Brasil o el retrato de Dorian Gray
El narcisismo y el mito de la eterna juventud le pasaron factura a Dorian Gray, personaje de la novela de Oscar Wilde. Ocultando sus miserias bajo su retrato, Gray contemplaba que la pintura envejecía y emponzoñaba, absorbiendo sus vicios, mientras él permanecía lozano. Así, vivía entre la mentira, la cobardía, la corrupción y el asesinato. Buscó salida bajo una fórmula sencilla, reconoció, con la boca chica, sus debilidades, pero el cuadro seguía putrefacto. Harto y desesperado, en un ataque de ira, acuchilló su imagen. El resultado no pudo ser más funesto, mientras la pintura retomaba su forma original, Gray envejecía hasta la muerte, quedando su cuerpo irreconocible.
No creo que el gobierno y la élite política brasileña cambien. Sin duda, harán reformas, pactarán y abrirán canales de diálogo, todo ello con la boca chica. Tampoco se suicidarán. Brasil sufre el síndrome de Dorian Gray. Se quiere demasiado, sufre de narcisismo y autocomplacencia. La mayoría de los análisis, salvo excepciones, se ubican en este terreno. O bien presentan las movilizaciones sociales como resultado exitoso del modelo, o sólo se fijan en las protestas como un caldo de cultivo para desestabilizar, desde la derecha y la izquierda inconformista. En este caso, llaman a cerrar filas con el gobierno de Dilma Rousseff para evitar el retorno de una derecha cavernícola. En el fondo, ambas interpretaciones ocultan las contradicciones de un proyecto concentrador, se quiera o no, generador de nuevas y profundas desigualdades, apoyado en una clase política, a cuya mayoría no le incomoda vivir con altos niveles de corrupción, cohecho, tráfico de influencias, abuso de poder y enriquecimiento ilícito.
Entre las primeras reflexiones que avalan esta manera de enfocar la crisis se encuentra José Sarney, ex presidente de Brasil entre 1985 y 1990. Su tesis no tiene desperdicio. En un artículo periodístico, titulado El tsunami de Brasil, escribe: “Los datos macro y micro económicos son buenos…, en 10 años el sueldo mínimo subió 330 por ciento, el crédito se expandió de 22 a 54 por ciento del PIB y tras el ascenso a la nueva clase media de 42 millones de personas el consumo explotó. El gobierno tiene 65 por ciento de aprobación. El grado de felicidad con la vida también es muy alto. Los encuestadores preguntan: ¿Brasil es un buen lugar para vivir? Respuestas: bueno u óptimo, 76 por ciento; regular, 18 por ciento; malo o pésimo, 5 por ciento. En el sector externo las reservas cambiarias son de 378 mil millones de dólares y Brasil es el cuarto destino mundial de la inversión de capitales, con 65 mil millones de dólares en 2012. Su conclusión es un elogio a la desvergüenza. Sarney apunta: Las protestas tienen dos frentes…, no son 20 centavos de real, sino el tráfico (…), la tardanza de tres horas al día para llegar al trabajo respirando aire contaminado…, llenos de estrés y sufriendo la lentitud de 18 kilómetros de medio por hora en el tránsito, como carrozas de la Edad Media, y el segundo: La inseguridad y el miedo. 78 por ciento de los brasileños dejan sus casas con mucho miedo a ser asesinados. De este modo, la población de las grandes ciudades posee automóviles, llega a sus casas y encuentra un televisor, heladera, radio, todo tipo de equipos domésticos, pero pierde 10 por ciento de su tiempo, diariamente, en trasportarse, asombrada por el miedo y el estrés. Los brasileños, dice, han descubierto una infelicidad feliz. Se sienten insatisfechos, por una democracia harapienta; exigen más.
Bajo esta luz cegadora que encandila se esconde una zona de penumbra y oscuridad. A medida que nos alejamos del foco, emerge otra realidad. Durante mucho tiempo Brasil, su élite política y empresarios, jugaron al discurso de la integración, la lucha contra la pobreza, la incorporación de millones de brasileños a una nueva clase media. Sus dirigentes sacaron pecho. La derecha, la socialdemocracia y la izquierda institucional, se jactaron de tener un proyecto común. Una idea de Estado, una forma de encarar el futuro. Y lo comprobamos al ver cómo unos y otros se apoyan en los datos macroeconómicos y los proyectos sociales para derivar las protestas al campo de las insatisfacciones personales. Han desconocido las contradicciones de un proceso cuyos vaivenes transitan entre el igualitarismo keynesiano, los deseos de justicia social, la economía de mercado y las peculiaridades de un estilo de desarrollo capitalista trasnacional. Ingredientes necesarios para comprender el estallido social bajo otro prisma, el descrédito y la deslegitimación de un proceso que se agota.
Los megaproyectos deportivos, mundial de futbol y las olimpiadas, son el caldo de cultivo para hacer negocios, privatizar estadios, expropiar terrenos y expulsar a miles de familias de sus precarias casas, en un país cuyo déficit de vivienda alcanza 5 millones. Igualmente, la explotación de la soya y los agrocombustibles generan pingües beneficios, potenciando el latifundismo, el poder de las oligarquías terratenientes y las trasnacionales, sin olvidarnos del desastre ecológico y la deforestación, propias del monocultivo. Raúl Zibechi, en su más reciente libro, Brasil potencia, da buena cuenta de ello.
Frei Betto, ex confesor y amigo personal de Lula, escribió en 2006 un texto que daba cuenta de la desafección. La mosca azul. En él puso de relieve el alejamiento del proyecto inicial de Lula y su complacencia con empresarios, banqueros, empresas transnacionales y terratenientes, pasando a ser, Lula, un buen interlocutor en Davos. Hoy, en una aproximación a las movilizaciones, Frei Betto escribe: El mensaje de las calles es sencillo: nuestros gobiernos se han alejado de la base social. La sociedad política se divorció de la sociedad civil. Y más adelante: Ahora el gobierno se inventa el discurso de que sin partidos no hay política ni democracia. Pero basta con una hora de clase de enseñanza media para aprender que la democracia nació en Grecia muchos siglos antes de la era cristiana y mucho antes aún de la aparición de los partidos políticos.
Las reformas y los cambios emprendidos con los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso, Lula y Dilma Rousseff han permito crear un mito: la grandeza de Brasil. Roberto Unger, quien fue ministro extraordinario de asuntos estratégicos de Lula, lo tenía claro al señalar su objetivo: De repente, Brasil se levantará…, reinventará el desarrollo en el momento mismo de relanzarlo. Democratizará el mercado, descentralizando el acceso a los recursos productivos… No aceptará tener que escoger entre un Estado que poco hace por la producción y un Estado que, en nombre de la producción, distribuye favores paniaguados. Gobiernos y empresas trabajarán juntos, sin privilegios, para identificar lo que debe hacerse.
No hay mucho más que agregar. Lo han hecho. Un gobierno coaligado con las empresas, que gobierna para ellas, con ellas, bajo un manto de poder corrupto. Y el pueblo, ¿dónde está? Pidiendo participación democrática. Nuevamente Frei Betto: He ahí el mensaje, gobierno del pueblo, con el pueblo y para el pueblo.