China y Estados Unidos: ¿rivales o colaboradores?
Las relaciones de China con Estados Unidos son una preocupación importante para las clases que viven de conversar (los blogueros, los medios, los políticos y los burócratas internacionales). El análisis comúnmente se plantea la relación como una entre una superpotencia en decadencia, Estados Unidos, y un país en rápido ascenso, emergente, China. En el mundo occidental es usual que la relación se defina negativamente, y que China sea vista como una amenaza. ¿Pero una amenaza para quién, y en qué sentido?
Hay quienes ven el ascenso de China como el retorno a una posición central en el planeta, una posición central que alguna vez tuvieron los chinos y que ahora retoman. Hay quienes lo ven como algo muy reciente –como el nuevo rol de China en las fluctuantes relaciones económico-mundiales y de geopolítica del sistema-mundo moderno–.
Desde la mitad del siglo XIX, las relaciones entre ambos países han sido ambiguas. Por una parte, en ese entonces, Estados Unidos comenzaba a expandir sus rutas de comercio a China. Empezaba a enviar misioneros cristianos. A la vuelta del siglo XX, proclamó su política de puertas abiertas, que estaba menos dirigida contra China que contra las potencias europeas. Estados Unidos quería su tajada del botín. Sin embargo, muy poco tiempo después, participó con otros países occidentales en la expedición que apagó la rebelión boxer contra los extranjeros imperialistas. Y al regresar a Estados Unidos el gobierno (y los sindicatos) intentaron evitar que los chinos emigraran al país.
Por otra parte, había cierto respeto resentido hacia la civilización china. El Extremo Oriente (China más Japón) eran el locus preferido para el trabajo misionero, por encima de India y África, lo que se justificaba en la suposición de que China era una civilización más alta. Pudo haber tenido que ver con el hecho de que ni China ni Japón estaban colonizadas directamente en su mayor parte y, por tanto, no había potencias coloniales europeas que quisieran reservar sus colonias para sus propios nacionales y proselitistas.
Tras la revolución china de 1911, Sun Yat-Sen, que había vivido en Estados Unidos, se volvió una figura agradable en el discurso estadounidense. Y para el momento de la Segunda Guerra Mundial, China fue considerada una aliada en la lucha contra Japón. De hecho, fue Estados Unidos quien insistió en que China recibiera un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Es cierto que, cuando el Partido Comunista Chino conquistó la China continental y estableció la República Popular China (RPC), parecía que China y Estados Unidos se volverían enemigos feroces. En la guerra de Corea, estuvieron en bandos opuestos, y fue la activa participación militar de China del lado de Corea del Norte lo que aseguró que la guerra terminara en un empate.
Sin embargo, apenas un poco de tiempo después, el presidente Richard Nixon emprendió su famoso viaje a Pekín, se encontró con Mao Tse Tung y estableció una alianza de facto contra la Unión Soviética. El mundo geopolítico parecía ponerse de cabeza. Como parte del acuerdo con la RPCh, Estados Unidos rompió sus relaciones diplomáticas con Taiwán (pese a que continuó siendo su garante contra una invasión de la RPCh atravesando los estrechos). Y cuando Deng Xiaoping asumió el liderazgo de China, el país entró en un proceso de lenta apertura hacia las operaciones de mercado y a la integración en las corrientes de comercio de la economía-mundo capitalista.
Aunque el colapso de la Unión Soviética volvió irrelevante cualquier alianza chino-estadounidense contra ella, las relaciones entre los dos países no cambiaron en realidad. Se volvieron, en todo caso, más cercanas.
La situación del mundo hoy es una en la que China tiene un saldo significativo a su favor en su balanza de pagos con Estados Unidos, mucho del cual lo invierte en bonos del Tesoro estadounidense, socavando así la capacidad del gobierno estadounidense de continuar gastando vastas sumas de recursos en sus múltiples actividades militares por todo el planeta (y en particular en Medio Oriente), y vuelve a Estados Unidos un buen comprador de exportaciones chinas.
De tanto en tanto, es algo dura la retórica que uno y otro gobierno utiliza para hablar del otro, pero esto en nada se acerca a la retórica de la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. No obstante, nunca es bueno prestarle mucha atención a la retórica. En asuntos globales, la retórica intenta sobre todo tener un efecto político en el propio país, más que reflejar una política verdadera hacia el país al que ostensiblemente va dirigida.
Uno debería prestarle más atención a las acciones de ambos países. Resaltemos lo siguiente: en 2001 (justo antes del 11 de septiembre), en las inmediaciones de la isla Hainan, un avión chino y un avión estadounidense chocaron. Es probable que el avión estadounidense estuviera espiando en China. Algunos políticos estadounidenses llamaron a una respuesta militar. El presidente George W. Bush no estuvo de acuerdo. Él, más o menos, se disculpó con China y obtuvo el eventual retorno del aeroplano y de los 24 tripulantes estadounidenses capturados. En los varios esfuerzos de Estados Unidos por hacer que Naciones Unidas respalde sus operaciones de varias formas, los chinos han disentido con frecuencia. Pero nunca, de hecho, han vetado una resolución promovida por Estados Unidos. Pareciera que la cautela de ambos lados ha sido la línea de acción preferida, pese a la retórica.
Así que, ¿dónde nos hallamos? China, como las potencias importantes de hoy, tiene una política exterior multifacética, que está involucrada en todas partes del mundo. La cuestión es cuáles son sus prioridades. Creo que la prioridad número uno son sus relaciones con Japón y las dos Coreas. China es fuerte, sí, pero sería impensablemente más fuerte si formara parte de una confederación del nordeste asiático.
China y Japón se necesitan uno al otro, primero que nada como socios económicos y, segundo, para garantizar que no habrá confrontaciones militares de ningún tipo. Pese a algunos chispazos nacionalistas, ambos se han ido moviendo visiblemente en esta dirección. La jugada más reciente es la decisión conjunta de comerciar el uno con el otro utilizando sus propias divisas, aislándose de las fluctuaciones en el valor del dólar, que son más frecuentes que nunca. Es más, Japón sopesa la incertidumbre de que el paraguas militar estadounidense puede no durar para siempre y, por tanto, necesita entenderse con China.
Corea del Sur encara los mismos dilemas que Japón, más el espinoso problema de cómo tratar con Corea del Norte. Para Corea del Sur, China es la restricción crucial para Corea del Norte. Y para China, la inestabilidad de Corea del Norte podría implicar una inmediata amenaza a su propia estabilidad. China puede jugar en favor de Corea del Sur el papel que Estados Unidos ya no puede jugar. Y en los difíciles ajustes de China y Japón a su deseada colaboración, Corea del Sur (o una posible Corea unificada) podría jugar un papel esencial de equilibrio.
Dado que Estados Unidos percibe estos acontecimientos, ¿no es razonable suponer que intenta llegar a algún arreglo con esta suerte de Asia del nordeste confederada mientras se construye a sí mismo? Uno podría analizar las posturas militares de Estados Unidos en el nordeste, el sudeste y el sur de Asia, no como una actitud militar seria sino como una escenificación en aras de negociar en el juego geopolítico que se jugará durante la próxima década.
¿Son rivales China y Estados Unidos? Sí, pero hasta cierto punto. ¿Y son enemigos? No, no son enemigos. ¿Y son colaboradores? Son ya más de lo que les gustaría admitir, y lo serán más conforme continúa la década.
* Traducción de Ramón Vera Herrera. Publicado en el diario “La Jornada”
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