructor Marqués de la Ensenada. El Ejército de Tierra se desplegó en la frontera de Nafarroa, ocupando los pasos fronterizos. La “cloaca de Madrid”, por utilizar la expresión de Suárez, se preparaba para un nuevo capítulo de la “guerra sucia” (GAL, Plan ZEN) y para lanzar una ofensiva contra la clase trabajadora, precarizando el empleo y destruyendo el tejido industrial. Suárez se retiró con el título de Duque y Grande de España. Sus intentos de regresar a la política fracasaron, pero el desprestigio se transformó poco a poco en mitificación. Se le convirtió en el buque insignia de la Transición, sacrificando cualquier pretensión de objetividad.
Mi padre era escritor y periodista. Conocía personalmente a Suárez. Coincidíamos en los veranos, pues el por entonces presidente de RTVE tenía un apartamento en la Dehesa de Campoamor (Alicante), donde nosotros pasábamos los meses de julio y agosto. Nuestras familias se reunieron en una ocasión en la cafetería Montepiedra. Creo que era el año 68. Uno de sus hijos y yo hicimos un castillo de naipes, mientras nuestros padres hablaban en otra mesa. Pienso que ese castillo de naipes es una buena metáfora del legado de Suárez. Algo aparatoso y hueco. El “régimen de libertades” garantizado por la Constitución de 1978 permitió que las actrices enseñaran el culo y Almodóvar hilara delirantes argumentos cinematográficos sobre la homosexualidad (Laberinto de pasiones), la pedofilia (¿Qué he hecho yo para merecerme esto?) y la violencia de género (¡Átame!). No sé si Almodóvar pretendía ser una especie de Pasolini con toques de Woody Allen, pero el director manchego solo añadió una pincelada de modernidad al landismo, ese subgénero del cine español que nos retrata como un país de paletos, aficionados al chismorreo y al chiste verde. La Movida surgió en las postrimerías del gobierno de Suárez. Tal vez esa apoteosis de frivolidad y cinismo constituya la mejor expresión del cambio experimentado por España. Los nuevos tiempos permitieron que los quioscos de prensa se llenaran de revistas eróticas y la heroína fluyera libremente por las calles, pero –como señaló Vicenç Navarro hace mucho tiempo- la banca y la patronal conservaron e incrementaron sus privilegios, mientras se contenían los salarios, el gasto social y se aplicaban reformas fiscales favorables a las rentas más altas. No es una casualidad que sólo Letonia nos aventaje en desigualdad en la UE. Se han decretado tres días de luto nacional para honrar la memoria de Suárez. Yo reservaría esa manifestación de duelo para las incontables víctimas del franquismo, que aún siguen en barrancos y cunetas, esperando una justicia cada vez más improbable.
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