Cómo ser Willy Toledo
Hace tiempo, me enviaron un correo anónimo, comparándome con Willy Toledo: “Se te está poniendo la misma cara de imbécil”. Es evidente que no tengo el carisma ni la notoriedad del famoso actor, pero a los ojos de la derecha (y de la presunta izquierda) mis opiniones me sitúan entre las hordas de rojo-separatistas y perro-flautas que pretenden destruir España. Nunca me he planteado ser Willy Toledo, pero entiendo lo que significa nadar contra corriente en una sociedad tristemente manipulada por los grandes medios de comunicación y con enormes dosis de intransigencia. En nuestro maltratado país, Willy Toledo ha malogrado su carrera por culpa de su rebeldía y de su sentido de la ética y el compromiso. Se ha atrevido a defender la Revolución cubana, la Venezuela de Hugo Chávez y el derecho de autodeterminación de los pueblos. Se ha fotografiado con el número de preso de Arnaldo Otegi, ha abogado por los derechos de los palestinos, los saharauis y los mapuches, y no ha establecido distinciones entre Libia e Irak a la hora de condenar a las intervenciones militares de la OTAN. Solidario, simpático y sin pelos en la lengua, Willy Toledo se enorgullece de haber atraído las antipatías de figuras tan execrables como Mario Vargas Llosa y Rosa Montero. No le molesta, pues sólo reconoce como enemigos a los energúmenos de la extrema derecha o a las plumas venales al servicio de un capitalismo disfrazado de economía de mercado.
No le conozco personalmente, pero me encantaría saber cómo ha sobrellevado el papel de paria apaleado por la derecha neoliberal y la socialdemocracia neoliberal. No pido excusas por la reiteración de adjetivos, pues estimo que las fronteras ideológicas entre el PSOE y el PP son simple retórica electoral. El neoliberalismo es la plaga que devasta el planeta desde el duunvirato compuesto en los ochenta por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, dos presidentes que emplearon el terrorismo de estado con inaudita desvergüenza, atribuyendo sus crímenes a la intención de propagar la libertad y la democracia hasta el último confín del planeta. La confluencia ideológica entre los partidos socialdemócratas y neoliberales se manifiesta nítidamente al leer los cinco grandes diarios de la prensa española, agrupados en la plataforma Kiosko. El País ha atacado con la misma saña que el ABC, El Mundo y La Razón a Willy Toledo. Jorge M. Reverte ha escrito en El País: “Toledo ha apoyado públicamente la dictadura de Raúl Castro en Cuba […]. Y apoya públicamente, con un lenguaje chulesco y retador, la retórica amenazante y la práctica violenta de un personaje tan siniestro como Nicolás Maduro […]. Willy Toledo me representa menos que Rajoy, porque no sé cómo se le quita”. Reverte no menciona que la dictadura de Raúl Castro es –según Unicef– “el único país sin desnutrición infantil”. Esto se debe a que el gobierno cubano garantiza una canasta básica alimenticia y promueve la lactancia materna. Además, entrega un litro de leche diaria a todos los niños de cero a siete años, junto con otros alimentos, como compotas, zumos y galletas, respetando siempre el principio de la equidad. Por el contrario, en la democrática España de Rajoy ya hay dos millones y medio de niños y niñas con graves problemas de malnutrición. Algunos dirán que no debe confundirse la malnutrición con la desnutrición y no se equivocan, pero esta distinción es tan endeble como la diferencia entre penuria y pobreza. En cuanto a la malnutrición en Cuba, según Unicef, la tasa se sitúa en el 0%. El último informe de Cáritas ha señalado que España es el segundo país de la UE con una tasa más alta de pobreza infantil. Sólo nos supera Rumanía. Cáritas ha apuntado que con 2.600 millones de euros se podría resolver el problema. Es una cantidad inferior a la que se necesita para el “rescate de las autovías”. En un gesto de cinismo e indignidad sin precedentes, Cristóbal Montoro, Ministro de Hacienda, ha afirmado que el informe de Cáritas “no se ajusta a la realidad” y que no debería provocar debates en ese sentido.
