Afganistán: solo desierto y sangre

Afganistán: solo desierto y sangre

Guadi Calvo*. LQS. Mayo 2021

La retirada norteamericana, no solo significa reconocer una nueva derrota, por más que intenten disimular, como lo han sido las de Iraq, Siria, Somalia y Yemen y aunque no se puede definir como tal, el desastre que ha provocado en Libia, no deja de ser un eslabón más en la trágica secuela de desaciertos en lo que va del siglo, que hace que Vietnam, a la distancia, parezca casi una anécdota

El primero de mayo, los 2.500 efectivos norteamericanos juntos a los 7.000 de sus socios de la coalición occidental, que invadieron Afganistán en 2001, iniciaron la retirada total del país, tal como lo había anunciado el presidente Joe Biden, el pasado catorce de abril, faltando a los acuerdos de Doha (Qatar) de febrero del 2020, entre la administración Trump y los Talibanes.

Acuerdo en los que los norteamericanos se comprometieron en que el primero de mayo, estaría finalizada la retirada. Biden estableció, “por problemas logísticos”, de manera unilateral que recién en esa fecha se iniciaría la evacuación de las tropas, la que terminará el día once de septiembre, cuando se conmemoren los veinte años de los ataques a las torres de Nueva York. El episodio que dio la excusa al entonces presidente George W. Bush, para invadir el país centro asiático que le costó a Washington la vida de más de 2.400 militares y dos billones de dólares. Mientras significó para Afganistán, más allá de la devastación de su territorio, la muerte, según cifras “muy” oficiales, de unas 241.000 personas, además de los centenares de miles de muertes que Bush hijo y sus sucesores en la presidencia, ahogando en sangre naciones enteras, provocaron con su guerra global contra el terrorismo, con la que nada bueno han logrado para la humanidad.

A medida que se acercaba mayo, los informes sobre ataques, atentandos y muertes en gran escala o selectivas, se comenzaron a suceder con velocidad de vértigo, habiéndose registrado más de cien ataques el día cuatro, contra las fuerzas de seguridad y otras instalaciones gubernamentales en 26 de las 34 provincias.

El viernes treinta, un camión con explosivos detonó al sur de Kabul, matando a 27 personas. El sábado primero, un profesor de la Universidad de Kabul, fue asesinado a tiros, como parte de una campaña de asesinatos selectivos iniciada hace varios meses donde eran “seleccionados” periodistas, trabajadores de la salud, funcionarios, jueces e intelectuales. También el sábado el aeropuerto de Kandahar fue atacado con cohetería, cuando un pequeño grupo de las fuerzas estadounidenses, desmantelaban lo poco que quedaba de su base. El martes, un alto oficial de la policía fue asesinado en la provincia de Paktika. Este miércoles cinco, milicianos, después de horas de combate, desalojaron a hombres del Ejército del distrito de Barka, en la provincia norteña de Baghlan.

Hechos que muestra claramente la voluntad de la jefatura del Taliban, negándose a aceptar la prórroga de Biden, considerando que, a partir del primero de mayo, tenían las manos libres para atacar a cualquier tropa extranjera que se encuentre dentro del país, torpeza que la fina diplomacia del Taliban no va a cometer. Pero si, y como se esperaba, incrementó la dura embestida militar, que viene en escalada, particularmente desde que se interrumpieron las conversaciones intra afganas en octubre pasado, contra diferentes objetivos del Ejército Nacional Afgano (ENA), en casi todas las provincias del país, demostrando así su capacidad para operar en los distintos frentes que abre y cierra prácticamente a su antojo. Las acciones de los insurgentes durante 2020, según datos de las Naciones Unidas, provocaron la muerte de tres mil civiles, mientras aproximadamente otros seis mil resultaron heridos. Solo en la ciudad de Kabul, la capital, el lugar más protegido del país, con 4.5 millones de habitantes, el año pasado se produjeron 255 muertes y 562 heridos.

Los choques más duros de la escalada iniciada el día primero, se dieron en la siempre disputada provincia de Helmand, donde a lo largo de estos veinte años, tanto ingleses, como norteamericanos han sufrido la mayoría de sus bajas, donde se encuentran los grandes sembradíos de amapola para la elaboración del opio y la heroína, cuyo tráfico, unos dos mil millones de dólares al año, es una de las más importantes fuentes de financiación para los muyahidines, quienes en este momento se encuentran en una situación de fortaleza, como nunca desde la invasión norteamericana en 2001.

Los combates más encarnizados se libran en los alrededores de la ciudad de Lashkar Gah, la capital de Helmand, con unos 45 mil habitantes, donde según informes oficiales, siempre poco creíbles, el ENA habría matado a cien milicianos, sin dar a conocer el número de bajas propias. Los enfrentamientos comenzaron, el tres de mayo, con el asalto contra la base conocida como Camp Antonik, que los estadounidenses habían entregado a las fuerzas afganas, el día anterior. Los combates han provocado que unas mil familias hayan tenido que escapar del área. Según reportes, la ofensiva también se realiza en otros puntos de la provincia. Mientras el talibán, informaba que mataron a decenas de soldados, datos tan pocos confiables como los oficiales.

