Casamiento
Daniel de Cullá. LQSomos. Noviembre 2014
Esta vez, no sé si será la única, los novios no vamos a ir separados hasta la puerta de la iglesia, que vamos a ir juntos. Sí, juntos. Ved, vamos cogidos del brazo, medio atolondrados por la celebración y calentamiento pecaminoso hasta el rojo albo que se dibuja en los mofletes de mi novia, que lleva una especie de cofia o redecilla donde se recoge el pelo.
Marcho con gravedad y afectación, (los que miran para curiosear así lo afirman), mi novia va elegante, de blanco, me parece una albañila, cierta clase de abeja, su vestido, en su cintura, dibuja una tripita muy linda, pero no va como otras novias que van al casamiento con el pajarito dentro Ella no, pues ella ha querido conservarse virgen por arcano o cosa secreta. Dice que ella no quiere ser una curiela, muy paridora, ni pa’ dios. Yo no he conseguido, siendo novios, conjugar con ella el verbo “ follar “, que en Gramática es “Afollar”, soplar con fuelle, pero sí el verbo lamer, que algún sarro o mirra, mirranga, partícula pequeña cual cierto manjar de “palominos” me quedó en los labios al besar ardiente y chupar sus labios ribereños al Monte de Venus.
Yo tengo el pelo de la curseta o badajo de color blanco amarillento. “Tienes los huevos como los de gallina, “majete””, me dice ella, que tiene su Curiquingui o Chirla en especie de mata con flores amarillas alrededor de los labios cual carta amorosa o cédula real.
Mi futura esposa es de Albadalejo de los Freires, en Ciudad Real, yo de Albadalejo del Cuende, en Cuenca, y nos casamos en la iglesia de Albalate del Arzobispo, en Teruel, porque allí viven sus padres.
Mientras nos acercamos a la iglesia, le digo al oído: “Misi (ella se llama Misia), mi vida, mi pimpolla glande pronto renacerá al pie de tu Curiquingui”. Y llegaremos a la pasión celebrando la vida, muerte y resurrección del gallo montando la gallina, tú celebrando mi erección enfundándomela”.
Ella me miró con ojos llorosos, pero no dijo nada. Aunque la veo alterada por el asunto de que se trata. Recuerdo un día que, paseando, me contaba que ella preguntó a su madre que qué era eso de la luna de miel, y que de qué manera se resuelve ese negocio del chisme. A lo que su madre contestó:
– Hija, ya verás lo que va a pasarte. Iréis desnudos a la cama, él te esperará erecto, y tú le cogerás el badajo, y lo guiarás hacia el agujero de tu campana. Pero no temas salir por el albañal, que a todas las novias les sale mal la noche de bodas, aunque hayan practicado en el noviazgo. Aunque, y cuídate, tú lo pasarás peor pues eres una novia antana, novia que va a celebrar la jodienda por primera vez. Que amar es follar y, también, dejarse follar.
Miro a mi novia.¡Qué ganas tengo de abrazarle toda¡
Nos hemos casado, salimos entre granos de arroz y confetis. No vamos a hacernos las fotos de rigor, ni vamos a celebrarlo, pues quiero primero saber a qué sabe la luna de miel. Mañana comeremos en un restaurante de pro.
Llegó el momento. Estamos en una casa o albergue alquilado. La habitación que hemos ocupado me parece un piso del cretáceo inferior, como en alberca, sin techo y con sólo las paredes. Una cueva donde se recogen y copulan las bestias o fieras. Yo estoy tumbado sobre la colcha de un lienzo blanco con adornos a manera de red o con encajes de hilo, representando flores y animales, en la cama, panza arriba. Me pongo una almohadilla o cojín debajo del culo para elevarle y hacer más largo el badajo, especie de tomillo o pino albar, y que entre mejor en su cuba, aunque ella me dice que parece mi pene un mestizo de chino y geníza. Ella se está desnudando delante del espejo. Veo que se ha escrito un tatuaje en la vagina. Leo: “no se vende ni se alquila”.
-¿Vienes, mi amor?, le pregunto. Mira cómo lardea el pájaro para que le ases. Voy a freírte tu lonja de tocino hasta que quede como oreja de cerda frita.
Yo muevo de un lado al otro, con las dos manos, el badajo o especie de camelote de Levante, en tejido de cabrón y lana, mi “picha de color carmesí y glande blanco de domar potras”, como ella decía.
-Sí, ya voy, responde ella. Calla por un momento, y sigue, nerviosa y gritando: No quiero ponerle capirote a ese tu pájaro de rapiña, ni ser albarda sobre albarda. No quiero someter mi amor al tuyo. No quiero macerar tu cáñamo en mi alberca. Al instante, se sube las bragas blancas y se pone el vestido de boda hasta la cintura. No encuentra el sujetador, y los pechos los mueve al aire. Me grita:
-Que te lluevan albardas. Y marchó sin cerrar la puerta.
En el espejo quedó grabado su Curiquingui, que me pareció una de las estrellas de la constelación del Cisne.
-Vete, hierba piojera, le grité yo. Y que te follen los enanos de Blancanieves.
Me estuve revolcando en la cama hasta que la colcha se quedó cubierta de pajas.
Al ver a su hija llegar a casa, la madre se disgustó. Le pregunta:
-Pero, ¿qué ha pasado, hija?
-Nada madre, contesta. Que no voy a soportar la bestia calzada de los cuatro remos. Que yo no quiero meterme ese palo por el culo, ni hacer guarrerías con espermas y saliva. Ni quiero ser albarda para su barriga. De mi no abusa, ni dios. No voy a tañer ese albogue, especie de flauta de la que se saca lechosa barrilla entre dos albóndigas o bolas de cabrón con pelos. Que quiero mantenerme en la infancia y juventud de mi vida.
-Bueno, hija, asintió la madre, si tu destino es quedarte en la vida para vestir y desvestir santos, que se así sea. Coser y hacer albardas, todo esto es amor y dar puntadas. Ya se ve que tú tienes diferente el lomo a las demás. Además, mejor. El porfiado albardán, bufón, truhán, no untará su pan en el jugo de tu Curiquingui, como tú bien dices.