En cuanto al “siniestro Nicolás Maduro”, su presunta dictadura nace de unas elecciones libres, donde la mayoría decidió apoyar a la Revolución bolivariana, con sus imperfecciones, sí, pero también con sus grandes logros en materia social: reducción de la mortalidad infantil en un 50%, erradicación del analfabetismo, construcción de 350.000 escuelas, notable incremento del salario mínimo, pensiones para todos los trabajadores (incluidas las amas de casa y los que nunca habían cotizado), provisión de alimentos para las familias más pobres, con rebajas de un 60% en los precios (sistema Mercal), grandes inversiones en la red de hospitales y una política medioambiental que prohibió la pesca de arrastre. Se dice que en Venezuela no hay democracia, pero los grandes medios de comunicación están en manos de la oposición, que instiga sin descanso a la sublevación. El “movimiento estudiantil” que ha incendiado las calles de Caracas, saboteando servicios de abastecimiento de alimentos y reduciendo a escombros recintos universitarios, no es representativo ni defiende el bienestar común. En 1998, había 600.000 universitarios. Gracias al chavismo, el número creció hasta 2’5 millones y se construyeron 11 universidades, el 75% de carácter público. Los estudiantes que se manifiestan y aparecen en la CNN, BBC o FOX News no superan los 40.000 y casi todos están matriculados en universidades privadas. Son los hijos de las oligarquías financieras y empresariales, que perdieron sus privilegios cuando Chávez nacionalizó el petróleo para mejorar las condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos. Los supermercados no están desabastecidos, pero hay escasez de leche, harina, aceite y papel higiénico. Es una escasez artificial, planificada, semejante a la que organizó el Departamento de Estado norteamericano en el Chile de 1973 para derrocar a Salvador Allende. La guerra económica contra la Revolución bolivariana se combina con una ofensiva mediática, que infringe todos los códigos éticos del periodismo. Se han utilizado fotografías de la represión policial en España, Chile, México e incluso Egipto. Por ejemplo, se recurrió al rostro desfigurado de Unai Romano como ejemplo de brutalidad policial, pero en realidad se trata de la foto de un vasco torturado por la Guardia Civil en 2001. Es cierto que han muerto 34 personas en los disturbios, pero casi todos los casos se han producido cerca de las “guarimbas”, barricadas levantadas en las zonas residenciales que cortan el tráfico. Casi todas las víctimas han sido policías o ciudadanos que intentaban retirar las barricadas y han caído abatidos por francotiradores. Algo semejante ha sucedido en Damasco y Kiev. El director de la Red Voltaire, el periodista y activista Thierry Meyssan, ha denunciado que Estados Unidos se encuentra detrás de estos crímenes. Es altamente probable, pues su objetivo es exacerbar la violencia para forzar un cambio de gobierno. Esta estrategia es menos costosa que una intervención militar directa. El “siniestro Maduro” al que apoya el “pijoflauta” de Willy Toledo (por utilizar la expresión del inefable Alfonso Ussía) ha aplicado sanciones contra los agentes y los mandos implicados en excesos. Luisa Ortega, fiscal general, ha declarado que investiga 59 casos de presuntas violaciones de derechos humanos. Al margen ha ordenado la detención de 17 agentes. En España, un joven ha perdido un testículo y otro la visión de un ojo por culpa de las pelotas de goma lanzadas por la Unidad de Intervención Policial (UIP) durante las Marchas de la Dignidad celebradas el 22 de marzo, pero no hay ningún agente detenido o investigado. Por el contrario, Cristina Cifuentes, infausta Delegada del Gobierno en Madrid, ha desplegado su habitual agresividad verbal para defender la impecable y modélica actuación de la UIP.
Para los diarios españoles de la plataforma Kiosko, la verdad es irrelevante. Willy Toledo es un agente de Castro y del “siniestro Maduro” y vive a cuerpo de rey en La Habana, conspirando contra la democracia, la libertad y la paz mundial. En 1990, el director Spike Jonze urdió una divertida ficción cinematográfica, que narraba la insólita peripecia de un titiritero neoyorkino que logra introducirse en la mente del actor John Malkovich (Cómo ser John Malkovich). No sé si alguien ha fantaseado con deslizarse en la mente de Willy Toledo, pero yo a veces he sentido que los dos navegábamos en las mismas aguas turbulentas. No tengo su talento interpretativo ni su atractivo personal, pero he cometido las mismas imprudencias: condenar la intervención de la OTAN en Libia, simpatizar con el SAT y la izquierda abertzale, afirmar que el Estado de Israel ejecuta un programa de limpieza étnica en Cisjordania y un verdadero genocidio en Gaza, elogiar las letras antifascistas de Obrint Pas y Los chicos del maíz, cuestionar la Monarquía y la financiación pública de la Iglesia Católica, exigir la exhumación de las fosas del franquismo, denunciar que en el Estado español se tortura, acusar a Estados Unidos de terrorismo. En definitiva, he actuado como un “antisistema”. No me desagrada el término. Willy Toledo afirma “soy antisistema, radicalmente antisistema”, pues “lo lógico, desde el punto de vista humanístico, es ser antisistema”. No puede ser de otra manera, cuando “este sistema es el que tiene sumidas a cuatro quintas partes de la humanidad en la pobreza, la violencia, la desesperación y el hambre”. No creo ser el único que coincide con Willy Toledo, pero yo cometí la temeridad de expresar las mismas opiniones en las aulas de los centros educativos de la Comunidad de Madrid, donde trabajaba como profesor de filosofía, con