Bombas de racimo. El inicio
Por Tomás F. Ruiz.
Los rayos del sol naciente pugnaban por despuntar tras el horizonte desnudo. Como cada mañana antes del amanecer, un viento díscolo barría caprichosamente el silencioso paisaje del desierto.
El alba huía derrotada ante el inminente comienzo del día.
La apacible quietud de aquel mágico momento se vio rota por un ensordecedor rugido. Los dos cazas atronaron al irrumpir en el diáfano cielo. Las estelas blancas de los reactores cortaban como cuchillos el firmamento. Desde la cabina de sus aviones, los pilotos veían zigzaguear bajo ellos los retorcidos cursos de las ramblas, abriendo oscuras quebradas sobre el suelo tosco y reseco. Rugosas colinas y páramos yermos marcaban hasta el horizonte aquel desolado terreno. Abruptos barrancos y romas mesetas se sucedían con una continuidad monótona. Sobrevolaban el sur de la península arábiga. La vegetación prácticamente no existía sobre aquel paisaje baldío y muerto.
Los pilotos descendieron hasta un centenar de metros. Cuando pasaron sobre el poblado de Al Majalah, pudieron ver una veintena de chozas arremolinadas en torno a un pozo. El sol acababa de despuntar y hería con su luz cegadora los encalados muros de las casas. Algunos campesinos madrugadores se afanaban en cultivar la tierra agrietada que contenían sus cercados. En torno al aljibe, varias mujeres achicaban agua y la transportaban en pesados cántaros. Había niños jugando a perseguirse por entre los toscos cobertizos de la aldea.
Hacía más de una hora que los pilotos habían despegado de su base y este era el primer asentamiento humano que encontraban en el desierto. Una sequedad extrema, junto a una abrasadora temperatura que a mediodía alcanzaba los cincuenta grados, hacían muy difícil sobrevivir en aquellas áridas tierras.
Vieron algunas cabras desperdigadas por los alrededores del poblado. Con sus hocicos olfateaban por entre las rendijas de las rocas. De vez en cuando escarbaban con sus pezuñas, buscando brotes silvestres y raíces secas bajo aquel huraño y estéril terreno. Los pilotos distinguieron también a uno de los pastores encaramado sobre una roca, inmóvil como una estatua, guardando en la distancia sus rebaños.
Los habitantes de Al Majalah, acostumbrados al paso de aviones militares, apenas si se molestaron en mirar sobre sus cabezas cuando escucharon a los F-18 sobrevolar su poblado. El estruendo de sus reactores había dejado de inquietarlos. El retumbar de los cazas sí que asustó a las cabras, que se sobresaltaron y corrieron espantadas cuando las naves rasgaron el cielo.
Tras su primer vuelo de reconocimiento, los pilotos giraron para realizar un segundo pase. Esta vez lo hicieron a una menor altura, para examinar más detalladamente el terreno. No descubrieron nada nuevo. Aquel lugar no parecía corresponder al objetivo militar que les habían indicado.
El teniente al mando de la operación encendió la radio y pidió confirmación de las órdenes a sus superiores.
-Objetivo localizado –indicó escuetamente-. Repito: hemos localizado el objetivo. Tras dos vuelos de reconocimiento no se aprecian evidencias positivas que lo identifiquen como un campo de entrenamiento para guerrilleros. Repito: no se observa indicio alguno de actividad terrorista en el objetivo. En apariencia se trata de una simple aldea de pastores. Solicitamos reconfirmación de las órdenes.
La respuesta no se hizo esperar.
-El objetivo es correcto –le indicaron-. Procedan sin demora y bombardeen el poblado. No realicen más pases de reconocimiento. Corren el riesgo de ser alcanzados por un misil enemigo.
-Recibido –corroboró el piloto-. Procedemos a ejecutar las órdenes de inmediato.
Fue en el tercer pase cuando finalmente los aviones lanzaron su mortífera carga.
Los pilotos accionaron los dispositivos que abrían las compuertas inferiores. Dos proyectiles pesados se desprendieron de cada una de las naves a más de un centenar de metros por encima del poblado. Apenas se vieron en el aire, estos proyectiles se abrieron y escupieron una densa nube de pequeños cilindros negros.
Vistos desde el suelo, aquellos puntos negros que cubrían el cielo semejaban un apretado enjambre de oscuros y amenazantes insectos.
