Cine: los programas dobles de antaño

Cine: los programas dobles de antaño

Por Pepe Gutiérrez-Álvarez. LQSomos.

Lo siento, pero por su propio crecimiento, uno no puede olvidar aquellos tiempos en los que las masas trabajadoras abarrotaban los numerosos cines de pueblos y de barriada. Se ha dicho que se trataba de un público que todavía vivía con fervor las tramas más simplistas –las del oeste, las de romanos, las de policías, etc.-, quizás, pero es una descripción insuficiente: primero, porque cultivar el cine no era como ser hincha de un equipo de fútbol, y segundo, porque, al mismo tiempo, podía acceder a citas como la expresada en verso libre por Sam Sheppard: “Sigo rezando / para que pongan un programa doble: / Conspiración de silencio / y / Veracruz“, en ‘Crónicas de motel’ (Anagrama).

El programa doble fue un producto del “espíritu del 45”. Antes, la gente solía asistir esporádicamente al cine, pero después de la II Guerra Mundial, el cine pasó a ser la principal distracción del pueblo. En este mismo contexto, emerge el cinéfilo, expresión de una “vanguardia” estudiantil pero también obrera. Se pasa del espectador extasiado que escoge por criterios simples, al espectador activo que asume el cine como parte de una opción revolucionaria que comprende “fenómenos nuevos” como el feminismo y la liberación sexual, y que trata de conectar con las artes, el psicoanálisis. Y para cualquier tema, hay siempre películas que ayudan y debates en noches que no acaban nunca.

Es un ambiente que tan bien describió Luís Eduardo Aute en su canción ‘Cine, cine’, que toda la vida es cine… Surgen las revistas especializadas –los Cahiers du Cinéma entre otras muchas-, de los críticos famosos y del ascenso del libro cinéfilo. Los cine-clubs se trasladaron desde las universidades a los barrios. En ellos se debate sobre qué tiene más importancia, las formas o los contenidos, hay una cierta impaciencia revolucionaria. Se podría hablar de un “movimiento” o mejor de un potencial, de algo que Bertolucci magnífica a todas luces en The Dreamers (Los soñadores, 2003). Este convierte en episodio histórico –nada menos que en el prólogo de las barricadas-, una pequeña revuelta contra la destitución de Henri Langlois –una enciclopedia cinéfila andante-, como director de la filmoteca de Paris, un “Museo” activo del cine que proyecta el legado fílmico a un precio irrisorio, un personaje, un lugar.

Sin embargo, hay algo de cierto en todo esto. Es verdad que el ambiente del 68, estaba “cargado” de cine, y chicos y chicas tienen el imaginario ocupado de filmes “comprometidos”.

Junto con los libros y las revistas, hay un amplio legado que comenzó a ser asimilado como un alimento para el pensamiento crítico. Una cosecha roja muy variada (y obviamente, muy incompleta) que atraviesa la historia del llamado Séptimo Arte y sobre el cual, sigo tratando de ilustrar desde estas modestas páginas en la convicción de la existencia de un legado fílmico, pero también de una manera de gozar de otra forma de vida en la que los sueños y la ira social crecían a la par en aquellas salas hoy ocupadas por aparcamientos o inmuebles anodinos o en locales para jugar al bingo. Y en casa, ya nada es lo mismo, todo se banaliza.

Imagen de Memoria Digital de Elche

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