plaza de funcionario de carrera. Ingenuamente, también las expuse en un blog con mi nombre al pie de cada artículo. A partir de entonces, mi vida se convirtió en un infierno. En mi último destino –situado en un barrio obrero de la periferia madrileña-, sufrí el acoso de una pandilla de skinheads, que pintarrajearon “¡Rafa Narbona, comunista!” en uno de los muros exteriores del instituto. La pintada no se borró en tres semanas. La dirección –afín al PSOE- se alió con profesores de extrema derecha –hay bastantes en la Comunidad de Madrid- y con los padres conservadores –no son una minoría- para transformar mi trabajo en un penoso viacrucis. En algunas clases, los alumnos ultras me recibieron con cruces gamadas y la gaviota del PP dibujadas con tiza en la pizarra. La verdad es que yo no advertía mucha diferencia, pues apreciaba en los dos símbolos la misma carga antidemocrática. Los que me apoyaron lo hicieron en el pasillo, nunca de forma pública. Incapaz de soportar la presión, pedí la baja por depresión. La Consejería de Educación inició a las pocas semanas la tramitación de mi jubilación y yo no presenté ninguna objeción, pues me encontraba en un estado lamentable. Soy profesor desde 1998. En 2004, sufrí una depresión y me diagnosticaron trastorno bipolar. Nunca lo oculté. De hecho, entregué un informe médico a la inspección al recibir el alta. Sin embargo, hasta 2012 nadie me sugirió que mi enfermedad pudiera resultar incompatible con mi trabajo. De hecho, publiqué el 9 de marzo de 2011 un artículo titulado “El trastorno bipolar y el coronel Kurtz” en el Diario de Alcalá de Henares, hablando abiertamente de mi lucha contra la enfermedad. En esas fechas, era profesor en el mismo Alcalá de Henares y el texto circuló entre profesores, padres y alumnos, sin causarme ningún problema. Todo cambió un año y medio después, cuando escribí varios artículos políticamente incorrectos y empezaron a difundirse por la red. El sistema me escupió y ahora soy un profesor jubilado. Algunos habrían preferido que un consejo de guerra franquista me hubiera enviado a las tapias del Cementerio del Este, pero la sangre no llegó al río. Una jubilación anticipada carece del dramatismo de un despido o un fusilamiento, pero puede desempeñar una función parecida en cuanto a forma de exclusión.
A Willy Toledo le “jubilaron” también, pues al menos en España le cerraron las puertas de las series televisivas, las salas de teatro y los rodajes cinematográficos. Sería un acto de presunción establecer analogías, pero nuestras peripecias sacan a la luz las entrañas de un país que desprende un insoportable hedor a franquismo. En Razones para la rebeldía, Willy Toledo relata que celebró con sus padres la victoria del PSOE en 1982. Hijo de un prestigioso cirujano torácico opuesto a la dictadura, el pequeño Guillermo se subió a un buzón de correos y agitó una bandera roja. Un fotógrafo de El País captó el momento y lo inmortalizó. “Ingenuos de nosotros”, escribe Willy al recordar el gesto, que por entonces sólo tenía 12 años. Yo tenía 19 y admito que aproveché la mayoría de edad para votar al PSOE. Nunca pensé que se trataba de una opción revolucionaria, pero me pareció que significaría un verdadero cambio político y social. No podía imaginarme que en realidad votaba al felipismo y su infame cortejo: terrorismo de estado, corrupción, reconversiones industriales, agresivo neoliberalismo. Willy Toledo ha dejado de votar: “Personalmente, no voto porque no estoy dispuesto a participar en un fraude”. Se considera rojo y entiende que “ser rojo significa, ni más ni menos, ser humanista, luchar y pelear por mejores condiciones para la vida de los seres humanos”. Dicho de otro modo: tener compasión, ser consciente del sufrimiento del otro. La compasión es un término cristiano, pero su auténtico significado es revolucionario. El Che decía que el verdadero revolucionario “está guiado por grandes sentimientos de amor”. No resignarse ante el sufrimiento ajeno implica una rebeldía beligerante y combativa. “Los avances sociales –apunta Willy Toledo- nunca nos los han servido en bandeja, siempre hubo que luchar para conseguirlos. A los argelinos la independencia les costó un millón de muertos, el intento de defender la República española dejó cientos de miles de vidas. El único modo en que Cuba, Rusia o China se pudieron sacudir una dictadura fue con violencia, y no porque los revolucionarios fueran originalmente violentos, sino porque el que tenían enfrente actuaba con violencia”. No sé cómo se siente por dentro Willy Toledo. Desde fuera, parece un hombre con grandes dosis de coraje y convicción. Parece humano, divertido y sencillo, no “chulesco”, como afirma con mala baba Jorge M. Reverte. Eso sí, si alguien quiere ser como Willy Toledo, deslizarse subrepticiamente en su interior y revivir sus experiencias como personaje de enorme repercusión mediática, sólo necesita defender de forma pública y notoria a Fidel Castro, Hugo Chávez o Arnaldo Otegi. En el mejor de los casos, Alfonso Ussía, Rosa Montero, Elvira Lindo, Vargas Llosa o Fernando Savater exprimirán el lenguaje para enlazar exabruptos y frases canallescas. En el peor, si sólo eres un trabajador o un simple activista político, perderás el empleo, muchos de tus antiguos amigos te darán la espalda y te difamarán, la policía te apaleará apenas surja la oportunidad y la Audiencia Nacional te honrará con un juicio por “enaltecimiento del terrorismo”. Tal vez pierdas las ganas de ser como Willy Toledo, pero al menos sabrás que en el Estado español la libertad de expresión y el compromiso con los pobres, los parias y los excluidos aún tiene un precio.