Protegiéndose la vista con el dorso de sus manos, los habitantes del poblado levantaron sus cabezas y miraron con resquemor hacia la inquietante nube que se formaba sobre ellos. En un primer momento, supusieron que se trataba de una operación convencional de abastecimiento. Sabían que esa era la forma habitual que tenía el ejército de proveer de todo tipo de suministros a las posiciones militares más avanzadas en el desierto.
Cuando todos estos pequeños cilindros estallaron al unísono, con un estampido tan atronador como inesperado, los aldeanos comprendieron que estaban siendo bombardeados. No les dio tiempo siquiera de cobijarse bajo ningún techo. Como si de una tormenta de granizo se tratara, la letal lluvia de dardos incandescentes cayó sobre ellos. Fue una avalancha ensordecedora, un alud de mortífera metralla que hizo temblar la tierra y levantó una nube de polvo ardiente sobre el suelo. El aire se desgarraba bajo la demoledora tempestad de púas ardientes, la tierra crujía bajo aquella inesperada lluvia de fuego. Los pequeños proyectiles silbaban en su mortal trayectoria, incrustándose ferozmente en la carne de los campesinos que cultivaban la tierra, rasgando las túnicas de las mujeres y los niños que había en torno al pozo.
En apenas unos segundos la aldea se empapó de un penetrante hedor a carne humana. El suelo se cubrió con la sangre fresca de las víctimas. Manchas de un rojo intenso salpicaron las paredes encaladas de las modestas chozas.
Los pilotos hicieron un cuarto pase a medio centenar de metros.
El objetivo se encontraba ahora envuelto en una espesa nube de humo y polvo. Dentro de ella, los aterrados supervivientes de la masacre intentaban huir del infierno en que se había convertido su poblado. Dominados por el pánico, corrían de un lado para otro, tropezando con los cadáveres mutilados que se esparcían por el suelo; asfixiados por el polvo ardiente que los envolvía, tosían y se convulsionaban; cegados por el humo de las explosiones, se frotaban los ojos enrojecidos, sin dar crédito a la devastación que se había abatido sobre ellos.
Mientras hacían el nuevo pase, a menor velocidad que los anteriores, los pilotos distinguieron la silueta de una mujer que llevaba en sus brazos el cuerpo destrozado de un niño. La mujer se arrastraba penosamente por el suelo, tratando de escapar de la asfixiante nube tóxica que envolvía a todo el poblado. Tosía convulsivamente y su rostro estaba empapado en sudor, ennegrecido por el polvo y el humo. Cuando escuchó a los aviones sobre ella, levantó el cadáver hacia el cielo, mostrándoles lo que habían hecho con su hijo. En apenas unas décimas de segundo, los pilotos pudieron distinguir el ensangrentado y mutilado cuerpo del niño.
El teniente al mando de la operación requirió instrucciones a sus superiores.
-Misión cumplida –informó-. Solicito permiso para un nuevo pase de reconocimiento.
-¿Con qué objeto? –le preguntaron desde la base.
-Valoración de bajas y evaluación de daños para prestación de asistencia médica a los heridos.
-No habrá ningún nuevo pase de reconocimiento, teniente –le ordenaron tajantemente-. No necesita evaluar las bajas. Correría un riesgo innecesario. Pronto llegarán las unidades de tropas especiales que se ocuparán de los supervivientes. Su misión puede darse por concluida. Vuelvan a la base de inmediato.
Los dos aviones tomaron altura y enfilaron en dirección norte. Mientras se perdían en la distancia, sus reactores rasgaron con blancas estelas el cielo azul cobalto.
Cuando se despejó la densa nube levantada por el bombardeo, los habitantes de Al Majalah fueron testigos de los mortíferos efectos de aquel imprevisible e injustificado ataque a su poblado. Había más de medio centenar de cuerpos abatidos por el suelo: la mayoría de mujeres y niños. Otro medio centenar de personas estaban gravemente heridas y yacían diseminadas por todo el perímetro de la aldea, algunas de ellas con sus miembros colgando o completamente amputados. Las que aún se encontraban conscientes, chapoteaban patéticamente en los charcos de sangre que se habían formado bajo sus cuerpos.
Los escasos supervivientes que resultaron ilesos, levantaban sus manos suplicantes hacia el cielo e imploraban clemencia a gritos. No entendían el por qué habían sufrido un ataque tan bárbaro e injustificado.
Los oficiales que habían planeado aquella operación sabían que el objetivo no era otra cosa que un poblado de pacíficos pastores. Precisamente su insignificancia y su aislamiento en medio del desierto lo habían convertido en el lugar ideal para experimentar un modelo avanzado de proyectil de racimo.