Las operaciones en Helmand, no son un hecho aislado, ya que desde el primero de mes se han reportado ataques, siempre contra blancos del ENA, en al menos otras seis provincias, entre las que se incluye Ghazni, donde el sábado primero, los insurgentes atacaron una base militar, esencial para la seguridad de la provincia, matando a varios soldados y tomando prisioneros a casi un centenar.

El Pentágono, al parecer no ha dado mayor importancia a los combates, en sus declaraciones del día tres, John Kirby, el portavoz del Departamento de Defensa, informó: “Hasta ahora no hemos visto nada que haya afectado la reducción (de tropas), o que haya tenido un impacto significativo en la misión en cuestión”. Por lo que continuaría sin prorrogas la retirada que hasta el día cuatro, se había cubierto entre el dos y el seis por ciento. Todos los efectivos tanto norteamericanos como europeos, están siendo dirigidos a Bagram, a unos sesenta kilómetros de Kabul, la más importante que todavía mantiene Estados Unidos en el país, desde donde serán transportados a sus lugares de origen. Mientras ya había sacado del país un equivalente a 60 aviones C-17 en material y entregado para su destrucción más de 1.300 equipos de combate.

En las últimas horas del viernes treinta, un coche bomba que estalló en Pul-e-Alam, la capital de la provincia oriental de Logar, mató a una treintena de efectivos del ENA, mientras que otros diez habían muerto, tras la explosión de un dispositivo que los milicianos consiguieron detonar, bajo un puesto de avanzada del ejército, introducido a través de un túnel, en la provincia suroeste de Farah el lunes tres.

Veinte años, no es nada

La retirada norteamericana, no solo significa reconocer una nueva derrota, por más que intenten disimular, como lo han sido las de Iraq, Siria, Somalia y Yemen y aunque no se puede definir como tal, el desastre que ha provocado en Libia, no deja de ser un eslabón más en la trágica secuela de desaciertos en lo que va del siglo, que hace que Vietnam, a la distancia, parezca casi una anécdota.

Afganistán, quizás sea el epitome de la torpeza norteamericana, que tras veinte años de sangrienta ocupación y en una guerra asimétrica como pocas que se recuerden, haciendo uso de infinitos recursos materiales no solo de ellos mismos, sino también de socios, como Reino Unido, Francia, Alemania entre otras potencias militares, al momento iniciada la retirada solo controla el cincuenta por ciento del territorio. Una de las razones primordiales por lo que ha descendiendo a aceptar que prácticamente está escapando de allí, lo que se confirma con el paper confidencial, que se acaba de conocer, que Washington todavía no ha negado, donde además de lo acordado en Doha sobre que los talibanes no atacarían blancos norteamericanos después de febrero del 2020, existía una cláusula secreta en que los mullah se comprometerían a establecer “anillos de seguridad”, en torno a los objetivos estadounidenses, para prevenir ataques tanto del Daesh Khorasan como de sus “intermitentes” aliados de la Red Haqqani, que con mucha frecuencia operan de manera independiente a las decisiones del máximo líder talibán el mullah Hibatullah Akhundzada, más allá de que el emir e hijo del fundador de la Red, Sirajuddin Haqqani, es uno de los comandantes de mayor rango en la estructura del Talibán. Lo que ha quedado en duda con la llegada de mayo ya que según declaraciones del alto mando Taliban: “Hasta ahora nuestro compromiso de no atacar a las fuerzas extranjeras es hasta el primero de mayo, después de eso, si atacaremos o no es un tema en discusión”. Aunque resulta improbable que lo haga, ya que sería una provocación, hostigar a un enemigo tan poderoso, a poco más de menos de cinco meses, de que se retire derrotado y sin tiempo para definir sobre los 17 mil afganos, con diferentes grados de colaboracionismo, que esperan sus visados para viajar a Estados Unidos, sabiendo que están condenados a muerte, penas que se ejecutaran indefectiblemente más temprano que tarde.

Por otra parte, expertos militares coinciden en que el presidente Ashraf Ghani, deberá abandonar el sur del país a manos de los mullah, si pretende mantener otras regiones más “apacibles”.

Más allá de lo que suceda con los acuerdos de Doha y las conversaciones intra afganas después del once de septiembre, Afganistán inicia una vez más un año cero, lleno de turbulencias, donde dos tercios de los casi cuarenta millones de habitantes viven por debajo del umbral de la pobreza, con cerca de cinco millones de desplazados internos, sin infraestructura y sin industria, donde todo es solo desierto y sangre.

* Escritor y periodista argentino. Publicado en Línea Internacional
Afganistán – LoQueSomos

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