Biombo
Tienen pocos clientes, si es que tienen alguno. Durante el atajo por la Malasaña que da a Gran Vía, no veo a nadie que se les acerque y pregunte. Al parecer, el frente común de fundamentalistas cristianos y moralistas anticuerpo ha conseguido su objetivo, incluso antes de que entren en vigor las multas anunciadas: criminalizar la prostitución y convertir la marginalidad a plena luz de las prostitutas en marginalidad oculta y multiplicada por dos. Desde luego, no acabarán nunca con el que llaman el oficio más antiguo; la realidad no desaparece porque se instale un biombo ante ella, y mucho menos cuando responde a algunas de las mayores necesidades y desigualdades de nuestra condición: sexo, afecto, belleza, compañía. Pero pueden joder la vida a la gente. Y bien que se la joden.
Esto es como tantas cosas, una obviedad dentro de una obviedad que se conoce de sobra y que se prefiere desconocer. La vida de los trabajadores sexuales, la situación de los presos, los centros de internamiento de inmigrantes, los golpes y palizas en comisarías. Paradójicamente, las víctimas de los peores casos de explotación, los más excluidos entre los excluidos y los más olvidados entre los olvidados son los menos relevantes no para el sistema, lo cual es obvio, sino para muchos de los que afirman luchar contra él. Toda víctima envuelta en una respuesta incómoda supone un ataque a los prejuicios y las graves carencias culturales que suelen ser propias de toda mayoría moral. En ese aspecto, no hay diferencia entre los miles y miles de presos preventivos que se apiñan en las cárceles y las prostitutas del centro de Madrid; unos justifican que se les niegue la libertad y otros lo lamentan y olvidan: no son víctimas para un casus belli.
Por mi parte, reconozco que sólo me importan los presos y las putas. Bueno, no es que me importen sólo ellos; es que ya no me creo nada, ni una sola palabra, de ningún mundo presente o futuro que los considere un factor secundario. Incluso al margen de lo que significa abjurar de los más débiles, queda el hecho inadmisible de lo que significa abandonar el pensamiento. Si no se es capaz de asumir las respuestas incómodas, no se es capaz de crecer ni, en consecuencia, de crear algo mejor.
* Escritor y traductor literario. Editor del diario La Insignia