Cortázar músico
Rafael Alberti se enorgullecía de haber nacido con el cine. Julio Cortázar nació solo tres años antes de que se grabara el primer disco de jazz, y se aficionó para siempre a esa música en una adolescencia que coincidió con su primera edad de oro, a finales de los años veinte, con las grabaciones legendarias de los Hot Five y los Hot Seven de Louis Armstrong y el éxito en el Cotton Club de Harlem y en las transmisiones de radio de la orquesta de Duke Ellington. Debía de ser extraordinario asomarse por primera vez al mundo y a la rebeldía personal al mismo tiempo que casi todo estaba inventándose: el cine sonoro, la radio, los discos de 78 revoluciones por minuto, el lenguaje plenamente sofisticado del jazz, en las dos direcciones que ya mantendría para siempre, la de los solos heroicos a la manera de Louis Armstrong y las complejidades orquestales de Ellington, el apego a la herencia afroamericana y el tirón de la música europea; todo mezclado, desde luego, porque Ellington tenía tan presentes los blues y los negro spirituals como el ejemplo de Debussy o Ravel, y porque Armstrong, en apariencia más próximo a lo africano originario, se había criado en una ciudad tan llena de aires musicales europeos y hasta hispánicos como Nueva Orleans, y reconocía que una inspiración para aquellos solos suyos tan largos que antes de él no intentó nadie habían sido las arias de la ópera italiana, con sus hazañas de resistencia pulmonar y sus agudos de funambulismo.
En Buenos Aires, en la radio familiar, el adolescente Julio Cortázar buscaba las raras emisiones de discos de jazz, para irritación y escándalo de sus padres, aficionados a la música clásica y al tango. Muchos años más tarde escribió de manera brillante y fantasiosa sobre los maestros del bebop —Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Thelonious Monk—, pero es probable que sus gustos se hubieran quedado anclados en los nombres y en la estética de su primera juventud, en torno a aquellos días de 1930 en los que había comprado su primer disco de Louis Armstrong. Grabaciones de entonces, placas arcaicas a 78 revoluciones, son las que aparecen con tanto detalle en Rayuela, con un efecto paradójico. Rayuela llegó como un gran vendaval de novedad a la literatura en español de los primeros sesenta, y la presencia del jazz en sus páginas era un indicio de una voluntad de transformación que encontraba su reflejo y su germen igual de innovadora. Pero en los poco más de treinta años que habían pasado desde que el Cortázar adolescente compraba sus primeros discos al jazz le había dado tiempo a quemar febrilmente las edades sucesivas del primitivismo, el clasicismo, la ruptura, la extrema vanguardia. Y sin embargo no hay rastros de esa contemporaneidad en Rayuela: la música de jazz que estaba haciéndose al mismo tiempo que se escribía la novela no es la que suena en ella. La banda sonora de esa novela en la que sus primeros lectores veían la fundación del porvenir está hecha de nostalgia del pasado.
Una sospecha semejante de anacronismo es insoslayable cuando se vuelve a leer su relato más célebremente inspirado en un jazzman, El perseguidor. Johnny Carter sería un trasunto de Charlie Parker, pero el parecido en realidad es muy superficial, salvo unas cuantas coincidencias evidentes, y tiene más que ver con un cierto estereotipo sobre el músico de jazz como una variante del artista maldito que con la realidad de la vida de Charlie Parker, o casi de cualquier músico de esa generación y esa escuela. Johnny Carter es el contrapunto visceral, primitivo, desastroso y auténtico del narrador de la historia, Bruno, el crítico, el blanco y europeo, el erudito que está al margen de la vida y a salvo de su calamidad, pero también privado de su estremecimiento y su belleza. Cortázar, como tantos aficionados blancos, creía en la superioridad de los músicos negros, y asimilaba la improvisación en el jazz a la escritura automática de los surrealistas. Pero no hay nada instintivo y menos todavía espontáneo ni automático en un proceso técnicamente tan complejo como la improvisación, y el talento de los músicos de la generación de Charlie Parker tenía muy poco que ver con la impulsividad autodidacta. Charlie Parker poseía un conocimiento riguroso de la música del siglo XX, de Stravinsky a Béla Bartók. Charles Mingus optó por el jazz sobre la música clásica por la simple y cruda razón de que en ese mundo, en los años cuarenta y cincuenta, no había lugar para negros.
"Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo pedazos de estrellas de almíbar para que comieran los niños"
Y desde luego, para desgracia de Charlie Parker y de tantos de sus coetáneos, el hábito que dominó su vida no fue precisamente el de la marihuana, como le sucede, con una inverosimilitud casi enternecedora, al Johnny Carter de Cortázar. Los boppers arrogantes y torvos tocaban una música tan complicada y veloz que no podía bailarse, llevaban gafas negras y se inyectaban heroína. La marihuana era el vicio inocuo y risueño de los viejos, de aquel Louis Armstrong que de pronto se había quedado antiguo, con su comicidad obsequiosa de Tío Tom, según la caricatura cruel de los jóvenes que lo negaban para afirmarse a sí mismos. En una crónica muy celebrada como ejemplo de su prosa jazzística, Cortázar transmite involuntariamente la sensación de empalago que los críticos más hostiles a Armstrong no le perdonaban: “Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almíbar y frambuesa para que comieran los niños y los perros”.
Una pequeña exposición, un álbum muy bien diseñado, un ciclo de tres conciertos, examinan en estos finales de otoño, en la Fundación Juan March, las conexiones entre Julio Cortázar y el jazz. Pude asistir al último de los conciertos, una mañana muy fría y soleada de sábado, a una hora a la que uno está tan poco acostumbrado a escuchar jazz como a tomarse un whisky o un gin-tonic antes de comer. El efecto fue extraordinario. A las doce de la mañana el jazz se sube tan directamente a la cabeza como una copa tomada a esa hora con el estómago vacío. Tocaba el cuarteto de Perico Sambeat, con Albert Sanz al piano y Daniel García a la batería, con el inmenso Javier Colina en el contrabajo. En homenaje a Johnny Carter y a El perseguidor los músicos recorrieron el repertorio de Charlie Parker. Estaban al principio algo intimidados por la sala tan solemne de la Fundación Juan March, algo desconcertados por lo raro de la hora. Pero muy pronto prendió el fuego, y al Charlie Parker introspectivo y poético de My Melancholy Baby y Lover Man le sucedía el desatado y vertiginoso de Confirmation. En uno de los textos seleccionados por el editor del álbum, José Luis Maire, Cortázar describe con bienvenida sobriedad la experiencia de escuchar esa música: "…sentí más que nunca lo que hace a los grandes del jazz, esa invención que sigue siendo fiel al tema que combate y transforma e irisa".
Entre canción y canción Perico Sambeat recordaba su deuda de músico y lector con Julio Cortázar. A él seguro que le habría halagado que su fantasma se invocara al mismo tiempo que el de Charlie Parker.
Publicado en el diario El País