El teniente al cargo de la misión informó desde el principio a sus superiores de que aquel objetivo no correspondía a lo que se le había informado. Los oficiales se mostraron inflexibles y le ordenaron ejecutar el bombardeo.
La fase final de la misión, la eliminación de todos los supervivientes de la masacre, no se pudo llevar a cabo. Un convoy de ayuda humanitaria, perteneciente a la Media Luna Roja, pasaba casualmente en aquellos momentos no lejos del objetivo. Desde el convoy observaron el ataque aéreo y desviaron su trayectoria hasta el poblado. Su oportuna presencia impidió que las tropas especiales, llegadas quince minutos después, aplicaran la fase final y eliminaran a todos los habitantes que habían sobrevivido al bombardeo. Tras una tensa negociación, a los médicos de la Media Luna Roja se les permitió ayudar a los supervivientes y evacuar a los heridos. Antes de entregarlos, los militares se ocuparon de intimidarlos para que guardaran absoluto silencio. Nadie debería hablar de los detalles de aquel bombardeo. No había habido cazas sobrevolando el poblado. Esa lluvia de fuego nunca había nunca existido. Aquellos que se negaron a acatar las órdenes de los militares no fueron entregados al convoy humanitario.
A pesar de que los médicos y sanitarios de la Media Luna Roja trabajaron intensamente todo el día aplicando curas de emergencia, no pudieron evitar que casi todas las víctimas heridas por la metralla se desangraran y perdieran la vida. Las pocas que fueron salvadas presentaban unos miembros tan destrozados que más tarde tendrían que serles amputados.
Cuando los camiones del convoy abandonaron el lugar, los soldados amontonaron los cadáveres de las víctimas, los rociaron con gasolina y les prendieron fuego. Una densa nube de humo negro se levantó sobre el cielo raso del desierto.
Dentro de los camiones de la Media Luna Roja, mientras el convoy se alejaba del poblado, los supervivientes de la masacre lloraban en silencio; sabían que ya nunca podrían enterrar dignamente los cuerpos de sus seres amados.
Aquel bombardeo contra una población civil indefensa había infringido todos los tratados internacionales y violado todos los acuerdos sobre derechos humanos. A pesar del carácter secreto de la operación y de cómo se borraron todas las pistas de la matanza, fue inevitable que algunas noticias se filtraran a la prensa. Desde varias organizaciones humanitarias se exigieron explicaciones sobre lo que allí había sucedido. Los organismos internacionales se vieron obligados a abrir una investigación al respecto.
A los delegados encargados de la investigación se les proveyó de un informe en el que se detallaba un inexistente enfrentamiento entre fuerzas militares y elementos insurgentes parapetados en aquel poblado. Los cadáveres que aparecían en las fotografías del informe, con detalles truculentos como decapitaciones y mutilaciones de miembros, eran atribuidos al comando terrorista que había tomado la aldea. En ningún punto de este informe se hacía referencia alguna ni al bombardeo ni al paso de las fuerzas especiales por el poblado.
Representantes de varias organizaciones internacionales de derechos humanos se reunieron para examinar los informes. El estado en que había quedado el poblado evidenciaba sin lugar a dudas un ataque aéreo, aunque nunca se habló de él en las alegaciones. En las conclusiones finales que se emitieron no se habló de la nacionalidad que tenían las tropas atacantes ni de las razones que justificaron aquella matanza. Tampoco se hizo mención alguna sobre el tipo de munición explosiva –bombas de racimo- que allí había sido utilizada.
Las escasas voces que aún se levantaron contra la masacre fueron pronto acalladas y en un par de semanas el asunto quedó archivado.
Por su parte, las fuerzas armadas locales, en coalición con la alianza occidental que operaba en la zona, lo calificaron como una brillante maniobra táctica llevada a cabo contra fuerzas insurgentes. En los registros militares quedó identificada como operación militar realizada con éxito: el enemigo que se ocultaba en aquel poblado había sido completamente aniquilado.
Como solía ocurrir con este tipo de munición, algunos proyectiles de los que contenían aquellas bombas de racimo no explotaron y quedaron diseminados por entre las ruinas del poblado. Bajo el código de barras que llevaban impreso en su cónica superficie, venía el nombre de la empresa fabricante de aquel letal ingenio: “Cluster Grapes (CT-Spain)”.
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